“Bienvenidos al Templo del Pueblo”. Un letrero en plena selva a pocos kilómetros de Port Kaituma, un remoto pueblo en el noroeste de Guyana, indica el camino a Jonestown, escenario de la masacre del mismo nombre, considerada el mayor suicidio colectivo de la historia.

Más de 900 personas, la mayoría seguidores del predicador estadounidense Jim Jones, perecieron allí el 18 de noviembre de 1978, algunos llevados por el impulso masivo y otros forzados por los líderes del movimiento. El mundo descubrió entonces con horror la alienación que podían generar las sectas.

Hoy, “no hay mucho que ver a menos que despejemos el área”, dice Fitz Duke, un residente de la zona, durante una visita al sitio con la AFP. Solo un pequeño monumento de mármol blanco recuerda la tragedia. Duke, que tenía 31 años en 1978 y afirma haber presenciado ciertos hechos, aunque no la masacre, cuenta que hurgando en la selva se pudieron encontrar restos de tractores, camiones y cimientos de viviendas.

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Hace 50 años, Jim Jones, un carismático pastor que decía hacer milagros, había trasladado su secta a Guyana donde había adquirido cerca de 1.500 hectáreas de tierra en medio de la nada. Con una ideología que oscilaba entre el comunismo y el fundamentalismo protestante, Jones era respetado por su defensa de la igualdad racial pero también por algunas conexiones políticas, gracias a las cuales había logrado obtener un régimen especial para instalarse en Guyana, un país muy pobre.

Con mucho trabajo y dinero, sus seguidores se abrieron paso en la selva y sembraron cultivos: “Tenían un sistema agrícola muy bueno. Nosotros (la gente de Port Kaituma) veníamos a ver qué estaban haciendo. Mucha gente trabajaba para ellos. Tenían ganado, aves, cerdos, vacas. Eran casi autosuficientes”, recuerda Duke. “Íbamos allí a menudo, tenían una buena orquesta con muchos instrumentos”, agrega.

“Lavado de cerebro”

Pero el campamento, que quería dar una imagen de un pequeño paraíso, era manejado con mano de hierro por Jones y sus asistentes. “No podías moverte libremente. Si un local se encontraba con un joven (de la secta), muy rápido llegaba un mayor y decía: ‘Yo me encargo’ y el más joven tenía que irse. Sólo se trataba con los mayores”, relata Duke.

“Había una gran torre que vigilaba la carretera principal. Siempre había hombres con binoculares”, añade. Los vehículos que llegaban al lugar eran registrados y ni siquiera la policía podía entrar libremente. “Una vez, me acuerdo, vino un carro de la policía y le dijeron: ‘Somos de la policía. Vamos a entrar’. Ellos le respondieron ‘Esto es Jonestown. No tienen nada que hacer aquí’”, rememora Duke.

“Tenían más armas que la policía. Esto ya no era Guyana, era Jonestown”, remarca. El ambiente en torno a la secta preocupó en Estados Unidos a muchos familiares de los seguidores de Jones, que pidieron ayuda a las autoridades.

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Fue así como Leo Ryan, miembro de la Cámara de Representantes en el Congreso estadounidense, viajó a Jonestown en noviembre de 1978 para investigar. Y sin saberlo desencadenó el drama que se estaba cocinando a fuego lento. Acompañado de periodistas, Ryan interrogó a miembros de la secta, algunos de los cuales le manifestaron su deseo de volver a Estados Unidos con él. Jones temió que lo que había visto Ryan significara una sentencia de muerte para su organización.

Y el 18 de noviembre de 1978, antes de que Ryan, quien incluso fue apuñalado cuando salía del campamento, y su delegación pudieran abordar el avión en Port Kaituma, hombres de Jones los mataron a tiros. No había vuelta atrás: Jones, que llevaba semanas preparando a sus seguidores, procedió al suicidio colectivo con la ingestión voluntaria o forzada de veneno.

¿Olvidar o recordar?

Para Duke, “sigue siendo un misterio cómo un solo hombre pudo lavarle el cerebro a cientos de personas de esa manera”. “Le hizo mucho daño al país. Nos puso en el mapa del mundo (...) por las razones equivocadas. Tantas vidas perdidas... Deberíamos olvidarnos de todo eso. Dar la tierra a los agricultores (...) si no, esto todavía perdurará”, sostiene.

Las autoridades locales no respondieron a las solicitudes de entrevista de AFP, pero Tiffnie Daniels, representante electa de la oposición de Port Kaituma, cree que Jonestown debería convertirse en un lugar de “memoria”, un museo o un sitio turístico educativo.

Por el momento no hay nada. Solo un monumento y la selva. “Si hubiera cosas que pudieran ayudar a entender lo que pasó, cómo pueden pasar cosas así, sería útil”, considera Daniels. “Estos son malos recuerdos”, admite, “pero también es historia”.

Fuente: AFP.

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