Aquí empezó todo: en esta casa rústica en los confines de los Andes colombianos. Era 1964 cuando un puñado de soldados campesinos escapó del asedio militar para fundar la que sería la guerrilla marxista más poderosa de América. Cincuenta años de guerra después, y tras un lustro del acuerdo de paz aplaudido por el mundo, Marquetalia recobra la tranquilidad.

Atrás quedaron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC); por los caminos destapados de esta montaña cargada de historia ahora se ven militares y brigadas humanitarias desterrando uno de los vestigios más dolorosos del conflicto: las minas antipersona.

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Mientras el pacto que desarmó a la guerrilla enfrenta incumplimientos y trabas en la implementación, y surgen nuevas violencias, la paz se asienta en Marquetalia y sus valles, a 200 km de Bogotá, en el departamento de Tolima. Los colombianos siguen asociando a este punto perdido con las FARC y su cruenta, prolongada y fallida lucha por el poder con cientos de miles de muertos, desaparecidos y desplazados de por medio.

“Hubo tantas historias terribles aquí... Era sangre, cadáveres todos los días, con civiles blanco de guerrilleros y soldados”, recuerda Leonorice Villamil, líder de Planadas y Gaitana, en la parte baja de Marquetalia. “Las FARC aquí se sentían en su casa, bajaban de la montaña, iban y venían por donde querían. Los soldados levantaban muros, asediados en sus cuarteles”, añade.

Bautizo de sangre

Corría 1964. El gobierno se lanza a la reconquista militar de unos refugios campesinos bajo influencia comunista y adonde habían llegado sobrevivientes de la lucha fratricida entre liberales y conservadores. El 27 de mayo, en el cañón del río Ata, en Marquetalia, se libra la batalla que sellaría el bautizo de sangre de las nacientes FARC.

“En pleno centro del país, el lugar era estratégico para nosotros, un corredor entre las tres cordilleras, que conecta el norte y el sur, cerca de Bogotá”, explica a la AFP Pastor Alape, un exjefe de las FARC. Todavía hoy es una zona aislada y de difícil acceso.

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Para llegar al corazón de Marquetalia hay que trepar por un camino escarpado que mira al abismo. El recorrido comienza en motocicletas o camionetas rusas 4X4 y sigue a caballo y a pie bajo la lluvia y el barro. El espectáculo vale el esfuerzo: montañas con pendientes abruptas y picos de selva tropical. Al fondo, la cumbre del volcán Nevado del Huila. La rebelión comunista anidó sobre este cerro que ocupó alguna vez el ejército antes de que fuera propiedad de un agricultor.

“Las FARC controlaban todo con severidad”, recuerda el campesino Alberto Colorado, quien asegura haber perdido a cinco hermanos “reclutados a la fuerza” por la guerrilla y que murieron a manos del ejército. “Tocaba adaptarse y obedecer. Todos tenían miedo”, dice este hombre de machete al cinto y con un loro al hombro.

El expresidente Juan Manuel Santos y el líder guerrillero Timoleón Jiménez, alias Timochenko, firmaron la paz el 24 de noviembre de 2016. Foto: AFP.

Ganado y fríjoles

“Todo eso ya es historia antigua, todo ha cambiado”, sentencia Héctor Almario, de 27 años: “Aquí hay tranquilidad, nos movemos libremente día y noche”, agrega este líder comunitario que lleva los pantalones embutidos en botas negras de plástico. “Ya nadie viene a matarnos ni a bombardearnos. Vivimos en un pequeño paraíso”, festeja la también dirigente Bellanith Cumaco, de 44 años.

La comunidad suele reunirse en asamblea en la única escuela. Marquetalia son “19 familias”, explica Héctor. Son colonos pacíficos que viven del ganado, el queso y los fríjoles. Las fracturas de la guerra apenas asoman en la memoria.

También desaparecieron los cultivos de amapola, materia prima de la heroína, que florecieron bajo las FARC. Sin la violencia de antaño, persiste uno que otro problema sobre la propiedad de la tierra, raíz de los conflictos en Colombia. Más abajo, en Planadas y Gaitana, donde se percibe una mayor presencia institucional que en Marquetalia, el café y el cacao impulsan la prosperidad.

Aislados

Terminan la jornada, y los equipos de desminado juegan fútbol con los lugareños en los terrenos de la escuela. En lo más alto de la montaña, discretos, acampan los militares. “A veces hay rumores” sobre grupos armados que avanzan cordillera arriba, desde el departamento del Cauca, dicen los campesinos. Y si bien son rumores “tenemos miedo de que el Estado nos deje solos frente a toda esta gente”, comenta Almario.

Pero entre los ecos se escucha nítida una queja: “Nuestro problema hoy son las carreteras, los caminos, los puentes (...) ¡Y la ausencia del Estado!”, resume Bellanith. Villamil remarca lo dicho por su compañera: “Por eso la región siempre se ha sentido abandonada por Bogotá”. Y para la muestra un botón: las paredes pintadas de la escuela son “la única ayuda que hemos recibido del Estado” desde la firma de la paz, coincide Almario. “Hacemos todo nosotros mismos, incluido el mantenimiento de los senderos y el intento de construir una carretera”, remata.

Turismo en ciernes

Los pobladores también aspiran a “cambiar la imagen siempre negativa” de Marquetalia. Las extintas FARC ya no cuentan con apoyo local. Aquí nadie quiere “saber nada de eso”, confirma un comerciante. De la antigua guerrilla aquí no queda más que un centenar de desmovilizados y sus familias. Viven montaña abajo, en un terreno especial de “reincorporación” surgido del acuerdo de paz suscrito en noviembre de 2016.

Los retratos pintados del mítico guerrillero “Tirofijo” o la rosa roja símbolo del partido Comunes, que fundaron los excombatientes, adornan las fachadas de las casas. En su momento hubo “desconfianza”, pero ya “están integrados, las otras comunidades los han aceptado, casi adoptado”, apunta el hombre de negocios que exige reserva.

Con la paz, los exFARC quisieran promover el “turismo patrimonial o histórico” sobre la cuna de la rebelión marxista. La idea causa recelo. “Tendremos que discutir con la comunidad”, comenta Héctor, aunque al tiempo se interroga: “Si ayuda a atraer turistas y cambiar nuestra imagen, ¿por qué no?”.

El extenso conflicto armado en Colombia entre 1958 y 2018 dejó unos 262.197 muertos. Foto: Archivo.

La amarga búsqueda que destrabó la paz

Una flor de plástico sobre el nicho azul; dentro, los restos de un desconocido. Blanca Bustamante y otras mujeres adoptaron a estos “NN” para darle un nombre y un doliente a los desaparecidos de la guerra interna en Colombia. A diario, estas mujeres oran frente a diferentes bóvedas en el cementerio La Dolorosa del municipio de Puerto Berrío (centro-norte), en el departamento de Antioquia.

Blanca, de 60 años, marcó una de las tumbas con el nombre de su hijo desaparecido, aunque sus restos no estén ahí. Adoptó a un NN para sobrellevar su propia pérdida. Medio siglo de lucha ha dejado unos 120.000 desaparecidos, casi cuatro veces más que los de todas las dictaduras juntas de Argentina, Brasil y Chile en el siglo XX.

Cientos de muertos y pedazos de cuerpos llegaron arrastrados por el Magdalena desde los años 80 hasta comienzos de los 2000, cuando este río era un vertedero de cadáveres sin nombre ni dolientes. Los pobladores decidieron adoptarlos y rendirles culto.

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El acuerdo de paz de 2016, que desarmó a la poderosa guerrilla de las FARC, abrió la posibilidad de que las familias encuentren a sus muertos con la ayuda de sus verdugos. “Escogido”, dicen las tumbas NN (nomen nescio o ‘desconozco el nombre’) que ya tienen dueño. Unas cuantas exhiben pequeñas lápidas con el mensaje “Gracias NN por el favor recibido” y alguna flor de plástico.

La de Blanca es azul, marcada a mano con el nombre de su hijo ‘Jhon Jairo S.B.’ (Sosa Bustamante), un militar de 20 años que desapareció hace 14 cuando estaba de descanso. “Yo digo que si nosotros cuidamos a uno alguien nos puede cuidar al de nosotros”, se consuela la mujer de 60 años en diálogo con la AFP.

En 2007 su hija Lizeth de nueve años también desapareció. Salió de la casa y nunca más regresó: “Si ellos están muertos como NN debe haber otras personitas que amen a estos seres y los cuiden. Esa esperanza es la mía”, añora. A medio camino del río más largo de Colombia (1.540 km) bordea este puerto de 36.800 habitantes, caluroso y cercado durante décadas por un conflicto que enfrentó sin tregua a distintos grupos armados.

Río abajo

Con el acuerdo de paz nació la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD). Durante 20 años, esta entidad estatal tendrá la misión de ubicar a las víctimas, la mayoría civiles, de la guerra entre paramilitares, guerrillas, narcos y agentes estatales.

En tres años ha identificado y entregado 127 restos, en un arduo proceso de recopilación de información, comparación de muestras de ADN y no exento de obstáculos por la violencia que siguió a la paz. Solo en Puerto Berrío se han encontrado 116 cadáveres sin nombre, pero podrían ser hasta 700, según una estimación preliminar de la UBPD. En esa y otras poblaciones aledañas se han reportado 2.076 personas desaparecidas.

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Nelcy Díaz llegó a este puerto fluvial buscando el cuerpo de su esposo José Jesús Cubillos. Un grupo de guerrilleros se lo llevó junto a otros cinco campesinos a comienzos de 2002 en un pueblo vecino, cuenta esta profesora de escuela de 57 años. Nunca volvió a saber de él, pero le dijeron que uno de los rebeldes apareció con seis relojes en un brazo, diciendo que les había “pegado un tiro de gracia”.

A lo mejor su cuerpo fue a dar al Magdalena, confía, y la corriente lo empujó unos 200 kilómetros río abajo. “Puede que esté aquí”, en el cementerio, dice Nelcy. Para la directora de la Unidad, Luz Marina Monzón, la tradición de “adoptar” las tumbas en Puerto Berrío es “un acto de humanidad” y “de resignificar el horror”.

Nelcy conserva en su teléfono una fotografía de José junto a uno de sus hijos durante la ceremonia de graduación de su colegio. Tenía 42 años cuando lo raptaron. “Llevamos tanto tiempo luchando, como dando golpes de ciegos, es la primera vez que (...) el Estado nos está colocando cuidado”, concede.

Pescadores de cadáveres

José Lupo Escobar es un pescador de 69 años con una relación de “amor y odio” con el Magdalena: “Para nosotros es una fuente de vida”, pero hubo una época “muy tenebrosa”. “Uno encontraba los cadáveres por ahí bajando (...) Muchas veces sacamos una pierna, una mano, a veces una cabeza”, añade y señala los recovecos del río donde los muertos se iban apiñando.

Inmortalizado por el nobel Gabriel García Márquez, el Magdalena atraviesa el centro del país y baña once de los 32 departamentos. Sus aguas corrientosas llevan los restos de la prolongada guerra interna.

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Jairo Mira confiesa, arrepentido, haber asesinado y usar el río como “cementerio”. Era un adolescente cuando se sumó a los paramilitares para enfrentar a las guerrillas de izquierda. Pagó 17 años de cárcel por una masacre de 30 personas, admite el hoy marroquinero de 56 años.

“Aquí los muertos diarios eran 15 o 20 (...) Puerto Berrío en ese entonces se volvió zona de guerra y nos tocaba combatirlos en el pueblo y en el monte”, recuerda junto a su puesto de venta de zapatos y cinturones de cuero.

Los cadáveres se fueron acumulando en el cementerio La Dolorosa y con ellos nació “una fe muy propia de la comunidad porteña” por las ánimas, explica Ramón Morales, sepulturero del pueblo en los años 2000. “Llegaba un NN y estaban en la puerta” un puñado de “personas diciendo ‘¡guárdemelo a mí!’”, añade. Blanca reza a las ánimas con la esperanza de encontrar a sus dos hijos. “Nosotros necesitamos así sea un huesito, un dedito, eso es mucho para nosotros”, suplica.

Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) operaron desde 1964 hasta la firma de la paz en 2016. Foto: Archivo.

“Nos están cazando”: exguerrilleros

Cinco años después de firmar la paz, viven con terror en las mismas montañas de Colombia donde combatieron. En sus casas prefabricadas, los exguerrilleros confiesan sentirse cazados como “conejos” indefensos. A comienzos de 2017 unos 300 guerrilleros de las FARC se concentraron en un pequeño predio rural del municipio de Miranda, en el departamento de Cauca (suroeste), para entregar las armas. En la zona abundan los cultivos ilegales de marihuana.

En esa época todo era fiesta, pero luego la mayoría huyó. Una ola de asesinatos selectivos y la falta de tierras para sus proyectos agrícolas - “un incumplimiento de lo acordado”, alegan - rompió la vida colectiva. “El mismo dolor que se le causó a tantas personas se ha vuelto un odio”, dice a la AFP Luz Dary Guarnizo, viuda de un exguerrillero asesinado a hachazos no muy lejos.

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Aquí solo quedan unos 35 hombres y mujeres que no tuvieron adónde ir. A veces, cuentan, se oyen los disparos de los grupos que llegaron primero que el Estado para llenar el vacío dejado por las FARC en la cordillera.

Paradójicamente, la paz ha sido letal: 293 exguerrilleros fueron asesinados desde el desarme que vigiló la ONU. Cuando enfrentaban la ofensiva militar, entre 2006 y 2009, el ejército abatía a unos 640 guerrilleros al año, según el centro de estudios independiente sobre el conflicto CERAC. Ya sin armas, fueron asesinados 59 por año.

Crimen brutal

“Lo que se ha dado es por venganzas de un pasado”, explica Guarnizo, una campesina de 52 años. El 27 de diciembre de 2020 su esposo fue descuartizado. Manuel Alonso era un exguerrillero de 54 años que estuvo en prisión. En una de sus últimas fotos se le ve, sonriente, canoso y con un bigote en lo alto de un cerro sosteniendo una podadora.

“Me siento impotente. El acuerdo era que se iban a cuidar las vidas (...) A él, que fue uno de los que quiso que este proceso siguiera, le quitaron la vida”, suelta la viuda con voz entrecortada. Conocido como Romel, Alonso salió de prisión en 2018 gracias al acuerdo de paz. Se dedicó a la ebanistería y la serigrafía, cuenta Luz Dary en su taller ahora abandonado.

Aun con la zozobra, los exguerrilleros limpian caminos, reparan escuelas o siembran árboles a la espera de que sus gestos sean reconocidos por un tribunal de paz que ofrece penas alternativas a la cárcel a quienes aporten verdad y reparen a sus víctimas.

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Romel estaba respondiendo por unos 18 secuestros, algunos en esta misma región. “Yo no sé quién lo mató, pero sí sé por qué lo mataron”, se lamenta Luz Dary. Una posible venganza asoma en su relato. Solo en el 9% de los asesinatos de excombatientes la justicia ha identificado a los responsables.

La brutalidad del crimen marcó a los pobladores de esta aldea de casas con techo de lata: “A mí me da miedo, temor salir, me da miedo con mi marido, con el papá de mis hijos, porque el riesgo es que de pronto (los exguerrilleros) salgan y no vuelvan a sus hogares”, cuenta Amparo Cunda, una mujer de 28 años casada con un excombatiente de las FARC.

“Objetivo militar”

“Muchos de los hombres y mujeres que hoy estamos como firmantes de paz haciendo actividades en los territorios somos declarados objetivo militar”, denuncia Sandra Morales. Una decena de escoltas - la mayoría exguerrilleros - y dos camionetas blindadas acompañan en todo momento a esta mujer de 40 años, exnegociadora del acuerdo de paz en La Habana y quien en la guerra se hacía llamar Camila Cienfuegos.

Ignacio Loaiza era uno de los rebeldes que dejaron las armas y conformaban su esquema de seguridad. Fue asesinado a tiros en mayo. Estaba solo, “fue una cosa muy dura”, recuerda Morales durante un recorrido por la región con la AFP. En su computador tiene docenas de fotos de compañeros que corrieron la misma suerte.

“En la guerra hubo momentos muy difíciles porque estábamos armados y sabíamos que era confrontación de dos fuerzas (...) pero es que ahora me parece muy cruel, porque se han dedicado a cazarnos como conejos, como patos”, reclama desconsolada.

Debilidad estatal

Nuevos grupos comandados por exmiembros de las FARC que se apartaron del pacto de paz, bandas de origen paramilitar y la guerrilla del ELN se disputan el control del Cauca. Es uno de los departamentos con narcocultivos de Colombia. Es uno de los departamentos con narcocultivos de Colombia. Aquí también han caído nueve de los 43 exFARC asesinados este año.

Con la paz ya en marcha, los vecinos se acercaban a jugar fútbol en una cancha sintética construida junto al complejo donde viven los excombatientes. El año pasado un mortero artesanal fue lanzado cerca. Al parecer iba dirigido contra una patrulla militar. Tras la explosión, no volvieron ni los vecinos ni los soldados.

“Esto se debe (...) a una ausencia del Estado. No solamente de la presencia de fuerza pública, sino de un Estado con vías, con educación, con justicia”, apunta Leonardo González, investigador del centro de estudios independiente Indepaz.

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Según González, los disidentes están detrás de gran parte de los crímenes. En su mayoría son “nuevos reclutas” que no pertenecieron a las FARC y “ven la implementación del acuerdo como un enemigo” contra la expansión de los cultivos de marihuana y coca.

Las historias de muerte se suceden. Como en el conflicto, son las viudas las que las cuentan. Nancy Medina tenía un bebé de tres años con Fernando Ramos, un exguerrillero indígena asesinado en el municipio de Caldono, en Cauca.

“Lo sacaron de su sitio de trabajo con engaños, diciéndole que hiciera un domicilio (...) lo estaban esperando para hacerle una emboscada”, relata la mujer. La autoridad indígena identificó a los culpables como disidentes de la organización Dagoberto Ramos. Mientras sigan prófugos, Nancy teme por ella y su pequeño Elián. “Pueden tener represalias con la familia”, comenta en voz baja.

Fuente: AFP.

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