En El Mozote, una comunidad rural enclavada entre cerros, 200 km al noreste de San Salvador, la vida era apacible. Sus habitantes sembraban frijol, maíz, caña, y otros se dedicaban a la ganadería. Al remover la tierra para construir su casa en El Mozote, Miriam halló las osamentas de la familia de su esposo. Hace cuatro décadas, militares en El Salvador mataron allí a 988 personas, la mitad niños, y aún nadie paga por ello.

También encontró el vestido ensangrentado de quien pudo ser su cuñada, Yesenia, asesinada cuando tenía año y medio, y la prótesis dental de su suegra. 15 personas en total, entre ellas tres menores, en la misma área donde alguna vez vivieron los padres de su esposo. “Me tocó recoger todos los dientes de las niñas, huesitos pequeños que habían quedado, como de dedos, y recogí todo, los eché en una bolsa”, recuerda Miriam Núñez, de 63 años.

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Eran épocas de guerra civil (1980-1992) y una guerrilla de izquierda operaba en el sector. El ahora proscrito batallón Atlacatl del ejercito -un comando entrenado por Estados Unidos- llegó en una operación de aniquilamiento. Separaron hombres, mujeres y niños en el pueblo, los acusaron de ser cómplices de los guerrilleros y mataron a todos.

Antes, varias mujeres fueron violadas por los militares. Algunos niños fueron lanzados al aire y traspasados con cuchillos por los soldados. Todo esto consta en relatos de sobrevivientes recogidos por Tutela Legal, una institución que dependía del Arzobispado de San Salvador y hoy es una ONG. Fue la mayor matanza en medio siglo registrada en América Latina. Miriam vivía en Lourdes, cerca de San Salvador y su esposo, Orlando Márquez, se salvó porque en esos días estudiaba en la capital.

“Basta de tapar el caso”

Entre el 9 y 13 de diciembre de 1981, los soldados quemaron viviendas de varios poblados y ejecutaron a 988 personas, entre ellas a 558 niños. El día más sangriento fue el 11, en El Mozote. Otras 712 personas que se escondieron en la vegetación o que andaban fuera, abandonaron la zona.

María de la Paz Chicas, que en aquel entonces tenía 11 años, estaba de visita en un pueblo cercano junto con su padre. Cuando trató de volver a El Mozote, “ya no nos dejaron entrar. Por eso nos salvamos”. “Nos dijeron que aquí ya no entraba nadie y que les diéramos gracias a Dios que no estaba el [militar] que mandaba”, porque también los hubieran asesinado, cuenta. Seis hermanos de María y 17 sobrinos murieron.

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En 1993, una comisión creada por la ONU culpó de la masacre a un grupo de militares. En 2012, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado salvadoreño, y le ordenó reparaciones. Los responsables estuvieron protegidos por una ley de amnistía de 1993, pero esta fue declarada inconstitucional en 2016 y se abrió un proceso, aún sin sentencia. En septiembre pasado, el juez del caso, Jorge Guzmán, cesó funciones en solidaridad con unos colegas que fueron despedidos tras una polémica reforma judicial.

“A 40 años (de la masacre) queremos decirle al Estado salvadoreño, mire, ya basta de seguir queriendo tapar este caso”, asegura el presidente de la Asociación de Víctimas de El Mozote, Leonel Tobar Claros, de 43 años. Era un bebé en la época, y perdió unos 25 familiares. Para el abogado de Tutela Legal, Ovidio González, la estrategia del gobierno y del ejército “es dilatar el proceso y que no se logre la condena a los militares responsables”.

Abrazada a su hijo

Miriam y Orlando llegaron a El Mozote una década después de la matanza, al finalizar la guerra civil en 1992, para reconstruir la casa familiar. María volvió por esa época también, y dice que el pueblo, tomado por la maleza, era refugio de coyotes.

“Cuando volvimos empezamos a recoger cráneos, recogimos huesitos de lo que hallábamos, los guardamos (...) Cuando vinieron los doctores forenses, lo primero que hizo mi papá fue entregarles un poco”, detalla María, hoy de 51 años. Los cuerpos fueron hallados en varias zonas del pueblo.

“A mi hermana la encontramos en el convento. Estaba embarazada de seis meses [cuando la mataron], le pusieron una piedra de moler en el estómago. Y con el niño de cuatro años a un lado. No soltó a su niño”, dice. Su hermana tenía 27 años. La única mujer que logró escapar del epicentro de barbarie, Rufina Amaya, murió en 2007. Su testimonio fue clave para las investigaciones.

Luces de luciérnagas

Cuatro décadas después, El Mozote se ha levantado sobre los cimientos del dolor. Como parte de la reparación, el gobierno asfaltó calles y construye la Casa de la Memoria Histórica. “Lo que siempre hemos exigido es justicia y reparación”, reclama José Cruz Vigil, de 67 años, quien perdió a 54 familiares.

Un monumento a las víctimas también se levantó en el lugar, y en torno a él se han realizado entierros en los últimos años. También hay un mural hecho de mosaicos. Son “los corazones partidos en pedazos”, dice María. En él también se representan figuras de luciérnagas. Cuenta el sacerdote belga Rogelio Ponseele, quien llegó a El Mozote días después de la masacre, que una noche el lugar se iluminó con luciérnagas, aunque no era la temporada. Dice que eran las almas.

Fuente: AFP.

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