Por Pepa Kostianovsky

El capítulo de hoy de “Aldea de penitentes” nos lleva a otra situación que en tiempos de la dictadura de Stroessner era muy frecuente: la compra por poco dinero de propiedades de muchas hectáreas pertenecientes a quienes habían “caído en desgracia” por parte de los cercanos al dictador, como el caso del coronel Cuenca. Junto con las tierras, el nuevo propietario tenía a su merced a los trabajadores del lugar como el capataz y su familia. Y así conocemos a Antonia, la niña “afortunada” que pasa a servir como niñera en la casa de la familia del coronel.

Después de diez años de exilio, José Félix Ferreira –quien había recibido La Victoria como parte de la herencia de su madre– no tuvo alternativa de venderla por tres monedas, ya saqueada y depredada por los abigeos de la zona.

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El afortunado comprador de la estancia fue el coronel Elizardo Cuenca. Apenas terminados los trámites, instaló allí su ya considerable rebaño, descaradamente remarcado con la CBC, que hasta entonces mantenía esparcido por un par de campitos cercanos.

Clota pretendía que el establecimiento fuera “rebautizado” en su homenaje, pero hubo que conservar el nombre original por especial sugerencia de Stroessner, quien participó de los festejos de posesión y bendiciones de La Victoria esparcidas por el mismísimo arzobispo.

El inventario incluía a Obdulio Mereles, capataz y hombre de confianza de Ferreira, que no dudó de las ventajas del cambio de amo. Se apuró a pedirle a la flamante patronita que fuera madrina de sus dos últimos hijos y de paso –para fortalecer el vínculo– incluyó en el paquete a los mayores

–hasta entonces ahijados del defenestrado Ferreira– y a Antonia, retoño precoz que su mujer había aportado a la familia y así fue reconocida, inscripta en el Registro Civil, dotada de apellido y bendecida con las aguas de bautismo.

Clota insistió en llevarse a la chiquilina, en quien los rasgos delicados denotaban marcada diferencia con el resto de la prole, desgraciada con los genes paternos, a excepción de una hembrita cuyas espesas cejas la identificaban con don Ferreira. La madre –en su sabiduría– aceptó las condiciones. De otro modo, el destino de la niña sería “pasar por las armas” de su propio padrastro y reemplazarla a ella misma con su carne joven.

Obdulio no podía oponerse al pedido de la nueva patrona, quien además prometía educación, catecismo, techo, vestido y mesa.

Antonia Mereles fue feliz en los años que vivió con los Cuenca como criada y niñera de las hijas del matrimonio. El trabajo de atender a las nenas y lavar pañales era para ella un juego comparado con su pesada rutina anterior, en la que además acosaban hambre, miseria y frío. En la Villa podía hartarse de leche, endulzar sin límites el mate cocido y ahuecar los enormes galletones para llenarlos con miel y devorarlos mientras las gotas brillantes se le escapaban por las comisuras.

Adoraba el uniforme azul con el que Clota la empaquetaba para los domingos y ocasiones especiales, las tertulias con Rosalía, y ni hablar de los viajes a Asunción para fiestas y reuniones familiares, donde tanta abundancia y algarabía no le permitían advertir su condición. Ya de vuelta, acostada en el catre entre ásperas sábanas de lienzo, fastidiaba a la cocinera con sus relatos fantásticos hasta que la otra imponía silencio. Y se quedaba dormida como una reina.

Los gritos y hasta los ocasionales bofetones repartidos por Clota eran lloviznas de verano para Antonia, que en su cuerpo y en su memoria guardaba huellas de las tormentosas borracheras de su padrastro.

Cuando a fines de febrero recibió el delantal blanco no podía creerlo. Rosalía la ayudó a calzarlo, prendió los botones e hizo el lazo en la cintura. Luego colocó el moño sobre el cordón que recogía sus cabellos y la invitó a mirarse en el espejo del vestíbulo.

-Decile gracias a tu madrina –ordenó Rosalía.

Pero ella tenía un nudo en la garganta. Solo atinó a acercarse y besar la mano de Clota, que sonreía orgullosa de su inmensa bondad.

-Tenés que agradecerle a la Virgen que te da la oportunidad de ir a la escuela. Rezá mucho y sé dedicada y estudiosa para aprender todo lo que te enseñan. Mirá que San Alberto castiga a los desobedientes y desagradecidos.



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