Así se titula el libro del Dr. Emeran Meyer, el gastroenterólogo alemán que analiza cómo las conexiones entre el cerebro y el sistema digestivo influyen en nuestro estado de ánimo.
Por: Micaela Cattáneo
Nuestro sistema digestivo está en funcionamiento todo el tiempo: las 24 horas del día, los siete días de la semana y los 365 días del año. Antes, durante y después de consumir alimentos, los órganos que lo componen no paran de trabajar. ¿Acaso no les ataca el hambre luego de haber pasado horas sin comer?, ¿no sienten saciedad en medio de un atracón de comida? O, ¿no sienten náuseas después de consumir alimentos en mal estado?

Es como si el aparato digestivo nos quisiera decir algo todo el tiempo; como si estuviera alertándonos, a cada tanto, de lo que sucede en nuestro organismo. Para cumplir esta tarea, busca un aliado (como el resto de los sistemas del cuerpo): el cerebro. Este recibe y controla la información que genera y, a su vez, responde con estímulos. Por lo tanto, se puede concluir que mantienen una comunicación bidireccional.

Es decir, el feedback ocurre de dos formas: aparato digestivo-cerebro y cerebro-aparato digestivo. Por eso es que el segundo vínculo puede estar ligado a otras situaciones de la vida y no solamente a las reacciones que el sistema nervioso central tiene después de las comidas. Por ejemplo: ¿cómo podemos explicar las "mariposas" que sentimos en el estómago cuando vemos a la persona que nos gusta? o ¿cómo podemos entender ese nudo que se genera en el estómago cuando estamos ante una presentación importante o a punto de lanzarnos de un paracaídas?

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La conexión entre ambos sistemas es poderosa. ¿En qué sentido? En el más importante de todos: la toma de decisiones. Pero, ¿desde cuándo el estómago es el responsable de que digamos que sí o no a algo nuevo? El análisis del Dr. Meyer, donde expone cómo la mente y el cuerpo están en constante diálogo, puede ayudarnos a responder esa duda.

El abecé de la digestión

En la primaria nos enseñaron el proceso básico por el cual pasa un alimento, una vez que lo llevamos a la boca. En primer lugar, y cuando ya haya sido triturado por los dientes, pasa por el esófago hasta llegar al estómago, donde se mezcla con los jugos gástricos. Luego, la mezcla —denominada a esta altura quimo— pasa al intestino delgado, donde se almacenan los nutrientes y se absorben las grasas, que posteriormente, serán desechadas a través del intestino grueso y, finalmente, expulsadas por el ano.

Pero el autor, en su análisis, no centra su discurso en este paso a paso, sino que profundiza su investigación desarrollando dos conceptos que cumplen roles importantísimos en la digestión: el sistema nervioso entérico y la flora intestinal.
¿Sabían que tenemos un segundo sistema nervioso que se encarga exclusivamente del aparato digestivo? Pues de eso se trata el sistema nervioso entérico. Es el encargado de recolectar datos sobre los movimientos de los órganos de la digestión y, a su vez, de ayudar a acelerar o ralentizar el tránsito de la comida en el estómago e intestino.

Por otro lado, la flora intestinal —conjunto de bacterias que viven en el intestino— lleva el título de "mayor sistema de defensa del aparato digestivo". En este ecosistema, viven miles de microbios que, muy por el contrario de lo que se piensa, no son dañinos para el organismo, ya que su función principal es proteger al intestino de las amenazas del exterior.

Ahora bien, ¿por qué ambos son tan importantes? En primer lugar, porque el sistema nervioso entérico concentra toda la información que, tarde o temprano, llegará al cerebro. Y en segundo lugar, porque los microbios del intestino no sólo se ubican dentro de él, sino también por fuera; por ende, estos últimos, tienen contacto directo con los sistemas más grandes de recogida de información "y pueden oír al cerebro y avisar al intestino sobre cómo se siente", según lo explica el médico.

Al final de cada tema expuesto, el gastroenterólogo escribe por qué estas conexiones son tan relevantes para mantener un buen estado de salud. De hecho, lo plantea con ejemplos y preguntas, constantemente: "Si la relación entre flora intestinal y cerebro afecta nuestras emociones, ¿es necesario un equilibrio en la cantidad de microbios para tener salud mental? Y cuando estas conexiones entre la mente y el intestino se ven alteradas, ¿aumenta el riesgo de desarrollar enfermedades cerebrales crónicas (como la depresión, el autismo o el Parkinson)?".

Él responde que la solución está en una mejor comprensión de la conexión entre el aparato digestivo y el cerebro y en los pequeños cambios en el estilo de vida y las dietas.

Somos lo que comemos (y recordamos)

Según el especialista alemán, los episodios acontecidos en los primeros 18 años de vida, pueden llegar a determinar las causas de los trastornos estomacales que suceden a largo plazo en una persona adulta. El cerebro guarda recuerdos emocionales que emergen cuando las decisiones del día a día así lo requieren. "Son los recuerdos que se forman en el sistema nervioso central y contienen un recuerdo de las reacciones intestinales asociadas con cada emoción", resume el experto.

Asimismo, el estrés que aparece cuando se alcanza la mayoría de edad, es otro factor que interviene en la relación entre el cerebro y la digestión. ¿Acaso el estreñimiento no es una reacción intestinal a situaciones tensas? El estrés provoca un ambiente hostil para los microbios de la flora intestinal, por lo que ante este hecho, es probable que el sistema inmune no actúe como debería y las expresiones en el rostro cambien para mal.

¿Qué propone Meyer? "Volver a la comida de los recolectores y cazadores". Es decir, a "lo bueno, natural y sano". En Pensar con el estómago asegura que si intentáramos descubrir más cosas sobre la dieta de nuestros ancestros podríamos, incluso, obtener algunas respuestas al inalcanzable debate sobre qué dieta es más beneficiosa para nuestro cuerpo y nuestra mente: "las omnívoras, la rica en proteínas y grasas, la pobre en carbohidratos, la rica en frutas y verduras, la dieta vegana o la sabrosa dieta mediterránea. Si lo conseguimos, podríamos hacernos una idea de cómo eran las cosas cuando nuestro cerebro, el aparato digestivo y la flora intestinal vivían en armonía, una idea de la dieta que hemos comido para evolucionar".

Con su investigación concluye, principalmente, que la fibra, los vegetales, los alimentos bajos en grasa animal y azúcares deberían estar presentes en las comidas diarias, así como los escenarios sociales calmos y relajados, donde no tenga lugar la clásica costumbre de "comer a las apuradas en el escritorio". ¿Para qué todo este cambio? Para mejorar el microbioma intestinal, núcleo de crecimiento de las bacterias que permiten la buena digestión y pieza fundamental en el diálogo con el resto del aparato digestivo y el cerebro.

Su mensaje es contundente: una simple molestia en el estómago puede decirnos mucho más de lo que pensamos.

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