Amenazas políticas, falsos testimonios y dos sospechosos del homicidio de Leonardo Peralta. Aunque el fiscal sabía que solo uno lo cometió, alguien había tomado el lugar del otro. En esta entrega final de “El sustituto” los investigadores conocerán quién lo hizo y quién será el condenado.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Antes de resolver esta paradoja, qui­zás de las más con­troversiales que le tocó, el fis­cal Manuel Trinidad tenía un peldaño truculento: los testi­gos falsos.

Aquellas testificales se pre­sentaron primero como con­troversiales porque eran las mismas que en un primer momento señalaron como asesino al diputado Dioni­sio Chilavert. Sin embargo, al dictarse su detención pre­ventiva esos testigos cam­biaron su versión y ahora se contradecían, y apuntaban a Samaniego, el chofer de Chi­lavert. Esto generó que toda su investigación vuelva al punto de inicio.

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El fiscal Trinidad no pudo evi­tar la idea de que esto era una treta; le estaban tomando el pelo. Aunque esto difícil­mente pudiera ser literal debido a su extrema calvicie. Lo concreto es que aquello no era más que otra jugarreta de la defensa del sospechoso o alguien más que intentaba ensombrecer la investiga­ción, ¿pero quién?

La clave estaba en desman­telar esas declaraciones. Desmenuzarlas, observar cómo las diseñaron para que se conecten con la coar­tada y terminen apuntando a Juan Esteban Samaniego, que mucho tiempo antes se inculpó del crimen de Leo­nardo. Esta era la tesis de Tri­nidad.

RUTA DE LA VERDAD

En un viaje estuvo la res­puesta para esa clave, a 450 kilómetros Asunción, en el departamento de San Pedro, al norte de la Región Orien­tal. El fiscal Manuel Trini­dad y su equipo se tomarían sus más de cinco horas para esclarecer la motivación que tuvieron estas personas para modificar sus dichos y, sobre todo, tumbar de una vez al sustituto.

Un hotel fue el primer lugar al que llegó la comitiva del investigador. Aquí fue donde Juan Esteban se hospedó, según su relato testifical. ¡Clac! El sonido metálico de las cua­tro puertas chocando en sus molduras fue al unísono. Un concierto institucional de ansiedad. Todos necesitaban la respuesta en esta primera parada, ¿quién mentía?

El primero en cruzar el portal del hotel fue el agente fiscal. Trinidad levantó la mirada en la recepción y en un barrido ocular buscó a cuál de todos los empleados exhibiría sus credenciales de manera que le entregue toda la informa­ción sobre los huéspedes del último mes.

Esa tarea no tardó mucho. En menos de veinte minutos la respuesta a la primera inte­rrogante ya la tenían. Los funcionarios verificaron su base de datos y conforme al nombre, apellido y fotogra­fía la duda se hizo certeza. Dionisio Chilavert nunca se hospedó en ese lugar. Comen­zaba la necrosis y era la coar­tada del diputado.

Quedaban dos sitios más por recorrer; ambos fueron con­signados por Chilavert en su testimonio con el propósito de ubicarse en la zona y apar­tarse totalmente del Este, donde ocurrió el asesinato.

Uno de estos dos sitios fue un arroyo no muy distante de ese hotel, en un pequeño distrito de 4.000 habitan­tes llamado San Pablo, a 330 kilómetros de Asunción. En ese lugar fue a pescar y más tarde visitó a sus amigos, una familia en esa localidad. Todo eso era cierto. El fiscal Tri­nidad pudo corroborar que la lancha alquilada por Chi­lavert estuvo en el arroyo en San Pablo Kokuere, también visitó más tarde a sus amigos. Sin embargo, lo que no fue real era la fecha en la que el diputado manifestó haberlo hecho, ya que aquella visita se dio días antes del asesinato de Leonardo. Tercera falta para Chilavert; su versión prácti­camente estaba desbaratada.

TODO AL DESCUBIERTO

Para Trinidad todo estaba más claro. El diputado solo ajustó algunos eventos a su conveniencia conforme iban pasando las horas después del asesinato de Leonardo. Habló con algunos pocos de su entorno para que digan lo que él quería de acuerdo a una débil versión. Creyó suficiente que esos pocos lo ayudarían a sostenerla y la impulsó con el único combustible que cono­cía en ese momento, la arro­gancia y prepotencia.

Lo que no tuvo en cuenta es que ese poder cubierto por los fueros no duraría mucho tiempo. Al final sus aliados políticos no lo respaldarían por mucho, al menos en la capital. Nadie quería que­dar pegado a una portada de periódicos o el titular de un noticiero central donde el proceso sea por homicidio y más aún tratándose de su pro­pio sobrino. Tan rápido lo ful­minaron políticamente que bastaron un par de semanas para que la Justicia pueda dic­tar una orden de detención preventiva y encarcelarlo. De ahí en más solo quedarían unos pocos testigos que conti­nuaban con sus falacias, pero eso no costó más que algunos cientos de kilómetros para resolver el misterio. Ni sus amigos querían protegerlo.

El sustituto fue Juan Este­ban Samaniego, el chofer, quien se inmoló tal vez con la promesa de un apoyo eco­nómico y que en poco tiempo lo sacarían debido a los con­tactos que Chilavert tenía en la Justicia. Quizás le prometió un traslado a la cárcel regio­nal de Ciudad del Este, una celda de lujo y otras comodi­dades, un buen pasar para su familia. Lo que en la mafia se conoce como una oferta que no pueda resistir.

Chilavert también era el sus­tituto, ya que ocupó el rol de inocente. Mintió sin rubor en veintenas de reportajes y declaraciones en la Cámara Baja, y no se incluye su testi­monio en la Fiscalía debido a que nadie está obligado a declarar en su contra. No obs­tante, para los investigado­res estaba claro que Chilavert había asesinado a sangre fría a Leonardo, su sobrino. Todo porque no respondió con pre­cisión dónde estaba su tía, la esposa del parlamentario.

GOLPE DEL MARTILLO

Un año y un mes después. 11 de febrero de 2003. El juicio a Dionisio Chilavert comen­zaría a sonar como posible, pese a los rumores que lo deja­rían impune. Ese día el fiscal Manuel Trinidad presentó su acusación y los rumores reso­naban con una condena de al menos quince años para el entonces ya ex diputado, ya que lo habían destituido de la cámara.

Cuatro meses después, el 19 de junio de ese año, Chila­vert llegó a tribunales, fue el último día del juicio oral. Elevaron la causa unos meses antes y luego de un largo debate el acusado sabría si el tridente de jueces lo veía o no como el responsable único del crimen.

Chilavert tenía un aspecto diferente, no era el mismo de hace un año. Calzado de cuero, jeans, camisa deportiva con las mangas dobladas hasta el codo y su consabida gafa de sol de enormes cristales, la que esta vez llevaba colo­cada como vincha que descan­saba sobre un impecable pei­nado, cuya raya estaba hecha de izquierda a derecha. Hasta aquí se podría decir que ves­tía igual, pero en su mirada había algo. Estaba perdido, tieso, habría perdido aquel semblante presuntuoso y esta vez se mostraba retraído.

Los jueces irrumpieron en la sala. Deliberaron luego de varias horas y no hubo disi­dentes. El presidente llamó al acusado a la silla central para escuchar el veredicto y tras explicar los fundamentos pronunció la decisión. Con­denado a diez años de cárcel por el homicidio de Leonardo Peralta Ortiz…

El tribunal constituido por los magistrados Efrén Gimé­nez, Meneleo Insfrán y Anto­nio Álvarez tomó como ate­nuante el pedido de desafuero voluntario del entonces dipu­tado para rechazar la solici­tud de la Fiscalía reduciendo cinco años la expectativa de cárcel. Quedó un sabor seco y amargo en la familia por la argumentación.

Luego de eso, ese mismo tribunal decidió procesar por testimonio falso y obs­trucción a Juan Esteban Samaniego por declararse el homicida y Basilio Mere­les Melgarejo. Basilio argu­mentó en su testimonio que existió una pelea previa al dis­paro sugiriendo una legítima defensa.

Chilavert no bajó la cabeza al escuchar su condena, la man­tuvo arriba y luego dejó salir algunas palabras. Dijo no extrañarle la sentencia, pues se sintió perseguido desde el ini­cio de la investigación. Su osa­día le costó la condena preme­ditada de los jueces y el objetivo fue cortarle su carrera política. Se comparó con las víctimas del estronismo, “aquellos que permanecieron por varios años en las mazmorras siendo inocentes…” (sic).

Palabras que para muchos quedarán archivadas y cica­trizadas más que los golpes de tortura, al menos para los que lograron sobrevivir.

Dos años más tarde, el 28 de junio de 2005, la Sala Penal de la Corte Suprema con­firmó la sentencia a Chila­vert. Para los ministros Alicia Pucheta, Wildo Rienzi y Sin­dulfo Blanco la resolución del tribunal estaba claramente fundada.

UN VIAJE DE IDA

La historia de Dionisio Chila­vert Alvarenga no concluiría con la condena. El 7 de enero de 2012 debía ser la fecha de compurgamiento de la pena, pero esto no se cumpliría. Unos años antes de com­pletarla obtuvo un permiso especial de un juzgado de Alto Paraná argumentando un estado delicado de salud.

Aquel permiso no contem­plaba abandonar la ciudad; sin embargo, él lo hizo. Viajó a Asunción y lo más insólito no fue la resolución, sino que tampoco la cumplió. Dionisio fue arrestado por la Policía.

Fue un sábado 5 de diciem­bre de 2009 en 5ª Avenida y Tacuarí de Barrio Obrero de Asunción, en las cercanías del Hotel Río, donde se hos­pedaba. Chilavert fue dete­nido por un solitario policía de la comisaría cuarta metro­politana. El hombre notó algo sospechoso en él, se acercó, le pidió los documentos y luego del chirrido de alerta que emi­tió su radio base le ordenó a Dionisio acompañarlo a la estación.

El policía fue alertado por la central sobre una orden de captura por homicidio doloso del año 2002 que existía en contra del hombre. La alerta se disparó porque el permiso para abandonar el recluso­rio venció hacía un año, en el 2008. Nuevamente Chila­vert perdió al sobreestimar su inteligencia…

FIN

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