• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y política

En las últimas décadas hemos padecido un notorio declive intelectual y una lamentable y triste decadencia moral. Los destellos de talento y el ingenio innovador son apedreados por la multitud de mediocres e impostados iconoclastas, quienes, en su distorsionada imaginación, se consideran superiores al resto de los humildes mortales. Habitan en el mundo de la autocomplacencia sectaria con otros integrantes de la cofradía que sobreestiman sus conocimientos y habilidades. La divergencia ideológica es una de las razones más comunes para la cancelación. A razón simplemente de la línea nefasta que marca el maniqueísmo. La tecnología, que debió integrarnos al mundo, solo nos sirve para prolongar nuestra agonía de isla rodeada de tierra. No la percibimos como una herramienta para democratizar el saber, sino como un canal para excretar odios y resentimientos. Los pocos que en los años recientes lograron llevar la fama más allá del río son miembros de círculos tan exclusivos –como si evitaran la contaminación exterior– que se vuelven, igualmente, imperceptibles.

Desde la muerte de Augusto Roa Bastos –poniendo la literatura como ejemplo– ningún poeta o narrador ha sobresalido en el firmamento universal. Y eso que el creador de “Yo el supremo” tiene impenitentes detractores en esta aldea insular. Gracias a que Roa y Elvio Romero, nuestro máximo exponente de la poesía, emigraron a Buenos Aires, aunque forzosamente, pudieron eludir ser víctimas del innoble deporte nacional de intentar detener y destruir a los que están subiendo. En lo académico está emergiendo una franja joven que analiza la realidad desde una perspectiva científica bien sólida. Pero son relumbrones que todavía no han logrado constituir un bloque generacional –el individualismo nos devora y el egoísmo nos debilita– para instalar su prestigio en el continente. ¿Hay una contradicción entre esta afirmación y lo planteado inicialmente? No. Porque después ya queda muy poco o prácticamente nada.

Los medios de comunicación, ignorando su función de educar, han priorizado la diatriba, el escándalo y los negocios con el poder (salvo ahora) por encima de los mensajes y contenidos culturales. De esta última relación cuelgan sus opiniones. Intereses creados que le llaman. No importa la vocinglería de los tartufos, esa es una realidad incontrovertible. Ahora mismo, basta con hojear las montañas de diarios amontonados en los archivos de sus respectivas empresas para verificar cómo algunas declaraciones con verbos condicionales son publicadas a grandes titulares como una certeza irrebatible. Tal vez los expertos en medios y en lingüística puedan calificar esta alteración semántica y ponerle un nombre específico. O, probablemente, ya lo hicieron. Es para afinar el adjetivo, que no sea que caigamos en un “ataque a la libertad de expresión”.

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La devaluación ética arremete con idéntico ímpetu contra la política y el periodismo. Ha inficionado históricamente los tres poderes del Estado. Las rarezas de ejemplares honestos, una especie en extinción, sobreviven acosadas por la soledad y el ostracismo. Si la corrupción es hoy crónica y sistémica –tanto material como intelectualmente–, el remedio más rápido, sencillo y efectivo es guillotinar la impunidad. Ese es el único legado duradero de un jefe de Estado. Al doctor Eligio Ayala no lo recuerdan por grandes obras –que para el pueblo no tienen propietarios–, sino por su austeridad y por haber candadeado el Ministerio de Hacienda para impedir el manoseo de los recursos públicos de parte de sus propios correligionarios. Lo mismo puede decirse del doctor Blas Garay, quien “no encontró entre sus compañeros la consideración debida a sus altos merecimientos”, en brillante exposición de Silvano Mosqueira; sin embargo, “bajó a la prensa, empuñó el látigo vengador y castigó a los delincuentes sin piedad”. No fueron sus libros, sino el diario La Prensa, que había fundado en 1898, “el pedestal de su inmortalidad”. Y concluye: “Fue un patriota incorruptible, en cuyo civismo podía fiarse los destinos mismos de la república”.

La credibilidad del periodista no está en relación directa con el nivel de su audiencia, real o inventada. No se trata, la credibilidad, de cuánta gente los ve, lee u oye, sino de la capacidad de influenciar en la conciencia colectiva, con sus ideas o preferencias políticas. Esa autoridad para convencer es la que, finalmente, determina la confianza que les tiene la ciudadanía. Las campañas dirigidas por quienes están cotidianamente en la vidriera de los llamados grandes medios han experimentado sucesivos fracasos e igual número de derrotas electorales, atendiendo a que apostaron por candidatos que perdieron. ¡Ah! Pero sumando todos los votos de los demás partidos, el que ganó tiene minoría es el argumento. Es cierto, lo mismo pasa también con el tan endiosado rating, comparando porcentuales. La deshonestidad intelectual es tan dañina para la sociedad como el latrocinio en perjuicio del Estado, donde los sectores público y privado danzan al ritmo de la inmoralidad.

En el campo político la descomposición moral embadurnó el rostro de una mayoría que no solo decepciona, sino que duele como país. Porque el privilegio de los pocos es la miseria de los muchos. Del nivel intelectual, ni hablemos. Y no estamos reclamando la ilustración de los novecentistas, sino, simplemente, un mínimo de razonamiento y elucidación lógica. Una minoría, al menos, habla correctamente el español. Que, de por sí, ya es un buen adelanto. Por lo demás, hay que esperar todavía un buen tramo. Buen provecho.

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