Un jubilado alemán decidió vivir en Paraguay a finales de los ochenta, formó una familia, escuchó recomendaciones de cómo afincarse de la manera más segura y disfrutar del retiro, pero algo sucedería varios años después y la resolución tomaría su tiempo.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

A mediados de agosto del año 2004, la tranquilidad del departamento de Cordillera conjugaba lo que muchos extranjeros encontraban en el país como la oportunidad para el retiro luego de la jubi­lación. Esta es la historia de Johan Maximilian Anton Reiser, un ingeniero fores­tal oriundo de Neumarkt, un poblado del estado de Baviera, Alemania.

EL RETRATO

Era un hombre alto, de bigote tupido y que cubría todo el labio superior regándolo hasta las comisuras de sus labios, cuyas puntas termi­naban flanqueando como sol­dados ingleses a una impo­nente y poderosa barbilla. Su cabello era oscuro y rodeaba la cresta del cráneo dejando despejada su amplia frente. En sus ojos guardaba, quizás, el mayor misterio. De pupilas grandes y negras, sus gran­des párpados prácticamente no dejaban ver y algo retira­dos entre sí por la prominente nariz que se extendía en su largo rostro. Johan ocultaba una mirada amistosa aunque igualmente intrigante.

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Uno podía imaginarse que más allá de la sonrisa que inmortalizó en su documento de identidad, de ponerse serio o rígido de carácter, podía exhibir una mirada que aus­cultaba su interlocutor.

Pisó suelo guaraní por pri­mera vez cuando estaba a punto de ebullir en lo polí­tico-social el mismo mes al que nos conducirá esta his­toria –agosto–, pero de 1988, poco antes de la caída de la dictadura de Alfredo Stroess­ner luego de una treintena de años de aquel régimen militar genocida.

TRANQUILO RETIRO

Johan tenía 56 años cuando todo sucedió. Para empren­der sus sueños dejó a sus hijos en Europa. Ya que todos se valían por sí mismos, decidió que era momento de empren­der el retiro. Los cuarteles de invierno lo llevaron a dedicarse a una vida algo más aplacible en Sudamérica. Le recomendaron Paraguay, puntualmente la ciudad de Piribebuy, a poco más de 70 kilómetros de la capital del país. Una ciudad que regis­tra épicas gestas militares, escondía en parte –de una de las acepciones de su nom­bre– algo de lo que viviría en poco tiempo, escalofríos, pirĩ.

Johan no solo tomó aque­lla recomendación de insta­larse en esas tierras por la excesiva tranquilidad que se percibía, sino también la de ser un paraguayo naturali­zado luego de años de convi­vencia. Conoció a una mujer y se enamoraría de ella, Julia Galeano Barrientos. Más tarde se casarían y pasarían a vivir juntos; sus paisanos le aconsejaron a Reiser crear su propia fortaleza.

Para construir su casa siguió la misma recomendación, murallas altas que no dejen ver la intimidad, una fortifica­ción impenetrable por segu­ridad. Conocían de muchos casos donde el blanco fácil eran los migrantes jubilados y entendía que no podía ser la excepción. Pero así como fue su fuerte, fue su debilidad…

EL DRAMA

Un día domingo 14 de agosto del año 2004, Julia llegó a la casa y Johan no estaba solo. Se metieron a la casa un grupo de hombres, encapuchados y armados, gritaban, eran vio­lentos. Querían dinero.

Julia quedó en silencio, tal vez el terror la neutralizó. Vio unas manchas que pare­cían sangre y la orientaban a las habitaciones; todos sus temores retornaron. El con­suelo de que todo termina­ría al darles lo que querían se desvaneció; ellos se habían quedado con algo mucho más valioso.

Johan estaba tendido en el suelo, muy cerca de la cama, inmerso en su sangre, jadeando. Las burbujas del poco oxígeno que le queda­ban atestiguaban que se aho­gaba por las múltiples heridas de proyectiles que aquellos intrusos le provocaron. Su pulsación se hacía débil y la vida se le apagaba. Los rastros de sangre que comenzaron en la puerta de ingreso la con­dujeron hasta la habitación matrimonial. Johan murió.

Por donde Julia conducía su desesperaba mirada la casa le mostraba un escenario de lucha tenaz, quizás Johan no se entregó fácilmente, estaba segura de que peleó con deter­minación. No era un hombre capaz de entregarse fácil­mente y lo describían como bastante obstinado. Julia imaginó que los verdugos de su esposo buscaban un ele­mento particular, y Reiner se negó a entregarlo, lo tor­turaron y su tenaz obsesión por no hacer las cosas simples provocó una furibunda reac­ción de los ladrones.

Ellos buscaban algo de valor, solamente así se explica por qué revolvieron todo el sitio en busca de ello hasta llegar a una caja fuerte y un arsenal de colección. Al no colaborar Johan, lo asesinaron.

Todas las puertas estaban violentadas, al menos las que están dentro de la casa. Julia se mostró desesperada, pero eso no la nubló y pudo notar algo muy particular. Sobre uno de los sofás quedó una escopeta que pertenecía a Johan. Esa arma no llevaron y no comprendía el porqué.

Los delincuentes escaparon, ella corrió a la puerta a ver el camino que habían tomado, fue uno bastante acciden­tado de mucha tierra, donde el automóvil ejerció toda su furia mecánica para decolar al horizonte entre al espesa maleza de un monte aislado y sombrío.

UN MENSAJE EN EL CUERPO

Julia estaba sentada en uno de los sillones cuando la policía de la ciudad llegó a la casa. Llamaron a la puerta y cuando fue a abrirles ella tenía una mano puesta en la cabeza, les dio paso amable­mente aunque con dificultad porque aún sollozaba.

-¿Qué le sucedió a usted, señora? –preguntó el jefe de policía al notar que la mujer no bajaba la mano de la cabeza y no dejaba de mirarlo.

-Los ladrones me pegaron comisario –dijo Julia para luego desviar la mirada al suelo.

Apenas escuchó eso, el jefe policial se percató de que aquello fue un escenario de una brutal acción. No fue un robo simple, de aque­llos donde los ladrones se meten a buscar directa­mente lo primero que ven de valor y escapan rápida­mente para evitar ser atra­pados. Sin embargo, algo no encajaba.

Solo las puertas internas estaban cerradas y aquello era una fortaleza de un muro de ladrillos casi impenetra­ble, lo que casi fue para dejar en claro que alguien sí puede ingresar, pero debería tre­par los más de 10 a 15 metros de altura que tiene la mura­lla perimetral y no solo eso. Johan debió verlos llegar a la casa porque el terreno para llegar hasta el pórtico era bas­tante extenso.

Todo eso se imaginaba el poli­cía, sin dejar de mirar a Julia. No comprendía cómo es que se mostraba tan tranquila, serena, no había lágrimas, pánico ya sea por la muerte violenta de su esposo, su herida en la cabeza y el shock que presenció. Algo más suce­dió en este lugar, se dijo el hombre mientras escaneaba la escena con los ojos como queriendo reproducir cada instante de lo que sucedió, no quería quedar contami­nado por sugerentes prejui­cios, pero algo dentro de sí le decía que en ese sitio faltaba algo más que dinero.

-Dígame, Julia, ¿su esposo hace cuánto está en el país? –preguntó de nuevo el jefe de policía.

-Desde finales de los ochenta, señor. Aún no lo conocía. Nos hicimos novios después. Él se jubiló en Alemania y solo sé que vino a descansar a nues­tro país y pasó esto –men­cionó Julia.

-¿Y qué fue lo que sucedió cuando usted llegó a la casa¿, ¿qué vio? -retomó la crónica del caso el jefe policial luego de aplicar una pequeña téc­nica de pausa empática para ver si la mujer lograba rela­jarse; la notó un poco tensa.

-Yo entré y vi rastros de san­gre, luego sentí que me pega­ron en la cabeza y me tira­ron al suelo, a mi marido ya no le vi, señor. Ellos esta­ban buscando algo, por eso rompieron las puertas. Aun­que ahora que recuerdo mi marido tenía amenazas, comisario, alguien lo estaba amenazando y desde hace meses que lo hace –concluyó la mujer mientras entrela­zaba sus dedos para mante­ner la concentración en su relato.

-¿Y cuántos hombres eran? ¿Cómo eran ellos, recuerda eso?

–replicó el jefe, esta vez algo más enérgico. Si bien el último dato sobre las amena­zas que mencionó Julia eran útiles, él no se los pidió y sin­tió como un cierto direccio­namiento a una coartada. El policía comenzaba a dudar de la mujer.

-No sé, comisario, no sé cuán­tos eran, dos o tres, no sé. No les pude ver…

UNA SEGUNDA OPINIÓN

El comisario se detuvo en su improvisado interroga­torio. Acabó de obtener una primera impresión aunque dudaba de que ciertos deta­lles le condujeran a una pre­cipitada decisión. Lo mejor para el policía fue buscar una segunda opinión, una suerte de interconsulta, para sen­tirse seguro del diagnóstico que tenía. Lo mejor era acu­dir junto a la fiscal del caso, que ya estaba en la escena del crimen, la agente Liz Marie Recalde.

-Hola, doctora. Tengo ciertas dudas con respecto a lo que pasó aquí. Mire, esta mujer, Julia, la esposa de la víctima, asegura que llegó a la casa y se encontró con los supuestos ladrones. Estos la atacaron propinándole un golpe en la cabeza, esto no la dejó incons­ciente y ella logró ver rastros de sangre desde la entrada principal y que conducían a la habitación, dijo que su pre­sunción era que lastimaron a su esposo. Luego dijo que estas personas revolvieron la casa buscando algo, se lleva­ron lo que querían, cree que dinero y armas de colección, y luego escaparon utilizando un descampado por detrás de la propiedad.

-Entiendo, y ¿cuál es su duda, comisario? –preguntó la fis­cal prestando atención al relato del policía.

-Bueno, hasta ahí parece tener sentido, pero estos detalles no me cierran:

Lo primero es que nues­tra víctima tiene nueve dis­paros, tres en el tórax lado izquierdo, uno más en el lado derecho, otro impacto en el hombro derecho, un balazo en el abdomen lado derecho y otro proyectil por encima de la rodilla derecha, y sin dudas los últimos tiros leta­les son los que más me llaman la atención. Son tres dispa­ros en la cabeza y en secuen­cia. Lo ejecutaron, doctora. Este hombre probablemente identificó a sus atacantes o se trató de una venganza. En el caso de que lo mataron para no dejar testigos, ¿cómo es que fueron tan violentos con él y a ella solo la golpearon? Y hay más, ella no puede cuan­tificar a los atacantes y estaba consciente, la dejaron sen­tada en un punto de la casa mientras recorrían, tampoco los pudo ver. Julia sabe algo más, doctora…

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