El sueño de comunicarse directamente con las máquinas a través del pensamiento parece ahora al alcance de los humanos, aunque llevarlo a la práctica sigue lejos de lo que ha imaginado la ciencia ficción y las promesas de la telepatía. Varios laboratorios y empresas han demostrado que es posible controlar programas de computadora a través del pensamiento gracias a implantes cerebrales. Y viceversa: se puede estimular el cerebro y obtener una respuesta física.
Las últimas hazañas hasta ahora: en Lausana, Suiza, en mayo, un holandés parapléjico logró caminar y controlar sus pasos con el pensamiento gracias a electrodos en el cerebro y la médula espinal y tecnologías de inteligencia artificial que permiten decodificar intenciones de movimiento en tiempo real.
Ese mismo mes, científicos estadounidenses desarrollaron un “decodificador de lenguaje”, que traduce el pensamiento de una persona en escritura, después de entrenar el cerebro durante largas horas en un aparato de resonancia magnética (RM). Por ahora, la investigación sobre las interfaces cerebro-máquina (ICM) se centra en las personas con parálisis. Y la mayoría de los dispositivos se prueban en un entorno médico, aunque algunos se usan con más frecuencia en la actualidad.
“Nosotros utilizamos los ‘Utah Array’ (implantes de la empresa Blackrock) en el laboratorio, funcionan. Conozco personas que los usan para manejar sus sillas de ruedas”, cuenta Michael Platt, profesor de neurociencia en la Universidad de Pensilvania.
Cerebro rebelde
“Pero al cerebro no le gusta que le pongan cosas dentro. Entonces el sistema inmunológico ataca estos dispositivos (...) y con el tiempo la calidad de la señal disminuye y se pierde información”, explica el experto. Cuanto más cerca estén las ICM de las neuronas, más precisa y rica será la señal. Pero su colocación requiere cirugías complicadas, costosas y engorrosas, de durabilidad poco probable a largo plazo.
La start-up estadounidense Synchron apuesta por un stent insertado en el cerebro a través de la vena yugular, según un procedimiento quirúrgico común para las operaciones de corazón que no requiere abrir el cráneo. Una vez colocado, el Stentrode, como se llama el dispositivo, permite al paciente usar servicios de mensajes como la plataforma WhatsApp o navegar en línea sin manos ni voz, haciendo clic con el pensamiento.
“Estamos en un punto de inflexión para las ICM”, asegura Tom Oxley, cofundador de Synchron. “Ha habido demostraciones increíbles de lo que es posible y ahora el objetivo es hacer que el proceso sea reproducible, simple y accesible para un gran número de personas”, destacó.
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En 2021, Synchron fue autorizada por la agencia de medicamentos de Estados Unidos, la FDA, para realizar ensayos clínicos. Una docena de pacientes con enfermedad de Charcot (una parálisis muscular progresiva) recibieron un Stentrode. “El objetivo era verificar que pudiéramos registrar la actividad cerebral y que no hubiera efectos adversos, incluso después de un año”, sostiene el doctor David Putrino, del Hospital Mount Sinai de Nueva York.
Misión cumplida, dice. Y para los pacientes, incluso si “teclear” un mensaje sigue siendo lento y trabajoso, recuperar cierta autonomía no tiene precio. Con el apoyo particular de los magnates tecnológicos Jeff Bezos (Amazon) y Bill Gates (cofundador de Microsoft), Synchron recaudó 75 millones de dólares en febrero.
Telepatía
Más conocida gracias a Elon Musk, su cofundador, la firma Neuralink quiere hacer que los pacientes paralíticos vuelvan a caminar, devolver la vista a los ciegos e incluso curar enfermedades psiquiátricas como la depresión. Y también potencialmente vender su implante a aquellos que simplemente sueñan con ser cíborgs.
El multimillonario sostiene que aumentar de esa manera las capacidades del cerebro permitirá que la humanidad no se vea abrumada por la inteligencia artificial, “una amenaza existencial”. Además, debatió la posibilidad de guardar sus recuerdos en línea y cargarlos en otro cuerpo o en un robot.
El jefe de Tesla y la red X (anteriormente Twitter) tampoco excluye la “telepatía consensuada” entre humanos, para comunicar sus verdaderos pensamientos” en estado bruto, sin pasar por las palabras. En mayo, la start-up californiana recibió luz verde de la Administración Federal de Alimentos y Medicamentos estadounidense (FDA) para probar sus implantes cerebrales en humanos. Y acaba de recaudar 280 millones de dólares en inversiones.
Su implante, del tamaño de una moneda, se coloca en el cerebro mediante una cirugía realizada por un robot. Se probó en monos, que aprendieron a jugar al videojuego Pong sin joystick ni teclado. Una experiencia similar a muchas otras, como una de 1969, cuando el investigador estadounidense Eberhard Fetz enseñó a un mono a mover una aguja sobre un mostrador con la mente a través de una ICM.
Rodney Gorham, un pionero
“Espero que esto mejore la vida de otras personas”, dice Rodney Gorham sobre el implante cerebral que ya cambió su propia existencia, en un mensaje que ha escrito en una pantalla seleccionando las letras con los ojos y haciendo clic en las palabras con el pensamiento. Hace unos años, este australiano de 63 años recibió un diagnóstico irremediable: padece la enfermedad de Charcot, una enfermedad neurodegenerativa que provoca una parálisis progresiva de los músculos respiratorios, tronco, brazos y piernas.
La enfermedad no lo matará directamente, apunta su esposa, Carolyn Gorham, porque padece una forma extremadamente rara de la patología. “Así que puede vivir otros 20 años. Su cerebro funciona bien, pero ni siquiera puede rascarse la nariz”. Gracias al “stentrode”, un implante cerebral que la empresa estadounidense Synchron lleva dos años probando con pacientes, Rodney Gorham espera poder seguir por mucho tiempo consultando Internet, viendo videos, enviando mensajes o incluso utilizando videojuegos.
Sin esta tecnología de punta, la vida de este exvendedor aficionado a los coches deportivos y los viajes “sería un infierno en la tierra. Pura y simple tortura”, resume su mujer. El stentrode es un stent de ocho milímetros de diámetro que se inserta en el cerebro a través de la vena yugular para detectar actividad neuronal. Está conectado a una pequeña caja, que hace las veces de receptor y transmisor, ubicada debajo de la piel, a la altura del pecho.
“Medio segundo”
Por ahora, otra caja está pegada a su piel, junto con un pequeño servidor. Synchron aspira a obtener el acuerdo de las autoridades sanitarias el próximo año para comercializar el producto final, sin cables ni dispositivos externos. Los ensayos clínicos han sido concluyentes, pero falta aún, entre otras cosas, establecer un lenguaje universal de comandos informáticos para el pensamiento.
Para hacer clic, “los pacientes tienen que pensar en mover una parte de su cuerpo, como patear una pelota o cerrar el puño (...) Pero para los mismos movimientos, todos movilizan su cerebro de manera un poco diferente”, explica Tom Oxley, el fundador de Synchron.
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“El desafío que se nos presenta actualmente es estandarizar un sistema que funcione para millones de personas, no solo para un paciente”, agrega desde su oficina de Nueva York. Un periodista de la AFP le preguntó a Gorham en su casa de Melbourne cuánto tiempo le había llevado “escribir” tan rápidamente mensajes en la pantalla.
“No mucho, porque soy experto en informática”, respondió en 45 segundos. Cuando realiza los ejercicios necesarios para perfeccionar el software, es su mente la que controla los comandos de la computadora, incluso si su mano todavía se mueve ligeramente sobre un mouse imaginario, una movilidad que acabará por perder. “Hace dos años, la señal era bastante lenta”, recuerda, sentado junto al paciente, Zafar Faraz, ingeniero de Synchron. “Pensaba en hacer clic, y pasaban unos dos segundos y medio para que el clic se produjera. Ahora es medio segundo”.
“Astronautas”
Los pacientes esfuerzos de Rodney han hecho una contribución “monumental” para mejorar el sistema, dice Faraz. “No creo que estuviéramos aquí si él no se hubiera ofrecido valientemente como voluntario para ser un pionero de esta tecnología”. “Las familias de los pacientes los comparan con astronautas: como el primer paso en la Luna, el primer clic del cerebro fuera del laboratorio (...) Están muy orgullosos”, apunta el doctor David Putrino, que supervisa los ensayos clínicos en Estados Unidos.
Pero Putrino tiene cuidado de no despertar falsas esperanzas. “Seleccionamos pacientes que esperan hacer avanzar la ciencia para los demás más que para ellos mismos”, señala. Para este médico, desarrollar implantes como el stentrode es una cuestión de humanidad, pero también de salud física, porque la enfermedad de Charcot limita drásticamente las interacciones sociales.
Para los pacientes, “el mundo se achica, el aislamiento se vuelve dominante. Estudios recientes demuestran que la soledad tiene los mismos efectos sobre la salud que fumar 17 cigarrillos al día”. Esta tecnología aún está lejos de restaurar conversaciones reales, señala Carolyn Gorham. Pero a su esposo le brinda “un mínimo de independencia”. “Él puede ver porno si quiere. No es que le guste el porno, ese no es el punto. Puede entrar a cualquier sitio sin tener que preguntarle a nadie. Y esta libertad es formidable”.
Magia o rechazo
Ocurrió en 2014 y fue la primera vez que un paralítico recuperaba la capacidad de mover su brazo por la única fuerza de su mente, gracias a un implante en su cerebro. “Fue el momento mágico que demostró que era posible, que no era ciencia ficción”, recordó entusiasmado Ian Burkhart, antiguo voluntario en un ensayo experimental de interfaz cerebro-ordenador.
Este sector en pleno auge, donde dominan las empresas Synchron y Neuralink, de Elon Musk, busca utilizar implantes y algoritmos para restaurar la movilidad perdida, las capacidades de comunicación o tratar los problemas neurológicos como la epilepsia. Sin embargo, vivir con un implante cerebral es una experiencia singular.
‘Una época triste’
Tras un accidente de buceo en 2010, Ian Burkhart quedó paralizado desde los hombros. “Con 19 años, fue muy difícil de oír”, contó el estadounidense a AFP por videollamada desde su domicilio en Ohio. Cuando supo que una empresa estadounidense sin ánimo de lucro, Batelle, buscaba voluntarios para un ensayo (NeuroLife) sobre el restablecimiento de la mano, no dudó.
Le implantaron un dispositivo del tamaño de un guisante, con un centenar de electrodos, cerca de la corteza motora, la zona del cerebro que controla los movimientos. Este dispositivo registró su actividad cerebral y la transmitió a un ordenador, que descifró con ayuda de un algoritmo la manera exacta en la que quería mover su mano. El mensaje fue transmitido a un manguito de electrodos colocado sobre su antebrazo derecho, que estimulaba los músculos pertinentes.
Ian Burkhart se volvió tan hábil con su mano que pudo tocar solos de guitarra con el videojuego Guitar Hero. Pero la financiación del ensayo se agotó tras 7 años y medio, y le retiraron el implante en 2021. “Fue realmente una época triste”, recordó Burkhart, que tiene actualmente 32 años.
El shock fue atenuado por el hecho de que solo pudo utilizar esta tecnología en laboratorio, unas horas por semana. Y su cuero cabelludo se infectó. “El cuero cabelludo intenta cerrarse permanentemente, pero no lo consigue porque hay un trozo de metal” que sobresale.
El treintañero guarda aún así una opinión positiva de su experiencia y defiende las interfaces cerebro-ordenador. Considera que el temor es infundado, pero aboga por tener más en cuenta las experiencias de los pacientes. Tiene previsto recibir otro implante en el futuro, pero lo preferiría permanente.
‘Un robot raro dentro’
Hannah Galvin no quedó tan satisfecha. Con 22, esta australiana vio sus sueños profesionales en la danza clásica destrozados por una epilepsia incapacitante. Recibió entonces un implante experimental. “Habría hecho cualquier cosa. Me pareció una oportunidad de recuperar mi vida”, contó a AFP Galvin, ahora de 35 años, desde Tasmania (Australia).
Se le implantó en el cerebro un electroencefalograma, que registra la actividad eléctrica, en el marco de un ensayo realizado por la empresa estadounidense NeuroVista. La idea era que el dispositivo le avisara si un episodio convulsivo era inminente. Pero una vez implantado, el dispositivo no dejaba de activarse, lo que hizo creer a la joven que funcionaba mal.
No era así: resultó que Hannah Galvin sufría más de 100 convulsiones al día. Ni ella ni sus médicos sabían que eran tan frecuentes. Se sentía avergonzada en público por los constantes parpadeos y pitidos del dispositivo. Cada vez tenía más la impresión de que “había alguien en (su) cabeza y no era (ella)”. “Era un robot raro dentro de mí, y quería arrancármelo de la cabeza”.
La extracción del implante le proporcionó un alivio inmenso, pero su autoestima quedó tan dañada que ya no quería salir de casa y tuvo que tomar antidepresivos. Aunque tardó años en aceptar que sus convulsiones le impedirían trabajar, Galvin afirma ahora llevar “una vida feliz”, pintando y fotografiando. A los pacientes que se plantean un implante cerebral, les aconseja que “sean más cautelosos” que ella.
Fuente: AFP.