Rolando Rodi aparece nuevamente en escena en este sexto capítulo de “El migrante” intentando sacar más información a Max, el chapista. Un nombre era todo lo que necesitaban para llegar a quien encargó el trabajo de cubrir las manchas de sangre en el vehículo. La sorpresa sería mayor.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Mientras los policías extirpaban la nueva piel de las butacas del automóvil se escuchaba a lo lejos a la fiscal murmu­rar con los investigadores que esto directamente apuntaba a la esposa de Johan, a Julia Galeano Barrientos. “Tiene que decir bien nomás ya…” eran como voces fantasmas que las llevaba con pronti­tud el minuto de la noche, algo que demostraba la cer­teza que tenían no solo sobre los hermanos Sanabria, sino sobre la mujer, de quien siem­pre sospecharon. Mientras más cuerina retiraban de los asientos, más notaban que estas sirvieron de cómplice para ocultar mucha pérdida de sangre.

-Acá hay sangre, mirá, mirá –dijo la fiscal Recalde mien­tras señala al reverso del cuero sintético. Este tenía varias gotas rojizas, algo gastadas, de lo que suponían era la sangre del hombre que fue transportado con una o más heridas de una esco­peta. Johan hizo lo propio al defenderse y eso les per­mitió llegar hasta este punto.

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DANOS UN NOMBRE

Para el chapista la situa­ción se complicaba cada vez más. Era imposible no darse cuenta de que aquello fue un baño de sangre. Al menos debía llamarle la atención e indagar, dar un nombre para no quedar comprome­tido. Max no estaba nervioso, pero tampoco quería quedar como cómplice de aquellos que le encargaron el tra­bajo. Cuando fueron a inte­rrogarlo una vez más, esta vez ya no se guardó y con­firmó las dudas que carga­ban desde que llegaron a ese taller.

-Sí, fue un policía, Wilson Martínez Báez, así me dijo que se llama –dijo Max mien­tras esperaba alguna res­puesta de la fiscal y el comi­sario, que no lo soltaban con la mirada. Quizás porque esperaban otro nombre.

-¿Cuándo dejó el auto acá? – le preguntó la fiscal.

-Anteayer, doctora. Dijo que pasaría a buscar hoy mismo, ya que el trabajo está termi­nado, pero como ve, no vino.

–Max estaba seguro de que con esta respuesta podrían dejarlo fuera del caso. Él solo tomó un trabajo al que pidie­ron prisa y prioridad. A esa comitiva le faltaba un inte­grante; su olfato hacía que lo integre sin ser un miembro oficial: el periodista Rolando Rodi.

TIRA Y AFLOJA

El joven periodista seguía detenidamente todo lo que aquella delegación de inves­tigadores tomaba como evi­dencia del caso y aprovechó para documentar algunas palabras de Max. Se acercó a él, sin intimidarlo, lo rodeó con un diálogo de confianza y al verlo cómodo liberó su primera pregunta:

-Amigo, ¿qué fue lo que pasó?, ¿te encargaron nada más el vehículo?

-Yo me fui a la casa de la señora y allí el tipo trajo el vehículo. Yo le pregunté por Wilson y él me dijo “después vamos a hablar”.

-¿Entonces te dijo que guar­des el vehículo? –intervino Rolando.

-Sí, guardame y vení mañana, y yo le dije que no iba a poder venir…

-¿Cuándo trajiste el vehí­culo? –preguntó de nuevo el periodista.

-El jueves a las 7:30 por ahí traje –respondió Max.

-¿Con quién viniste en ese entonces? –consultó de nuevo Rolando, ya en su conocida intensidad de preguntas. A medida que entraba en confianza aumentaba la frecuencia con la intención de obtener más información de la que pudiera haber sacado la policía.

-Solo vine aquella vez –res­pondió rápidamente Max y esta vez ya lo hizo mirando a Rolando.

-¿De dónde te fuiste a traer el vehículo?

-Del patio de su casa, del bal­dío… –dijo Max.

-¿Del balneario?

-No. Del bajo, ahí donde está­bamos. Del bajo, del patio bal­dío yo me fui a traer el vehí­culo –dijo Max. Esta vez nuevamente su mirada era inquietante. Para todos lados, nervioso e inquieto.

-¿Quién te dijo para que te vayas ahí a traer el vehículo?

-Esa señora…

-¿Vos le conoces a la señora?, ¿conocés su nombre?

-No, nuestra vecina, si yo estaba en la empresa del frente.

-¿En qué trabajabas en ese entonces?

-En colectivo, transporte público –respondió Max. Ya se lo notaba con más nervio­sismo.

Llevó la mano al rostro, fre­gándose la nariz y la boca. Mientras lo hacía soltó aque­llas palabras como mordién­dolas. Se sentía algo incó­modo, pero Rolando no lo soltaría aún. Necesitaba un nombre.

-¿Y te fuiste a traer el vehí­culo? –preguntó Rolando nuevamente. La estrategia apuntaba directamente a presionar a Max y obligarlo a dar la identidad de quien real­mente le encargó el trabajo de tapicería para ocultar las manchas de sangre.

-Ummm… –Max solo asintió con la cabeza mientras mas­caba con fuerza un chicle. Rolando notó que era duro, no había forma de sacarle más datos. Sabía, mediante sus fuentes, que el chapista contó la identidad de la per­sona que encargó el trabajo, pero necesitaba documen­tarlo. Entonces recurriría a su última opción: guiarlo a la respuesta, proponiendo él mismo de quién se trata, cebarle el nombre. No había más que perder. Si lo negaba podía contradecirse con lo que confesó ante la fiscal y el comisario.

-Decime una cosa, ¿vos le conocés a Wilson? Mientras Rolando soltaba cada palabra de esta pregunta, Max frenó la brutalidad con la que sus incisivos masticaban el chi­cle, lo ralentizó por com­pleto, hasta sus expresiones. Lo miró de arriba para abajo, hasta podría confundirse con algún ademán despectivo y luego sin abrir por completo sus ojos soltaría su respuesta que lo dibujaría por completo como un hombre inteligente y sobrevalorado.

-Le conozco, sí, a la empresa suele ir para lavar su auto. Porque allí hay un pozo y se suele ir a sacar agua con una máquina para lavar su auto –respondió Max con excesivos detalles y hama­cando el rostro en reitera­das ocasiones. Solo que en esta oportunidad ya no reti­raba la vista de Rolando. Fue como si intentara adivinar su próxima pregunta. A propó­sito, Rolando no lo dejaría ir así de fácil…

-¿Y vos sabés en qué andan metidos Wilson y sus ami­gos? La mascada de chicle en Max recuperó su fuerza, su potencia se incrementó. Su boca era una centrifuga­dora industrial que amasaba aquella goma azucarada al punto de sacarle el último zumo, ya no por gusto, sino quizás como pedido de auxi­lio para que esa ronda de pre­guntas concluya.

Sin embargo, la respuesta de Max para esta pregunta ensayaría otra vez una salida magistral.

-Yo no le conocía, no sabía nada de esas cosas. Me enteré por las noticias…

A Rolando le quedaban algu­nas municiones periodísti­cas y soltaría una compleja para el chapista. Supuso que en esta podría encon­trar algún vestigio que Max no contaba toda la verdad y estaría de alguna manera vinculado al grupo de Wil­son.

-¿Y por qué razón trajeron el vehículo de tan lejos, ¿qué te dijo él?

-Y me dijo para traer y yo le dije por qué no llevamos a la empresa. Y el tipo me dijo, no. Después nomás que él hable contigo.

-¿Y dónde está Wilson?, ¿le preguntaste? –retrucó Rodi.

-Le pregunté por él y me dijo: “No puedo decirte ahora dónde está, te voy a decir cuando vuelva”.

La ronda concluyó. De alguna manera Rolando entendió que Max ya no repetiría ante la cámara de la televisión el nombre de Wilson, quizás por temor o por pacto. Eso no podrá saberlo. El periodista creyó suficiente todo lo que recabó hasta ese momento y al igual que los investiga­dores aquel hilo conductor de los policías, los herma­nos Sanabria y Julia, volvía a sujetarse a la muerte del ingeniero forestal.

WILSON, LA CLAVE

La pista del automóvil devol­vió a los investigadores la posibilidad de retomar su intención de ir contra Wil­son, ya que debían detenerlo. El cruce de llamadas no era suficiente para tenerlo dete­nido en las primeras sema­nas de la investigación, pero su realidad les mostraba otra cosa. Contaban con el testi­monio del chapista Max y las manchas de sangre en el automóvil. Si estas muestras resultan ser las mismas que se encontraron en la propie­dad de Johan serán pruebas irreversibles para el agente corrupto, no podrá escapar esta vez. Así que reactivaron los allanamientos y se con­centraron en dos puntos.

Aldama Cañada, en el kiló­metro 24 de la Ruta II, barrio San Miguel de la ciudad de Capiatá, a unos 21 kilóme­tros de la capital. Aquí vivía un familiar de Wilson. Fue lo más cercano que encontra­ron los investigadores entre el taller de chapería y la casa de Johan.

Los agentes creían que en el atraco se utilizó inteli­gencia policiaca, es decir, lo planificaron pensando como agentes. Tener pun­tos de confianza cerca para abastecerse y aguardar por refuerzos en caso de ser necesario. Algo que para ese efecto quizás era indis­pensable, pero es inherente al uniformado su forma de actuar. El otro sitio donde iban a ejecutar allanamien­tos judiciales era en el barrio Tacuatí de Villeta, donde encontrarían el automóvil. Debían descartar que más personas estén involucradas en la protección de Wilson tras el atraco. Ambas ope­raciones se extendieron por horas, hasta la madrugada del 15 de setiembre.

En la mañana de ese mismo día, el grupo de trasnochados agentes y la fiscal llegaron a la casa de la suegra del policía Wilson Martínez y ¡bingo!

La noche de desvelo ten­dría su premio. Bajo el col­chón de una de las preca­rias habitaciones como reserva de un banco, y sin ser dinero, estaba el botín que buscaban.

Continuará…

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