• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

El poder es el sitio donde menos se aprende de la experiencia. Cada uno llega con su manual de recetas infalibles para reescribir la historia desde el año cero. Sobre una tabula, que la cree rasa, imprime sus primeros garabatos, ignorando los saberes previos que son intrínsecos a la política. Y desconociendo toda la arquitectura de lo andado y su extraordinaria riqueza de lecciones significativas, aquellas que nos ayudan a resolver los conflictos de la realidad y a replantear conceptos, modificando –incluso– las propias ideas, ante la irrebatibilidad de las nuevas evidencias. Pero no, con inquebrantable terquedad se desbarrancan donde otros ya cayeron, deambulan en la oscuridad donde otros ya se perdieron y calcan errores que otros ya cometieron. Y algunos con la agravante de la consciente reincidencia, presumiendo de la intocabilidad que antes concedía refugiarse bajo los pliegues de los gobiernos de turno. Renuncian a interpretar los códigos de un nuevo tiempo,

La adulonería suele ser el combustible que inflama por igual a emisores y receptores. A cortesanos y emperadores. A entornos y presidentes. Los primeros, para apropiarse de los privilegios del poder, despliegan un empalagoso discurso sobre bondades inexistentes y los segundos para rellenar sus carencias de carácter y virtudes. Algunos reyes sabios, sin embargo, se rodeaban de asesores sabios. Y con los bufones de la corte se divertían.

Aquí ocurre al revés. Es la genuflexión abyecta, que traspasa todas las categorías académicas y sociales, la que se incorpora como ojos y oídos del jefe de Estado, abdicando de toda integridad intelectual para advertirle que su cargo tiene fecha de caducidad. El producto final y visible es un mandatorio encapsulado en sus propias debilidades y encandilado, porque así lo prefiere, por las luces que su círculo le fabrica a medida de sus infatuados espejismos de presunta grandeza. Sin una pizca de autocrítica, sus opciones de redención adquieren la misma medida.

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Por lo general, son los políticos transformados en “asesores” -desplazando a los que realmente saben- los que ejercen una mayor influencia negativa en los presidentes. Son los que minimizan o justifican los errores desde las falacias y los sofismas, recurriendo al “realismo político”, mientras supervaloran los resultados por más escasos que sean. Viven en un ambiente de proselitismo permanente, transforman la gestión pública en plataformas de supervivencia y se afanan en sepultar las ineficiencias y desprolijidades con un discurso triunfalistas, (los verbosos, de Teofrasto), aprovechándose de la vanidad y/o la insuficiencia intelectual del aconsejado. “El interlocutor –añade quien fuera alumno de Platón– no tiene tiempo ni de respirar”. El monólogo intransigente obstaculiza cualquier otra contribución.

Luego vienen los técnicos, quienes muchas veces pecan de omisión, pues no se animan a intervenir más allá de los límites de sus circunferencias. No son capaces de defender sus propias posiciones ante la primera insinuación en contrario del gobernante o su círculo íntimo. Se encierran en la frialdad de los cálculos, proyecciones y estadísticas, pero sin la necesaria visión política para interpretar la realidad. De ahí proviene la mayoría de los fracasos de los administradores temporales del Estado. En tiempos normales, los beneficios de una macroeconomía exitosa no siempre incorporan a los grupos sociales que, desde hace décadas, vienen perpetuando su condición de pobreza. Desde el inicio de este gobierno, los cálculos que anticipaban nuestro crecimiento económico fueron rebatidos por la crueldad de los números. Por ello, la ciudadanía le ha retirado toda garantía de credibilidad.

De los que poseen una mirada evaluativa crítica de las coyunturas solo diremos que son los etiquetados como “pesimistas”, porque pintan el paisaje del crudo color que no quieren ver las autoridades. Es más agradable sumergirse en los placeres de los elogios que digerir la reseña oscurecida de una gestión. Aunque esa reseña tenga el propósito de enderezar el rumbo torcido de una política encaminada hacia la catástrofe. La nuestra es una descripción general de los comportamientos, y sus diversos protagonistas, que se manifiestan en los espacios de poder. De la actitud permanente y pública del señor Abdo Benítez, y de los pésimos resultados de su gobierno, es justificado pensar que esa experiencia es la que domina su gobierno. Un gobierno marcado por la mediocridad, la corrupción, la incompetencia y la insensibilidad social.

La soberbia es la expresión más cínica del autoritarismo. Se disfraza con las reglas de la democracia, pero desprecia sus valores. Fue el rostro que el presidente eligió para su gobierno. Desperdició la oportunidad para reivindicarse ante su pueblo y ante la historia. Pensando ser original terminó escribiéndola sobre las huellas del pasado, menospreciando el dolor de miles de familias paraguayas. Fruto directo de la dictadura estronista, y de los privilegios para sus incondicionales, pudo más el peso del resentimiento y la opinión de los adulones que la sabiduría del buen gobierno. El tiempo se encargará de confirmar el veredicto ciudadano de dura condena. De la nefasta experiencia de Marito debería aprender el próximo presidente para hacer exactamente al revés. Buen provecho.

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