El testimonio del chofer del diputado era tomado con muchas dudas por los investigadores; era muy claro que algo no cerraba y las declaraciones en contra de Dionisio Chilavert aumentaban, incluyendo las de su propia familia. ¿Quién realmente mató a Leonardo?

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Con la confesión de Juan Esteban Sama­niego, el chofer del diputado Chilavert, la Poli­cía ahora tenía dos versiones de un mismo hecho. Ambas similares hasta el momento de llegar a la casa, pero con un diferenciador, dos sospe­chosos con relación a quién disparó el arma.

Los agentes no eran tontos y comprendían que podría tra­tarse de un plan para que el empleado pueda salvar a su jefe. Su versión era tan simé­trica y perfecta que intuían un guion, algo armado para que Samaniego se lo aprenda y lo represente como en un examen oral. Lo que no entendieron fue qué recibi­ría a cambio de este sacrifi­cio.

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Pese a contar con muy pocos indicios que prueben la his­toria que ensayó el chofer, los investigadores llevaron ade­lante la pesquisa sobre esa línea de investigación para descartarla o confirmarla, sin dejar de lado la presen­cia de Chilavert en la casa y que él pudiera ser el asesino.

Aunque la verdad no siem­pre podría ser tan obvia y lo obvio nunca puede ser lo más claro. La Policía se encontraba en un dilema al momento de sostener que el chofer del diputado era el asesino. Debía mantener la premisa de lo imperceptible ante los ojos para intentar encauzar su investigación en medio del poder y una trama que de momento estaba bien armada o era verdad, y los fueros que blindaban al par­lamentario.

Era intocable debido a la protección que la Constitu­ción Nacional le brindaba y, en caso de someterlo al pro­ceso, los agentes necesitaban una muy buena prueba para convencer al fiscal, y este a su vez a un juez que solicite a la Cámara Baja su desa­fuero ante la presunción de un homicidio; todo un desa­fío. ¿A quién creer? Resonaba en los investigadores, una vez y otra vez, en las encrucijadas de sus pensamientos.

EN LA SALUD Y LA ENFERMEDAD…

La esposa de Dionisio Chila­vert comenzó a soltar pala­bras. Si faltaba algo que agre­gar al maremoto político que ensuciaba la desgastada ima­gen de ese poder del Estado, era sumarle la intimidad familiar; solo que no era cual­quier despojo. La esposa lo denunciaba ante los repor­teros como el asesino de su sobrino.

En una de las tantas llega­das de Chilavert a la sesión del Parlamento, fue sorpren­dido por los periodistas que lo avistaron a lo lejos y que como aves emprendieron vuelo en picada para tomar a su presa en la tierra o como tiburones que sigilosamente se aveci­nan por los costados, por un punto ciego, hasta amurallar los pasos de aquel hombre que escondía su verdad tras unos lentes oscuros de sol, posados en una enorme nariz regor­deta, ovalada y chata, la que conjugaba con su frente apla­nada donde reposaba su cabe­llera engominada, peinada hacia atrás, salvo un pequeño mechón rebelde que dibujaba un gancho por encima de sus ojos. Lucía un traje gris, algo gastado, el cabello engomi­nado y recogido para atrás. Un porte más de corredor de apuestas que de legislador.

-¿Diputado, cuál es la situa­ción en su casa que su propia esposa lo acusa de homicidio? –disparó una periodista sin chistar, sin lubricar la pre­gunta fue directa desaco­modando completamente al parlamentario, que qui­zás esperaba preguntas más potentes al final.

-Y la verdad que lo que puedo decir es que la mujer es tan buena, pero en un momento dado, cuando se acontraria por el marido o el novio, son lo más contrario del hombre. Lastimosamente he perdido una hija de 19 años por problema familiar… –argumentó Chilavert con una voz calma, aunque soltaba en ciertos momentos tonos de tensión.

-¿Usted no cree que tengan miedo que sea un poco vio­lento? –preguntó otra comu­nicadora en aquella artillería de interrogatorio.

-Yo no digo que no sea violento o que soy violento, pero yo soy un padre de familia que no me gustaría ver a mi hija, y usted puede tomar los recaudo des­pués, verda, descarriarse en la casa porque no estamo muy bien –respondió Chilavert y rompió el cerco de periodis­tas huyendo rápidamente a la sala de sesiones. Los días se pondrían más difíciles para el hombre, aunque la investigación tenía a un autor confeso.

UN TIRADOR CON PRÁCTICA

La investigación era lenta, pero eso era de esperarse. Las portadas de los periódi­cos inundaban los despachos del Ejecutivo, el Legislativo y Judicial, los tres poderes tenían una poderosa presión mediática que exigía saber si Chilavert, ebrio, mató sin ninguna explicación a su pro­pio sobrino.

Necesitaban pruebas, un ele­mento que separe la espiga de la paja, que logre filtrar tanto rumor y quedar con la infor­mación técnica que más ade­lante les permita encaminar su investigación con el desa­fuero. Lo hablaban a diario, pero no lograban conseguirlo. Hasta que surgió algo.

El dictamen forense final­mente llegó a la oficina del jefe de Homicidios y el fiscal que investigaba el caso. El reporte indicaba que el dis­paro fue certero en la cabeza. Ingresó por la frente y pro­vocó la muerte al instante de Leonardo. Fue fulminante. Un traumatismo grave de cráneo fue lo que diagnos­ticó el médico tras entregar su informe unos días después del crimen. La policía tenía un elemento más, el tirador no era un improvisado. Conocía cómo manejar un arma y su precisión determinó una hue­lla a seguir. ¿Quién de los dos tenía esa pericia con el arma?, ¿el diputado o el chofer?

SOLO UNA EXPLICACIÓN

Silvia Ortiz, mamá de Leo­nardo. Entrevista hecha por un periodista días después del asesinato.

-No puede negar, hay quienes lo vieron. Y si lo hace, estará mintiendo. Soy capaz, en caso de que lo arresten a Chilavert, de hablar con él. Ese es mi deseo, hablar con él.

-¿Qué le querés decir? –le preguntó un periodista que fue a entrevistar a la mujer mientras intentaba repo­nerse de un ataque nervioso tras la noticia de su hijo.

-Quiero decirle: durante cuánto tiempo lo traté como a un hijo, le di de comer y nunca pensé que haría algo así. Como a mi familia le traté, como pariente y nunca imaginé que haría algo como esto. ¿Vos encontraste tu casa hecha un desastre, por eso le mataste a mi hijo? Quiero hablar con él –dijo la mujer mientras sus ojos desborda­ban lágrimas, aunque no las dejaba escapar. Quizás por­que ya no tenía fuerzas por tanto sufrir la muerte de Leo­nardo.

-¿Vos estás segura de que él le mató? –insistió el reportero.

-Él le mató, él le mató –reac­cionó virulenta la mujer.

-Él se bajó de su camión, le contó bien al muchacho que estaba junto a mi hijo, le contó bien. De la casa de Obdulia me fui a traerle a ese muchacho. Le dije que no era para que se apeligre con mis hijos, ni con nadie, andá y contale a mis hijos cómo sucedieron las cosas y así mismo contó. Dijo, cuándo vi que entró por la puerta, él no nos saludó, no nos pasó la mano. Cuando vi que metió su mano en la cintura y levantó la cola de su camisa yo corrí, y él como era su tío, no pensó que podía hacerle algo. Por eso no corrió detrás de mí. Y si le agarran a él va a decir lo mismo –dijo Silvia mientras levantaba la cabeza hacia su entrevistador. Ella conti­nuaba meciéndose en una hamaca paraguaya, inten­tando que ese movimiento pendular la tranquilice por un instante.

-¿Le vas a querellar a Chi­lavert? –reaccionó con otra pregunta el comunicador.

-¿Y qué puedo hacer? Yo solo quiero hablar con él, solo quiero hablar con él. Quiero que me diga cuál fue la culpa de mi hijo. Solo eso pido, quiero hablar con él –terminó diciendo la mujer mientras miraba al vacío, al horizonte, sin punto fijo. Quizás no creía que hablaba sobre el asesinato de su hijo y su único objetivo era encon­trarle un sentido común a su muerte.

La madre de Leonardo solo buscaba una explicación a la repentina y violenta muerte de su hijo, ni siquiera pensó en impulsar una acción judi­cial en contra de Chilavert, a quien veían como el único sospechoso por los múltiples testimonios; no existía otro, no había un sustituto.

Aquellos relatos que la familia temía se disipen con las horas debido a los rumores que vocifera­ban una fuerte y cada vez más recurrente intención del parlamentario para silenciar a los testigos con dinero, sacando a los testi­gos del medio; el sustituto cumpliría su objetivo.

Continuará…

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