- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
La política es una totalidad. Enjuiciable críticamente desde la praxis, esto es, la teoría extendida como acción para transformar una realidad o reproducirla para que nada cambie. Aunque muy repetido, un axioma siempre válido. No existe un tema excesivamente pequeño o demasiado complejo que el debate deba rehuir. De los hechos aparentemente más insignificantes surgieron las más grandes tragedias o las mayores conquistas del hombre para la humanidad. Es, ante todo, un campo de problematización constante. Por ejemplo, a mediados de los 80, por un acto administrativo rutinario, el entonces Ministerio de Justicia y Trabajo reconoce a la Asociación de Enfermeras y Trabajadores del Hospital de Clínicas, liderada por la emblemática Elsa Mereles, cuya memoria fue borrada por la ingratitud de sus antiguos compañeros y una sociedad que todavía no aprendió a reconocer a sus héroes civiles. Sus primeras tímidas demandas fueron por mejoras salariales. Hacienda era el lugar de encuentro para expresar sus reclamos. Hasta que el 24 de abril de 1986, ante la rotunda negativa de la dictadura, ya sumados médicos y estudiantes, y con un inesperado cuan sorprendente apoyo ciudadano, Asunción se convierte en escenario de la más formidable movilización que vio mi generación.
En la omnipotencia del poder absoluto, el dictador compara al viejo hospital-escuela con el “pelo de un conejo”. Se negó a validar la magnitud del problema, pero, por otro lado, en una clara contradicción, los dirigentes más visibles de Clínicas y de la Facultad de Medicina eran sistemáticamente apresados. Detenciones arbitrarias que incluían apremios físicos. Rodeado de la empalagosa adulonería que edulcoraba su soberbia, Stroessner tampoco se complicó en evaluar, ya lo dijimos, un hecho inédito de los últimos años: la gente, desde sus casas o veredas, aplaudía y vitoreaba a la multitud que, a sus exigencias de un presupuesto más justo, ya había añadido a las protestas las temibles palabras “democracia, justicia y libertad”. No fue una revolución, pero sí una rebelión, en la definición de Paulo Freire. Desde nuestra visión de testigos presenciales, creemos que fue un punto de partida. El inicio de un proceso que concluiría el 2 y 3 de febrero de 1989. En el diario en el cual trabajaba en ese tiempo, escribí: “Un viejo mito se había roto, el miedo”.
El ejemplo se extendió más de la cuenta, pero consideramos que vale la pena para remover lo que se ha extraviado en los recovecos de la desmemoria; para certificar que los hechos más pequeños de la burocracia administrativa merecen el debate público, y, por último, en una democracia la resistencia y las denuncias son incompletas sin propuestas y creatividad. Propuestas creativas que superen los altisonantes moldes de las recetas importadas o los discursos sin plataformas que se evaporan según los caprichos de la lógica mediática.
Tiene razón el joven analista Héctor Gayoso, en un artículo publicado en un periódico digital, cuando critica a los que “hacen de la denuncia el único modo de intervención pública”. En líneas precedentes ya explicamos el porqué. Y es aquí donde es oportuno rescatar las ideas vitales del autor de “La educación como práctica de la libertad” y “La pedagogía del oprimido”, cuando defiende y reivindica lo utópico, no como un ideal irrealizable, sino como “la dialectización de los actos de denunciar y anunciar, el acto de denunciar la estructura deshumanizante y de anunciar la estructura humanizante (…). Por esa razón, la utopía es también un compromiso histórico”. A la denuncia, en un proceso dialéctico permanente, debe añadirse el anuncio.
¿Somos una sociedad deshumanizada? Totalmente. Vivimos contemplando los laberintos de nuestro propio ombligo (Eduardo Galeano). Percibimos las deformaciones estructurales que nos duelen, pero no las asimilamos en el sentido crítico “de la toma de conciencia”. Obviamente, sin el acto de la “acción-reflexión”, sin la praxis, las denuncias se agotan en la nada.
La política es una totalidad internamente coherente. Aunque este artículo parezca atorado en la década de los setenta, en su visión anticipadora de la realidad, Freire ya describía y nos advertía, cincuenta años atrás, sobre los lugares comunes en las redes sociales: “El ser alienado no busca un mundo auténtico. Esto provoca una nostalgia: añora otro país y lamenta haber nacido en el suyo. Tiene vergüenza de su realidad. Vive en el otro país y trata de imitarlo y se cree culto mientras menos nativo es”. Sin la dialéctica denuncia-anuncio, sin la “conciencia transformada en concientización”, seguiremos naufragando en el mismo río, desafiando, incluso, la sentencia de Heráclito. Todo permanecerá igual, aunque se incendie el país detrás del teclado. Buen provecho.