Texto: Jazmín Ruiz Diaz
Escribo estas líneas mientras tomo un cappuccino en un pequeño café de Verona. En la mesa de al lado, un padre está enseñando a su hijo a jugar al ajedrez, y al lado de ellos, un grupo de señoras, que por lo menos supera los 65, charlan animadas. Es invierno, así que, aunque apenas son las cinco de la tarde, ya es de noche. Enciendo la laptop pensando en escribir sobre el año nuevo que empieza como una oportunidad de volver a empezar. Entonces, levanto la vista y leo una inscripción con tiza sobre la pared: “L’amore e’ la prova che Dio ha senso dell’humorismo” (El amor es la prueba que Dios tiene sentido del humor).
Faltan diez días para la Nochevieja, así que inevitablemente esa frase me lleva a hacer un recuento de lo que dejé atrás en materia romántica en la última década. El amor fue, sin dudas, un ámbito que me exigió ejercitar mi sentido del humor. Y ahora, acá estamos, empezando una nueva década con 32 años. Pasaron tantas cosas, viví innumerables experiencias, me arriesgué, reí, lloré, varias veces terminé lastimada, aprendí, maduré… pero en cierta medida, siento que todo cambió tanto pero no lo suficiente. Mientras borro algunas líneas y agrego otras, la gente entra y sale del café, empieza la hora del aperitivo así que va cambiando la energía del local.
Pienso en cómo mi biografía romántica se podría contar a través de encuentros en cafés: allí tuve las mejores citas, de esas donde hablás de todo y de nada, en donde te vas enganchando a cuentagotas hasta estar total e inevitablemente enamorada para cuando te das cuenta. También en un café me partieron el corazón, más de una vez. Pero a la vez, distintos sitios como este funcionaron como centros de rehabilitación donde mis amigas estaban dispuestas a escucharme por horas desmenuzar la historia y se volvían cómplices con un rigor de cirujanas, diseccionando cada detalle, cada palabra y cada mirada del objeto de mi afecto… para tratar de despertar la esperanza, o al menos, proteger mi autoestima, y siempre, siempre, con la promesa de que “ya vendrá alguien mejor”.
Empiezo a analizar cuánto amo ir a los cafés para todo, y quizás sea porque son lugares donde el encuentro siempre es protagonista, donde la experiencia íntima y colectiva se entrelaza, donde el bullicio de los presentes actúa como banda sonora en una puesta en escena de nuestra vida cotidiana. De pronto, suena La vie en rose, una canción que siempre despertó mi romanticismo incurable. Llega una pareja y se sienta en la mesa donde antes estaban padre e hijo jugando al ajedrez. En la vida a través de los cafés vamos interpretando diferentes personajes. Hoy el rol de la pareja de enamorados lo interpretan otros; a mi me toca ser la escritora extranjera y solitaria. Me detengo en esa imagen y concluyo que me convertí en todo lo que siempre soñé junto con todo lo que siempre temí. Así es como cierro una década y arranco otra.
Termino el cappuccino y llamo al mozo. Le pido un Hugo, mi aperitivo favorito. Es momento de brindar conmigo misma: por los cafés, los encuentros que propician, y por nosotras, las contadoras de historias que estamos lo suficientemente atentas para registrarlas. Al 2020 no le pido más viajes, ni aventuras exóticas, prefiero esos pequeños y mágicos momentos cotidianos que resultan inolvidables.