Cuando José del Carmen Abril era joven, en las montañas del Catatumbo solo se sembraban alimentos. Pero, entonces, llegó la hoja de coca para transformar el paisaje y desangrar esta región colombiana limítrofe con Venezuela. El hombre de ojos claros y barba tenue es hoy uno de los cientos de miles de campesinos que siembran la planta de la que se extrae la cocaína. Machete en mano, a sus 53 años, cuida su cultivo de las plagas y deshoja a mano limpia los arbustos.
“Carmito”, como es conocido aquí, es descendiente de los colonos que llegaron a esta zona para dedicarse a la agricultura. A finales de los 80, se sembraron las primeras plantas de coca. Hoy, Catatumbo es una de las regiones con más narcocultivos en el mundo y un laboratorio de la fallida represión del narcotráfico.
Hay unas 42.500 hectáreas según la ONU, el 30% del total sembrado en Colombia, el mayor productor global de cocaína que rompió su propio récord en el 2021. Abril recorre su cultivo en compañía de la AFP. Distribuidos alrededor de una casa de barro, los árboles le llegan hasta la cintura. Con las cosechas crió ocho hijos.
“La coca para los campesinos desde el 1986 para acá se convirtió en ‘el gobierno’ (...) porque la coca es con la que se ha llegado hacer escuelas, hacer puestos de salud, carreteras; hacer viviendas”, sostiene. Hasta el 2018, la ONU estimaba que unas 201.000 familias se dedicaban al cultivo, poco más de un millón de personas, lo que a la fecha representaría el 2% de los 50 millones de colombianos.
Ni salario mínimo
Lejos de los lujos y excesos de los narcotraficantes, la coca apenas asegura a los campesinos su sobrevivencia. Abril lidera una cruzada para diferenciar entre los cocaleros, el eslabón más débil de la cadena, y los narcos que sacan la cocaína al exterior. Los campesinos “no son narcotraficantes, son jornaleros (trabajadores) recolectando (...) y no tienen ni salario mínimo”, dice.
Conocidos como raspachines, los recolectores que deshojan a mano la coca en Catatumbo se quedan con la mínima parte del negocio. Otra porción va para los “químicos”, quienes procesan la hoja picada con cal, cemento, gasolina y sulfato de amonio para obtener la pasta base de la cocaína. Pero son los narcos los que se enriquecen poniendo los cargamentos en los puertos. En las regiones cocaleras las guerrillas son el poder de facto. Compran el kilo de pasta a unos 370 dólares. De ahí la materia prima viaja hasta los cristalizaderos, donde se transforma en polvo blanco.
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El centro de estudios Insight Crime estima que en las calles de Colombia un kilo de cocaína cuesta unos 994 dólares. En Estados Unidos y Europa, los principales consumidores, asciende a 28.000 y 40.000 respectivamente. Durante décadas, los cocaleros han sido blanco de la guerra contra las drogas. Aviones han arrojado millones de litros de glifosato sobre los plantíos, y miles de cultivadores han sido asesinados o encarcelados.
Estrategias, dice Abril, desacertadas. “Cada vez que muere un campesino por sembrar coca aparecen dos”, remarca. El gobierno izquierdista de Gustavo Petro se comprometió en diciembre a dejar de perseguir a los campesinos con menos de dos hectáreas de coca.
Más de 16.000 personas, el 17% de los encarcelados, están tras las rejas sindicadas o condenadas por tráfico, fabricación o porte de estupefacientes, según el sistema penitenciario. En este tiempo también han sido abatidos o detenidos cientos de capos del narco, pero “siempre hay quien lo compre (la coca), así sea poquito, pero alguno llega”, agrega “Carmito”.
Los derechos humanos
Abril, que tiene cerca de seis hectáreas de coca, solo es dueño de los cultivos, porque la tierra le pertenece a un finquero, que recibe por el “alquiler” una cosecha de las cinco que se producen al año. Un raspachín experto puede ganar hasta 37 dólares por jornada, en un país con un salario mínimo de ocho dólares diarios.
La comunidad ha tenido que “enfrentar y soportar los azotes” de los armados, comenta Abril. En el 2002, paramilitares de ultraderecha ahuyentaron a fuego a la entonces guerrilla de las FARC en el Catatumbo. Unas 160 familias, incluida la de Abril, se vieron forzados a huir. “A muchos los mataron, a otros se los llevaron y los torturaron, a las mujeres las violaron”, recuerda.
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Cuando regresaron, se encontraron con sus animales muertos y los arbustos de coca en pie. Con el Estado “se hicieron los acuerdos de regreso, que con nosotros venía la salud, educación, vivienda (...) y a esta hora, no ha llegado”.
Abril emergió entonces como un líder en defensa de los cocaleros ante las autoridades que erradican a la fuerza sus cultivos. “Yo defiendo los derechos humanos”, dice su camiseta. En el 2010, denuncia, el ejército lo acusó falsamente de ser parte de las filas rebeldes. “La coca se convirtió en un problema para los que no quieren invertir en el campo”, señala.
Fuente: AFP.