• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Negar que la corrupción expandió sus células cancerígenas a todo el Estado, a la sociedad civil y a los medios de comunicación sería el más grande acto de hipocresía. El sector privado no está libre de pecado de este maldito flagelo que condena a los pobres a la miseria y destruye a las instituciones. Nuestras tan folclóricas “publinotas” –contraprestación a cambio del generoso avisaje fiscal–, con preguntas confeccionadas a medida del personaje entrevistado, no son sino una forma encubierta de soborno. O, como mínimo, una indecorosa concesión ante la deshonestidad intelectual.

Durante la administración de Mario Abdo Benítez callaron brutales malversaciones y desvíos de fondos públicos o el crecimiento patrimonial de la empresa proveedora de asfalto del entonces mandatario. Y cuando las denuncias se presentaban irremediables apenas fueron esporádicas. Pantallazos de uno o dos días, lejos de aquellos días memorables de sagaz persistencia y rabiosa obstinación de sabueso rastreador. Todos los crímenes en contra del erario o Tesoro fueron ignorados con la dulcificada complicidad del silencio. Claro, en su bastardo concepto de la ética periodística, ahondar en ese estercolero de latrocinios significaría, en sentido contrario, facilitar las chances electorales de sus enemigos políticos.

Ante ese dilema construido con sofismas, se prefirió el camino de la noticia travestida de propaganda y parcialización de los hechos. Alguien tuvo el ingenio de incorporar un quinto jinete del Apocalipsis: la desinformación. A veces, tan tosca y burda; otras, cuando deliberadamente, se excluye el sonido de la otra campana. La credibilidad, por tanto, fue destruida desde adentro. No fue pulverizada por un factor exógeno. Más allá de los micrófonos, de una sala de redacción o de un estudio de televisión –ya lo dije antes– hay un público que nos escruta con ojos críticos y nos juzga a todos por igual. Y no hay torre de marfil para escapar de su veredicto.

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En una democracia, la ciudadanía puede contrastar las publicaciones mediante la variedad de medios de comunicación. La información, en su definición clásica, nos proporciona los datos necesarios para tomar decisiones o precauciones. Solo que la sociedad aprendió a seleccionarla según su propia comprensión y entendimiento. Ya no se deja engatusar por el bulo. Una campaña electoral atípica, sin mucho bullicio, no tuvo, sin embargo, el epílogo que muchos deseaban afanosamente: que ese silencio se transformara en voto castigo a los candidatos del Partido Nacional Republicano. Y tampoco puede reducirse la victoria de Santiago Peña a la propuesta de derogar un convenio de nuestro país con la Unión Europea, como pretendió fundamentar un colega a quien le tengo mucho respeto y estima, más allá de nuestras encontradas posiciones. A ese análisis también deben incorporarse las eventuales virtudes del candidato colorado y los visibles errores de la oposición. Ese reduccionismo simplificado y constante de nuestra realidad política es el follaje que impide la aproximación certera a un nivel superior de conocimiento. La ciencia queda subordinada a la emoción.

El presidente de la República, Santiago Peña, debe ser consciente de que las dos grandes cadenas mediáticas (de Natalia Zuccolillo y Antonio J. Vierci) están decididas a subrayar los desaciertos y vicios del presente (como debe ser), pero no a desenterrar o desempolvar la corrupción del pasado (como no debería ser) por una actitud exclusivamente política. Consecuentemente, el mandatario tiene que ordenar una minuciosa investigación y sacar a luz toda la suciedad del gobierno que acaba de irse. Ante la contundencia de las pruebas, estos medios no tendrán más salida que exponerlas ante la opinión ciudadana. No percibo muchas ganas de que lleven adelante esa misión periodística por propia iniciativa, como sí lo hicieron con gran entusiasmo en tiempos idos.

El escándalo delictivo que involucró a cinco miembros de la Policía Nacional es un indicador que Peña no debe tomarlo como un hecho aislado. Es una señal inequívoca de que, para muchos, los presidentes pasan, pero el sistema perverso permanece. Hay una estructura corrupta que desmontar. Con mano firme. El Poder Ejecutivo no debe ceder ante los chantajistas y extorsionadores de siempre. Aquellos que, desde sus bancas de diputados y senadores, le ofrecen garantizar la gobernabilidad a cambio de ubicar en puestos clave a sus recaudadores de turno. Para ello, es un imperativo que empiece a remover la basura acumulada en todos los entes y organismos del Estado, con especial énfasis en las binacionales Itaipú y Yacyretá, antes que la desinformación haga metástasis. La patria, agradecida. Buen provecho.

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