DESDE LA FE

  • Por Mariano Mercado Rotela

Hace apenas unas semanas tratamos el flagelo de las adicciones, ¿recuerdan? Hablamos de cómo estas no respetan nada; estatus, culturas, razas, ni credos, por donde entran arrasan sin contemplación alguna. Me gustaría retomar y reforzar este tema.

Muchas de estas adicciones son rechazadas, repudiadas o estigmatizadas por la sociedad, ya sea por pura ignorancia o por la misma hipocresía social, que tiende a subestimar el alcance del consumo, inclusive, e irónicamente de las sustancias más comunes como el alcohol o las drogas legales que, al ser todas estas de uso habitual, tienen un alto grado de aceptación y valor social.

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Por muchos títulos que queramos ponerles a las adicciones o la ilusión de reconocer y aceptar que muchas actúan en la sociedad de manera «invisible», lo único cierto que cabe, por encima de la cultura popular, es la lógica y la afirmación científica: las adicciones no son vicios, las adicciones son una enfermedad real, tal cual lo reconoce la OMS desde hace años, y como tal deben ser tratadas como una cuestión de salud pública, ya que impactan no solo de manera nociva en la salud de la persona afectada, sino también en la vida de sus familiares, allegados y, por supuesto, en el conjunto de la sociedad por razones que de sobra todos conocemos.

El problema principal no radica en la acción de consumir o de llevar a cabo ciertas prácticas adictivas, sino en las consecuencias. El problema concreto radica en la responsabilidad, en el control de las emociones para que estas no sean el factor determinante que lleve a una persona a ser adicta.

La solución o cambio no pasa por eliminar el producto de la ecuación, no pasa por la penalización o por endurecer las leyes. En mi opinión la verdadera solución pasa inicialmente por la prevención, la prevención que nace en el seno familiar, que debe enseñar a lidiar con las emociones, potenciando los afectos, infundiendo desde los más pequeños la responsabilidad y la resiliencia, pasando por la conciencia social, por el fortalecimiento de los valores esenciales y, finalmente, ante la presencia ya de una adicción pasa por la decisión de la persona afectada, y dar el primer paso: reconocer que es un adicto.

De otra manera, si esta no quiere nunca se va a curar. Desde la propia aceptación y la misma voluntad la recuperación es un trabajo arduo en lo profundo de la conciencia, desde abordar los sentimientos más hondos, a forzar los límites del cuerpo, porque el afectado debe enfrentar un «infierno», un «infierno» necesario, para transitar un difícil camino espiritual que le llevará a un despertar a lograr un crecimiento y a una renovación verdadera.

Es cierto que el soporte familiar es fundamental para la recuperación, aunque a veces no se da. Pero también es cierto que en la mayoría de los casos se necesita de ayuda profesional con tratamientos efectivos para orientar y dar contención a ese tumulto de inquietudes confusas que embargan al adicto.

El país cuenta con la ayuda de profesionales de la salud altamente cualificados, y también de organizaciones civiles y eclesiales, que toman como misión coadyuvar a las personas adictas a recuperar su vida y, sobre todo, su dignidad.

Una de ellas es la Comunidad Cenáculo, un centro en donde su fundadora, la madre Elvira Petrozzi, tomó como propósito primordial la recuperación espiritual y de reeducación a través de los valores cristianos, poniendo a Cristo en el centro de la vida de cada uno de los numerosos jóvenes a los que ayuda en este difícil proceso de rehabilitación y reinserción en más de 50 países repartidos por todo el mundo, entre ellos Paraguay.

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