Un año después de la gigantesca y letal explosión en el puerto de Beirut, Shady Rizk sigue yendo al hospital para que le retiren los trozos de vidrio incrustados en su cuerpo. Pero superar el traumatismo es imposible.
“Prácticamente todos los meses, encuentran un nuevo trozo de vidrio. Todavía tengo fragmentos en los muslos, en las piernas, y creo que en los brazos”, dice este ingeniero de telecomunicaciones de 36 años. “Los médicos dicen que habrá vidrios en mi cuerpo durante varios años”, agrega.
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El 4 de agosto de 2020, hacia las 18:00, estaba grabando con el teléfono, desde su oficina, la densa columna de humo que salía de un almacén del puerto de Beirut, que quedaba enfrente. Unos segundos después, la onda expansiva de la explosión le dio de lleno. Trasladado al hospital, toda la piel de su rostro estaba llena de cortes y su cuerpo sangraba.
La explosión dejó más de 2.000 muertos, más de 6.500 heridos y destruyó barrios enteros de la capital libanesa. El drama traumatizó a toda la población, ya golpeada por el marasmo económico y la pandemia del coronavirus. “La explosión sigue viviendo en mi”, dice Rizk a la AFP ante su antigua oficina en ruinas.
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Los estigmas siguen estando al rojo vivo mientras la investigación local todavía no ha podido explicar por qué centenares de toneladas de nitrato de amonio permanecieron abandonadas durante más de seis años en el almacén 12, “sin medidas de prevención”, según confesaron las mismas autoridades.
La opinión pública acusa a la clase dirigente, a la que considera corrupta. “Cuando sabes que no se ha detenido a nadie (...) dan ganas de romper todo, de manifestarte (...) de lanzar cócteles molotov, de prender fuego. Cualquier cosa para manifestar tu rabia”, dice el ingeniero.
“Llorar por dentro”
En los brazos y piernas, este treintañero que quiere emigrar a Canadá para huir del infierno en que se ha convertido Líbano muestra sus cicatrices. Una multitud de pequeños cortes rojos recuerdan los 350 puntos de sutura que le dieron tras la explosión. Herido en los ojos por un trozo de vidrio, también le ha dañado la vista y sufre las secuelas psicológicas con las que hay que aprender a vivir.
“El traumatismo te desgarra por dentro, es como si llorara por dentro”, dice Rizk. Rony Mecattaf ha recorrido varios especialistas en Europa y se ha sometido a tres operaciones. Pero el psicoterapeuta de 59 años se resigna a vivir con la pérdida de su visión periférica.
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En el día a día debe sentarse en una posición determinada para tener al interlocutor en su campo de visión. En la calle, camina siempre escorado a la izquierda. Sus amigos bromean y le llaman el “hombre de un ojo”. Para Mecattaf, los supervivientes del 4 de agosto no han tenido la posibilidad de enfrentarse a su traumatismo.
Exhaustos como el resto de la población por una sucesión de crisis, todas sin precedentes, deben superar las dificultades del día a día marcado por la devaluación histórica de la libra libanesa, las dificultades de todo tipo, las filas de espera ante las gasolineras y los cortes de electricidad frecuentes en el calor tórrido del verano. “Todos estamos en modo supervivencia”, reconoce Mecattaf.
“Rabia y angustia”
En la azotea de su apartamento en el barrio de Mar Mikhael volado por la explosión, Julia Sabra comparte un sentimiento generalizado. Cinco meses después del drama, se instaló en su antigua vivienda completamente renovada. Pero ella y su novio siguen sin sentirse en seguridad.
“Cualquier ruido nos aterra”, cuenta la cantante de 28 años. “Las puertas que golpean, la tormenta, las ráfagas de viento, cualquier cosa que cae en las escaleras”. Su barrio, conocido por su vida nocturna, ha recuperado una apariencia de normalidad. Las noches del fin de semana, los noctámbulos llegan a las calles donde se mezcla la cacofonía de la música difundida por los numerosos bares.
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El día de la explosión, el barrio conocido por sus galerías de arte y sus restaurantes de moda parecía el fin del mundo: edificios destrozados, calles invadidas por los escombros y vidrios rotos, heridos ensangrentados que salían de cualquier parte.
“Mi novio estaba inconsciente en el suelo, con la cara y las piernas llenas de sangre”, recuerda Julia. Cuando se acerca el 4 de agosto, solo le queda “rabia y angustia. No hay un momento de respiro. Tratamos de curar los traumatismos, una herida, pero también hay que gestionar el día a día y su cantidad de penurias”, lamenta la joven.
Fuente: AFP.