El alpinista Franz Rassl se propuso escalar el Monte Everest y lo logró. Esta es la historia del primer paraguayo que hizo cumbre, a más de 8840 metros de altura.
Texto: Micaela Cattáneo
Fotografía: Gentileza (Franz Rassl)
La primera vez que Franz (30) pensó en la posibilidad de escalar el Everest, estaba a 842 metros de altura, el punto más alto del país. Sí, fue en el cerro Tres Kandú, donde cual
estrella fugaz, se le cruzó por la mente esa locura de 8848 metros. Fue un deseo silencioso, de esos que ni siquiera disparan un “algún día...”. Era sólo él y ese efecto rebote de querer alcanzar nuevas cimas.
Pero Franz nunca había hecho alpinismo. Las ganas estaban, especialmente porque recordaba la historia que, de chico, su padre le contaba sobre Rainhold Messner, el alpinista italiano que escaló los ochomil, las 14 montañas que están por encima de los 8000 metros de altura (incluido el Everest, donde hizo cumbre sólo y sin botellas de oxígeno).
Rassl es paraguayo, hijo de un inmigrante alemán y una paraguaya. “Mi papá creció en el sur de Alemania, cerca de los Alpes, por eso siempre le gustó mucho la nieve. Cuando era niño, me contaba las hazañas de grandes alpinistas alemanes, italianos y austriacos. Por eso, el montañismo siempre me interesó”, revela.
Franz es funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores, donde ingresó por concurso público en el 2013. Actualmente vive con su padre, a quien no siempre avisa sobre sus aventuras. Como en febrero de 2017, cuando no le contó que emprendía una travesía al Aconcagua, la montaña más alta de América. “Yo sabía que si quería que el Everest fuera un proyecto, debía escalar otras montañas primero, ponerme a prueba. Por eso, decidí ir al Aconcagua”, relata.
El mundo a 7000 metros de altura
La única vez que un paraguayo hizo cumbre en la montaña mendocina, fue en 2012. Los créditos de ese hito lo lleva Christian Jirasek, un compatriota radicado en Argentina. Antes de partir, Franz intentó contactar con él, pero la comunicación no pudo darse, por lo que continuó leyendo sobre montañismo e intercambiando e-mails con la empresa que le vendía la experiencia, para iniciar el viaje bien asesorado.
El Aconcagua es un desafío extremo para cualquier aficionado, pero lo es aún más para los que no están acostumbrados a grandes alturas. “¡Mirá, un paraguayo! ¿Qué hace tan lejos de su tierra plana?”, repite Franz. Era la manera en que sus compañeros de expedición reaccionaban al enterarse de su origen.
Su preparación física arrancó dos meses antes. Trotaba 10 kilómetros todos los días y faltando un mes para la hazaña, empezó a levantar pesas para fortalecer el tren superior. A Mendoza llegó una semana antes de la subida, debía alquilar todos los equipos e informarse bien sobre como usarlos. “Hasta ese momento no sabía qué eran las botas dobles, por ejemplo. Son muy parecidas a los rollers. En la tienda, aprendí también a colocar un crampón, la plataforma de metal que se ubica en la suela de la bota y sirve para pisar la nieve y no resbalarse”, explica.
Para subir a la montaña, debía vestir tres capas: la primera es ropa sintética, que hace que el cuerpo sude y la respiración salga; la segunda ayuda a que el cuerpo mantenga calor, y la tercera, a que el cuerpo no se congele a medida que se alcanzan más y más metros.
El Parque Provincial Aconcagua fue el punto de encuentro con su grupo —montañistas de Argentina y otros países— y sus tres líderes, entre ellos, un nativo mapuche. Mientras las mulas cargaban sus equipajes hasta el campamento base, ellos iban a la misma dirección haciendo trekking durante aproximadamente 20 kilómetros, desde la entrada del parque. “En un período de cinco días, antes de subir por los tres campamentos principales (Plaza Canadá, Nido de Condores y Plaza de Cólera) para hacer cumbre, subimos y bajamos dos veces entre el campamento base y el primer campamento, para aclimatar e iniciar, luego, el ascenso directo”, recuerda.
En cada parada, los excursionistas deben respetar ciertas reglas, como cuidar la higiene rigurosamente. “Después de tocar algo, sí o sí había que colocarse alcohol en gel, porque si te enfermabas, chau expedición. Incluso para comer, no podías tocar el plato de la otra persona o meter tu mano dentro de la comida común. Todos teníamos una cuchara propia”, relata.
Según Franz, los líderes también eran estrictos en cuanto a la hidratación. “¿Si sentí que me faltó el oxígeno? Por momentos sí, pero lo normal, no como para darme vuelta y volver”, comenta.
Franz alcanzó los casi 7000 metros del Aconcagua con el cielo cubierto. Llegó a la cima, se sacó una foto y volvió a bajar. “La nieve te venía a la cara, había truenos y relámpagos, por eso el descenso fue inmediato. Hubo personas que tuvieron mal de montaña al bajar. En ese caso, se les ata a una cuerda y se les estira, no es que van arrastradas, porque hay códigos en el montañismo que dicen que si no te podés mover por tus propios medios, sos peso muerto, y lo más probable es que te abandonen si las circunstancias son extremas. No es algo que uno quiera, pero todos sabemos a lo que nos enfrentamos”, describe.
“¿A quién le contaste primero que hiciste cumbre en el Aconcagua?”, le pregunto. “Subí la foto al Facebook, la gente se enteró por ahí. De hecho, como en la montaña no hubo señal en las tres semanas que pasé ahí arriba, los mensajes no me llegaban”, confiesa. Y continúa: “Pasa que quería estar desconectado, podía llevar un teléfono satelital, pero necesitaba concentrarme en la montaña. Hay gente que sigue conectada con sus seres queridos y es peor. Después, en el Everest, pasó. Un finlandés jubilado de alrededor de 60 años llevó un teléfono satelital y habló con sus nietos. Le convencieron de que no lo haga y abandonó la expedición. Fue una decisión correcta, porque estaba muy sensible”.
Su cumbre en la montaña más alta de América fue determinante a la hora de decidirse por el Everest. “Cuando bajé la información de que realmente lo logré, me dije que el Everest iba a ser posible. En diciembre de ese año, fui de vacaciones al Ecuador con la idea de escalar cuatro volcanes: Cayambe, Antisana, Cotopaxi y Chimborazo”, cuenta.
En Cayambe fue la primera vez que una montaña le dijo que no. “Mi error fue no aclimatar lo suficiente. En menos de 48 horas pasé de Asunción a querer subir el cuarto volcán más alto de Ecuador. Fue algo intencional también, quería saber si lo del Aconcagua fue suerte o si todo realmente dependía de la aclimatación. Me faltaron 200 metros para hacer cumbre”, agrega.
Su revancha la iba a tener con el volcán Antisana, pero debido a la dificultad para obtener los permisos, la aventura no pudo completarse. Tocó de nuevo un techo en el Cotopaxi, donde una nevasca complicó un poco la subida. Después de esta experiencia, el Chimborazo no le resultó tan pesado. “Pasé Navidad ahí, esa montaña la quería hacer porque la llaman `El Everest del hombre pobre`, porque es menos costosa, pero igual de complicada. Todas estas montañas fueron un entrenamiento para mí, debía mejorar mi técnica y ganar más experiencia en el montañismo, antes de enfrentarme al pico más alto del mundo”, remata.
Crónica de un ascenso bajo cero
Franz se ató los cordones con fuerza y empezó a trotar. Totó y trotó 20 kilómetros todos los días, y no paró de trotar hasta cuatro meses después del Chimborazo, a pocos días de embarcar a la aventura más grande de su vida. Y es que la montaña más alta del mundo lo esperaba más fuerte que nunca. Por eso, duplicó su rutina de ejercicios: alargó distancias y agregó peso a las mancuernas. Sabía que más de 8800 metros de altura y temperaturas de -30 ºC, demandan un esfuerzo físico de otro nivel.
Pero para escalar el ochomil por excelencia, lo atlético no sólo debe responder al estado del cuerpo, sino también al del bolsillo. “¿Si cuesta caro el Everest? Sí, pero todo depende de lo que uno esté dispuesto a pagar. En ese sentido, escalé el Everest dos veces, fue también un desafío económico para mí porque ahorré por todas partes. En ese sentido, decidí priorizar lo esencial para la expedición”, explica.
El monte Everest está ubicado entre China y Nepal, en la región autónoma del Tíbet, y forma parte de la cordillera del Himalaya (Asia). La temporada oficial tiene lugar en la primavera asiática, entre abril y mayo, ya que durante estos meses las condiciones meteorológicas son las mejores. Franz tuvo en cuenta este dato y el Miércoles Santo del año pasado, despegó en un vuelo rumbo a Katmandú, capital de Nepal.
Pisó suelo nepalí una semana antes de lo previsto. Su travesía al Everest arrancaba el 8 de abril, pero viajó 10 días antes para conseguir los equipos de montaña en las tiendas de Katmandú, meca del alpinismo, y hacer turismo por la ciudad. En una primera impresión, Franz definió a Nepal como “el país de las letras raras”. En su relato turístico, las escenas cobraron otro movimiento: caminos de tierra y polvo por todos lados, motociclistas en cualquier dirección, bocinazos en la espalda, monos agresivos en busca de comida dentro de los templos, etc.
Días previos a la salida, conoció a sus sherpas —nombre que reciben los habitantes de las regiones montañosas de Nepal—, en Katmandú, quienes se aseguraron, dos noches antes de partir, de que su equipaje de montaña esté en orden. “A la tercera noche, salimos rumbo a la montaña, a las 2 am”, recuerda y su entrecejo vuelve a dibujar aquel objetivo: ser el primer paraguayo en pisar el pico más alto del mundo.
Rassl eligió escalar el lado norte del Everest debido al costo más accesible, pero sobre todo, por seguridad. “Del lado sur están las cascadas de hielo y son más las personas que mueren ahí, tratando de atraversarlas, que en la altura. El gobierno nepalí emite muchos permisos para su lado de la montaña, lo cual crea mucha congestión hacia la cumbre. Estar atascado en la intemperie consumiendo oxígeno por mucho tiempo, no es buena ide. Pero el lado norte tiene sus dificultades: estás más expuesto al viento, que sopla más, como si te estuviera traspasando”, señala.
Camino a la frontera, los sherpas se aseguraron de que el grupo no tuviera elementos relacionados al Dalai Lama, para evitar vicisitudes por cuestiones políticas. “En el cruce, te controlan todo. Hay gente que sube a la montaña con carteles que dicen Liberen al Tíbet. Entonces, hasta las fotos del celular te piden que borres. Y es que las visas son grupales, y si le niegan el permiso a uno, le niegan a todos”, destaca.
El trecho definitivo a la cima del Everest incluye tres campamentos: el primero a 7100 metros de altura; el segundo a 7800, y el tercero a 8300, zona denominada de la muerte. Pero antes de alcanzar el primero, hay otros tres campamentos: el de base (5180), el interino (6100) y el de base avanzado (6500). “La primera semana pasamos en el campamento base. Cada uno tenía su tienda de dormir para evitar enfermedades. Pero había una carpa en común donde comíamos, repasábamos el itinerario y veíamos alguna que otra película. Quedarnos ahí es parte de la aclimatación, aunque también escalamos montañas cercanas que no tenían nieve”, narra.
Las subidas y bajadas a los campamentos iniciales ocurrieron en ciclos. “En el primer intento de ascenso al campamento 1 (7100), fracasé. De lejos, parece una pared de hielo en vertical, pero de cerca se ve como una escalera (formada, claro, por las pisadas de los que suben). Me quedé a mitad de camino con otros compañeros y dos sherpas, el viento era muy fuerte y riesgoso para todos, ya que no se podía ver nada más allá de un metro de distancia. Descansamos un día y lo intentamos de nuevo a la mañana siguiente”, cuenta. Y continúa: “Llegamos al campamento 1 y, luego de quedarnos a dormir, nos preparamos para bajar al campamento base. Desde arriba, el descenso parece un tobogán, si te resbalás podés matarte. Estás siempre enganchado, pero hay que tener cuidado. De hecho, yo me resbalé y caí 30 metros para bajo, en una grieta que, por suerte, no era tan profunda. Eso fue lo más peligroso que me sucedió. El Everest me estaba dando la bienvenida”.
Del campamento base, pasaron a una villa, abajo de los 4000 metros de altura, “el último descanso antes del tirón definitivo”, dice Franz. Y agrega: “Ahí nos bañamos, comimos comida caliente y descansamos por dos noches para que el cuerpo esté bien oxigenado. Luego, repetimos el ciclo: campamento base, interino y avanzado con descansos de una y dos noches. En el último, nos dieron las máscaras de oxígeno y nos enseñaron a usarlas, ya que desde el campamento 1 (7100) se sube obligatoriamente con estas, porque evitan que el cuerpo se desgaste excesivamente”.
En los campamentos de altura no había almuerzos en grupo, cada montañista comía sus provistas y se manejaba sólo con su sherpa. “Yo llené mi mochila de pringles, porque son livianas y te llenan”, comenta. Por las noches, dormían solos en sus propias tiendas, tiritando para entrar en calor. “Lo único que se escucha es el ruido del viento golpeando la carpa”, añade. Franz recuerda haber llegado tarde al último campamento (8300 m), por lo que debió ubicar su carpa más arriba del resto. “Es bastante inclinada esta zona, entonces las tiendas se reparten cada 100 metros, por ende, si llegás rápido te toca más abajo. Es el último paso antes de la cumbre. Yo ´dormí´ tres horas, pero es difícil porque a esa altura dormís con oxígeno”, confiesa.
Cada montañista hace cumbre con un sherpa. Franz subió con el suyo a las 9 de la noche —dos horas antes que sus compañeros—, cuando estaba oscureciendo. Colocó el agua en su pecho, controló que ninguno de sus elementos estén congelados (cámara, baterías, gafas, etc.) y tomó valor para completar el tramo final del reto. “Para hacer cumbre, hay que cruzar tres escalones. Al pasar el primero, mis compañeros me alcanzaron. Uno de ellos, un sueco, tenía mal de montaña, deliraba y decía: “¿dónde estoy?”, “¿qué es eso que brilla allá?” Él y su sherpa tuvieron que bajar, por ende no llegaron a la cima”, recuerda.
En un momento, Franz y su líder se quedaron quietos por media hora, esperando a que se descomprimiera el tráfico de gente en busca de su cumbre. Cuando se liberó un poco más el camino, escalaron los últimos metros y en un abrazo efusivo, registraron su llegada al pico más alto del mundo, siendo las 8:20 am del 19 de mayo. “A esa altura te comunicás con gestos, no se escucha nada porque el viento es fuertísimo y el sol te viene directo a la cara. Me sacaron la foto, y a los 10 minutos le indiqué a mi sherpa que quería empezar el descenso. Dicen que la cumbre es solamente la mitad del camino”.
Su preocupación no fue en vano, ya que permanecer muchas horas en la zona de la muerte es peligroso. De hecho, en el descenso tuvo un problema. “Se me fue nublando la vista periférica, 300 metros antes de llegar al campamento 3. Mi sherpa se colocó frente mío y me llevó como un lazarillo”, revela.
Franz pasó la noche en este campamento. A la mañana siguiente, recuperó la vista y emprendió viaje al campamento base avanzado. “Lo ideal es bajar lo máximo posible, porque así estás seguro. Ese día bajé de 8300 metros de altura a 6500. Llegué al campamento a las 9 de la noche y los sherpas estaban esperándonos con gaseosas para celebrar”, rememora.
“¿Si volvería a escalar el monte?” Claro que sí, pero siempre del lado norte; el sur me parece arriesgado. Igual, si tuviera la oportunidad, elegiría otro ochomil. Hoy, el Everest me motiva a cumplir otras metas, que no tienen que ver sólo con montañas, sino con la vida misma. Sé que el día de mañana, cuando esté en búsqueda de algo, voy a recordar que pude superar la montaña más alta del planeta”, finaliza.