En esta tercera entrega de “El migrante”, la situación para Julia comienza a complicarse al recibirse los primeros informes del Departamento de Criminalística y una operadora telefónica que verificó la línea móvil que utilizaba la viuda. ¿Quiénes estaban conectados con la mujer?

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

El jefe de policía sos­tenía el informe con la mano derecha, lle­vaba ahí media hora repa­sando cada línea del docu­mento del Departamento de Criminalística y de la empresa telefónica a la que recurrie­ron para pedir un cruce de llamadas. El primero remi­tió su conclusión sobre lo que un laboratorio privado les confirmó en cuanto a los cabellos encontrados cerca de la escena del crimen y lo segundo forma parte de las conexiones que tuvo la viuda de la víctima. Eran las dos úni­cas piezas con que contaban a una semana de lo sucedido y esta vez esperaban tener suerte.

Particularmente estos aná­lisis no son fáciles de obtener en cuanto a los operadores móviles. Se toman su tiempo y siempre la excusa es la política de privacidad con sus clientes y en algunos casos “la sobre­carga de pedidos”, que hace que demoren en entregar el extracto de llamadas que se solicite.

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Por aquello de la ironía, nada de lo expuesto más arriba se cumplió. Entregaron los resultados con prontitud. Esta vez la burocracia no fue el motivo del semblante del comisario, que se debatía entre compungido, furioso y desfigurado.

Pasaba lento el tiempo en la investigación, según el testigo; un reloj circular, de aquellos baratos de pared que seguía martillando con el segundero la tarde del 20 de agosto del 2004. Por fin el policía bajó el informe sobre el escritorio y con la misma mano se lim­pió el rostro, como si aque­llo pudiera borrar definitiva­mente todo lo que acabó por descubrirle con el documento.

El informe de Criminalística confirmó que los mechones de cabello encontrados en el campamento improvisado pertenecían a dos hombres y la identidad los condujo a su pro­pia oficina de recursos huma­nos; pertenecían a dos agentes de la fuerza policial. Wilson Martínez Báez y el otro Cris­thian Cardozo López.

Wilson era la clave, según el reporte. Al encontrar datos cruzados sobre su presencia en la zona donde residía Johan en varias oportunidades, Wilson lo venía asechando y haciendo inteligencia sobre lo que consideraban su objetivo, el ingeniero forestal retirado de 56 años. En el caso del otro policía, Cristhian Cardozo L., colaboró con su camarada para darle apoyo, más solidez a la banda, lo que era entendi­ble, ya que se trataba de dos personas entrenadas en la propia institución policial.

OTRA VUELTA DE PÁGINA

El informe de la telefonía comenzaba a dibujar algo que ya venían sospechando. Estos dos agentes de policía mantuvieron comunicacio­nes continúas con tres hom­bres y no eran tres hombres cualquiera. Se trataba de los hermanos Sarabia Galeano, Nelson, Adalberto y David. Aquí la deducción del inves­tigador lo llevó a conjeturar que los civiles dieron la cober­tura logística, vehículos, equi­pos, lo que haga falta para con­cretar el atraco. Se podía decir que sin los hermanos los dos policías no tendrían el brazo ejecutor del plan, y sin los poli­cías no se tendría la inteligen­cia, la información y la puesta en marcha de la operación.

Pero algo aún más revela­dor encontraría el jefe poli­cial, solo que ya podía antici­parse a ello debido a la fuente de donde emanaban todos los datos: Julia, la viuda. Todas estas personas a su vez se conectaban con ella. La llama­ron en varias ocasiones, días antes y después del asesinato de Johan. Con eso la película estaba más que clara.

En ese plan, los de la banda tenían a alguien a quien rendir cuenta y esa era la esposa de la víctima, el cerebro del plan.

JULIA, EN LA MIRA

La fiscal no vio otra salida, estaba muy claro que aquella sospecha tenía más que fundamento y una base en qué sustentarse, los informes.

La orden para la detención de Julia y Aldo, el primo de la mujer, salió lo más pronto posible. La conexión entre ambos familiares fue desde el principio, desde el día uno, y ambos debían responder por lo que ocurrió en la casa.

A esto, la fiscal Marie Recalde le sumó un pedido más para la jueza, una evaluación psiquiá­trica a Julia, como anticipo jurisdiccional de pruebas, dejándolo por escrito como prueba el día del juicio. Para la investigadora, algo no se estaba contando en esta his­toria y ese capítulo Julia lo podría saber y lo que en un primer momento declaró lo hizo escondiendo una perso­nalidad un tanto perversa.

Pero eso no sería todo, la falta de sentido en su relato, la des­conexión entre lo que presen­taba la escena del crimen y la confirmación del botín de 17 mil dólares americanos llevó a una determinación aún mayor de la fiscal Recalde. Julia fue imputada por robo con resultado de muerte y otra de sus motivaciones para elevar la categoría de demo­rada a detenida.

Los investigadores esperaban que con este paso el resto de las piezas comenzaran a caer; estaban seguros de que fue planificado y Johan no fue una víctima elegida al azar.

EFECTO DOMINÓ

-Doctora, el equipo ya está a su disposición. Cuando usted reciba la orden del Juzgado, nosotros estamos listos para entrar. Puse a algunos de mis muchachos a vigilar la casa y, según ellos, los hermanos desde hace días que están ahí. Esperando que esto se enfríe, que la prensa deje de publi­car sobre el caso y asegurarse que no estamos encima de ellos. Por eso creo que este es el momento, no se van a espe­rar. Y lo más probable es que no movieron aún lo que robaron. Debe ser hoy, doctora.

-Estoy consciente de eso, comisario, sé. Pero también debo esperar los tiempos del juez de turno. Ya envié mi soli­citud de allanamiento e ima­gino que llegará pronto, tenga­mos un poco más de paciencia y que su gente no se mueva. Permanezcan atentos a cual­quier movimiento.

Cada minuto que pasaba para los policías era impor­tante, sabían que del otro lado tenían a camaradas que pensaban igual y podían tener una lectura precisa de cada movimiento que toma­rían si es que intuyeran el que fueran presas de cacería, solo eso estaba como consuelo. El hecho de que ambos policías no se hayan percatado de que los investigadores aún no des­cubrieron su identidad.

-¡Por fin! ¡Aquí está la orden, entren! –replicó la fiscal Recalde con voz imperante al comisario que dirigía al pelo­tón de agentes policiales que aguardan la voz de asalto.

De parte del jefe policial no hizo falta más que una seña con las manos, el pulgar arriba y el encargado de la primera cua­drilla pidió al primer anillo de policías que rodeaba la casa que avance sin parar y lo haga hasta tumbar la puerta si fuera necesario. La orden era dispa­rar, podían estar armados. Se acababan de llevar un arsenal y contaban con municiones para varias rondas de disparos.

En fila india, uno detrás de otro. Una orden de rendirse se escuchó calando en lo pro­fundo de la propiedad, solo el silencio respondió.

-Eabrí ñande pe okê, Julio! (¡abrí la puerta, Julio!) –exclamó el policía de mayor rango. El subalterno probó suerte, quizás no estaba bajo llave, pero no. Dos vueltas del seguro.

Una violenta patada al pica­porte y el metal perdió su forma, dos golpes más al cen­tro mismo de la manivela y lo siguiente que se escuchó fue el rechinar del hierro al desli­zarse por las bisagras que sos­tenían la puerta de madera.

-¡Policía, suelten sus armas! –gritó el líder del grupo, lo hacía al vacío. No veía a nadie. La casa parecía deshabitada, aunque si la abandonaron lo hicieron recientemente y eso resultaba inexplica­ble. Estuvo rodeada durante catorce horas y no pudieron salir o entrar sin que fueran vistos por ellos.

-¡Alto, alto, al suelo, carajo, al suelo dije! El líder escuchó la voz de su segundo al mando que provenía de atrás de la casa. Corrió con sus comanda­dos y llegar encontró a los her­manos Sarabia Galeano ren­didos en el suelo, con ambas manos por detrás de la cabeza y mirando al suelo.

-¡Excelente, arma! Nosotros nos encargamos de la casa, vos quedate con estos.

Cada rincón de la casa fue inspeccionada en busca de alguna evidencia que corro­bore la tesis sobre la autoría de la banda en el crimen de Johan; hasta que en el sitio menos habitual –al menos para un arsenal– encontra­ron la colección completa de Johan Maximiliano. Sus escopetas, rifles, pistolas y las municiones de variado cali­bre estaban bajo los cojines de un par de sofás. Cada una de ellas era retirada por los agen­tes que no lograban entender por qué en ese sitio, no podían disimular la sorpresa entre risas y bromas de mal gusto.

-Jefe, la casa fue puesta de cabeza. Es todo lo que hay, al parecer todas las armas de este hombre fueron recupe­radas. Lo completamos con la escopeta que no se llevaron, la que quedó junto a él. Lo que no hay ni rastros, jefe, es del dinero. Nada, ni un solo dólar.

EL DINERO SE ESFUMÓ

El botín –que en aquel enton­ces representaba unos cien millones de guaraníes– desa­pareció, no quedaron ni vesti­gios en la casa de los hermanos. Eso abrió dos teorías para pes­quisar en los investigadores:

La primera apuntaba a que solo habían transcurrido seis días del golpe y no era lo sufi­ciente para sacarse a la fiscal y a los policías de encima. No podían repartirse el dinero y ponerlo en circulación al cambiarlo porque llamaría la atención.

Para esta línea de investiga­ción existía una cláusula, la de la viveza. Solo en el caso que los policías Wilson y Cris­thian se hayan planteado la posibilidad de ser rastreados por inyectar una buena canti­dad de dólares, entonces fra­casaría seguir adelante con esa pesquisa.

La otra tesis es la ruptura, muy común en grupos gran­des y cuando hay un poso grande como el que obtu­vieron. Esta hipótesis con­sistía en que los dos policías abandonaron a los hermanos, decidieron separarse después del crimen. Quizás a uno de ellos se le pasó la mano al eje­cutar a sangre fría al alemán y rompieron vínculos.

Tan fuerte fue la discusión que los policías Wilson y Cristhian se pudieron que­dar con el dinero y a los her­manos los dejaron con el lote de armas, y eso costará ubi­car en el mercado negro por la falta de registros. De ahí la inexperiencia de permane­cer tanto tiempo en una casa y ocultarlas bajo un par de sofás. Además que al comer­ciarlas nunca podrán obtener algo cercano al dinero que les tocaría si repartían los dóla­res entre todos.

Sobre esto último existía una esperanza para los investiga­dores. Un quiebre que debían aprovechar, tal vez uno de los hermanos confiese, recupe­ren el dinero y atrapen a los policías corruptos.

Continuará…

Etiquetas: #migrante

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