Retumban las balas. Celia Umenza silencia por segundos su defensa del agua frente a la minería en Colombia. La muerte les respira en la nuca a los indígenas que abogan por la naturaleza en el país más letal para los ambientalistas.
Mientras habla con la AFP, ráfagas de fusil y algunas explosiones sacuden las montañas que rodean su oficina, en el municipio de Toribío, departamento del Cauca. Umenza retoma el hilo de la conversación casi que indiferente ante el ruido amenazante.
Al menos 227 activistas defensores del medio ambiente fueron asesinados en todo el mundo en 2020: casi un tercio de ellos (65) en Colombia, denuncia la ONG Global Witness en su informe anual publicado este lunes.
“Tenemos las amenazas de la misma represión del gobierno, la represalia de guerrilla y también de los paramilitares”, explica esta mujer que apenas ronda el metro y medio de estatura pero ha sobrevivido a tres atentados.
El más reciente ocurrió en 2014. “Yo iba en una camioneta porque me llevaba un vecino (...) le cogieron la camioneta a bala”, recuerda la mujer de 48 años, criada en medio del conflicto interno de casi seis décadas.
Según Global Witness, 2020 fue al año con más activistas ambientales asesinados desde 2012, cuando la ONG comenzó a llevar la estadística. Los ataques vienen en aumento desde 2018.
Fuera de Colombia, los crímenes se concentran en México (30), Filipinas (29), Brasil (20), Honduras (17) y otra decena de países. Entre las víctimas existen varias coincidencias: 70% de ellas trabajaban para frenar la deforestación y todas menos una vivían en países en desarrollo. La tercera parte pertenecía a pueblos indígenas.
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“Sostener el agua”
A comienzos de los años setenta los pueblos originarios del Cauca, en el suroeste de Colombia, se organizaron para luchar contra los grandes cultivadores de caña, a los que acusan de desterrarlos de las fértiles tierras bajas del departamento para expandir su negocio.
“Ya no tenemos esos bosques que antes existían, ya no tenemos esa fauna, esa flora. Es bastante preocupante”, lamenta Umenza, que culpa al monocultivo de caña por esta deforestación.
A diferencia de la vegetación nativa, la caña “jala mucha agua y poco a poco” ha ido secando los arroyos de la parte alta de la cordillera, explica. “Hoy la disputa también es para sostener el agua”, explica la indígena.
En su informe, Global Witness concluye que muchas industrias “han actuado irresponsable durante décadas. Contribuyendo y beneficiándose de los ataques contra defensores del ambiente”.
Combinación peligrosa
En 2020 la minería y los agronegocios estuvieron relacionados con 34 asesinatos de defensores ambientales, denuncia la ONG, que remarca el control creciente de “grupos paramilitares y criminales” sobre la población rural.
Y en esta convulsionada región colombiana coinciden casi todas las amenazas a la naturaleza y sus defensores.
Cerca del municipio de Toribío, donde reside Umenza, la minería ilegal de oro contamina el agua con mercurio y más al norte los pesticidas empleados en los cultivos ilegales de marihuana envenenan los suelos.
Ambos negocios alimentan a disidentes del pacto de paz firmado por la disuelta guerrilla FARC en 2016, rebeldes del ELN y bandas de origen paramilitar.
Según Umenza, algunas empresas legales también están lucrando con la extracción ilegal de oro que compran a precios baratos. “Ellos patrocinan a todos estos pequeños mineros entre comillas ilegales”, señala.
Celia Umenza pertenece a la Guardia Indígena, una organización no armada que defiende los resguardos con bastones y radios. Asegura que varias veces le han salvado su vida.
A menudo la Guardia entra a haciendas cañeras que, considera, fueron usurpadas a sus ancestros y chocan con la fuerza pública. También es usual que desarmen y expulsen de sus tierras a combatientes de los grupos armados.
“En los territorios indígenas afortunadamente hemos conseguido que la minería no entre”, celebra la líder indígena. Pero el precio es alto, según denuncia: un miembro de la Guardia asesinado por semana en lo que va de 2021.
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“Zozobra”
Las amenazas contra Umenza comenzaron en 2001, cuando la Guardia Indígena se consolidó, y no han parado desde entonces. “Casi que nos bombardean de panfletos”, sostiene.
En 2005 vino el primer atentado, que ella atribuye a guerrilleros de las FARC que simularon un combate para dispararle mientras caminaba por el campo; y cuatro años después tuvo que salir de la región. Fue la primera de varias huidas, la más reciente en enero de este año.
Aunque ha denunciado los ataques, la respuesta oficial la hunde en la zozobra. En 2011 la estatal Unidad Nacional de Protección (UNP) le asignó un escolta con vehículo para resguardarla a ella y a otros cuatro amenazados en su zona.
Hace un par de meses, la misma oficina le ofreció un escolta personal, un teléfono y un chaleco antibalas. No “la acepté porque andando a pie con chaleco me siento más vulnerable”, como si fuera un blanco en movimiento, explica Celia.
La “zozobra” invade su vida y la de sus seres queridos. Sus tres hijos viven lejos por seguridad desde 2009 y el padre de ellos se separó de ella porque “no aguantó” el ciclo vicioso de amenazas, atentados y exilios temporales.
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Hoy tiene una nueva pareja, pero admite que “no es fácil vivir con una persona que hoy te sacan corriendo y mañana quién sabe”.
Fuente: AFP.