Un militar venezolano se refugia detrás de un vehículo blindado. Lleva 48 horas escuchando el silbido de balas de fusil que llueven desde una barriada de Caracas, algunas le han pasado muy cerca. “Esto es un país en guerra”, resume con desgano.
Agentes de seguridad y una banda criminal que controla la peligrosa barriada de la Cota 905 y otras tres más en el oeste de la capital venezolana se enfrentaron duramente durante más de dos días, hasta que un despliegue de 2.500 efectivos ocupó la zona del conflicto. El balance: 22 “delincuentes” y cuatro miembros de las fuerzas de seguridad muertos. No está claro cuántos civiles murieron o resultaron heridos.
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Venezuela registra una de las tasas de inseguridad más altas del mundo, con 12.000 muertes violentas al año, según el Observatorio Venezolano de la Violencia: son 45,6 decesos por cada 100.000 habitantes, siete veces el promedio mundial.
La alarmante cifra responde principalmente al crimen organizado, que ha florecido en la base del narcotráfico, la extorsión y el secuestro, pero también a la corrupción y la mala gestión del Estado. Y el fenómeno de las “megabandas” -grupos delictivos integrados por entre 150 y 300 personas- ha crecido en la última década, agravando la situación que comenzaba ya a empeorar en los años 1990.
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“Tenemos una fauna criminal de delincuencia organizada violenta, estructuras de crimen en zonas urbanas, rurales, ideologizadas y no ideologizadas, por el control territorial, control de la población y la economía criminal”, explica a la AFP el criminólogo Fermín Mármol.
Al cóctel de violencia se suman colectivos “ideologizados”, surgidos en la era chavista, que, según el gobierno, defienden a la ciudadanía, pero la oposición y diversas ONG los acusan de ser paramilitares al servicio del poder, que controlan ciertas zonas desfavorecidas.
“No somos ladrones”
Miércoles 7 de julio: se registran los primeros disparos. Miembros de la banda de la Cota 905, que incluye al mediático “Koki”, por quien el gobierno ofrece una recompensa de 500.000 dólares, ordenan a los vecinos quedarse en casa, prohíben el libre tránsito y amenazan a la policía con represalias si suben a su territorio.
Desde lo alto de una favela montañosa con calles de arena y precarias viviendas, lanzan disparos hacia edificios, autos y transeúntes. Los delincuentes se resguardan en trincheras reforzadas con sacos de arena que les permiten ver casi todo, mientras accionan sus armas de guerra.
Aquel miércoles, jóvenes con un megáfono pedían a los conductores que dieran la vuelta. Al doblar la esquina hay un pequeño ejército, que no se ve desde la avenida. Llamarlo ejército no es exageración: fusiles de asalto, ametralladoras, pistolas nuevas y brillantes, cargadores llenos, granadas... Binoculares, radios portátiles. Una unidad de combate.
Otros muchachos vigilan desde los tejados o terrazas de edificios vecinos. Al principio están muy agresivos y les quitan los equipos a los periodistas de la AFP en el lugar. Los devuelven todo al poco tiempo de una inspección exhaustiva... y algo de negociación.
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“No somos ladrones, díganlo afuera”, comenta uno de ellos, hablando por todos. “No queremos a la policía aquí, la cosa es bien simple. Ellos cometen actos de violencia aquí, que no entren, esto no es suyo, no tienen que venir para acá”.
A pocos metros, un cuerpo yace en el asfalto con la espalda ensangrentada. Un desconocido intenta ver si está vivo dándole una patadita al cadáver, que permanecerá ahí 24 horas más. Este tipo de “megabandas” migró de una “criminalidad nómada” a una “sedentaria”. Pasaron a controlar zonas con el dinero obtenido con la extorsión, el secuestro y el tráfico de drogas, explica Mármol. Esta “economía criminal” les permitió ganar músculo financiero y comprar armas.
La organización de “Koki”, por ejemplo, controla el sector de El Cementerio, llamado así por colindar con un gigantesco camposanto, al que suelen lanzar desde la colina que lo circunda cadáveres de personas presuntamente ejecutadas.
“¿Dónde estás, demonio?”
Con sus disparos, los “malandros” (delincuentes) han bloqueado el tráfico en algunas calles y autopistas. Varias personas resultaron heridas por balas perdidas. Hay miedo. “Uno no se acostumbra” a la violencia, dice Deny Rodríguez, de 44 años y que trabaja por la zona. “Tenemos miedo, se siente el peligro, no sabes si vas a llegar”.
“Me despierto pidiéndole a Dios que sea un día calmado, que no se alboroten en la noche”, señala otro vecino que pide anonimato. “Duermes y no sabes si va a entrar una bala... es una situación superagotadora. Tengo pesadillas”. Un oficial del cuerpo élite de la Policía Nacional no se deja intimidar por los disparos. “Es un pulso, una medición de fuerzas”, dice.
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“Tenemos que subir al cerro para quitarlos de ahí (...) habrá muertos de los dos lados, pero somos más fuertes, ganaremos”. Habla de “daños colaterales”. El oficial exhibe con orgullo en el tablero de su patrulla, el libro “El arte de la guerra”, de Sun Tzu.
Jueves 8 de julio: Tras una noche de disparos y balas trazadoras, la policía rodea las cuatro barriadas. Los “malandros” no paran de disparar hacia las zonas desiertas, donde solo hay efectivos de las fuerzas del orden. Los enfrentamientos se trasladas a las radios. Un policía y un delincuente se enfrentan en la misma frecuencia. La discusión es surrealista.
- Koki, ¿dónde estás, demonio? (El oficial adopta la misma cadencia de los “malandros”)
- ¡Policía maldito, te vamos a matar!
- ¡Baja si eres hombre!
- Sube tú y vas a ver... ¡tú y tu familia!
- “Idea romántica” -
Las amenazas no detienen a las fuerzas de seguridad, que invadieron la zona durante la noche. “Disparaban de todas partes. Disparos en todos los lados”, dice una mujer bajo reserva. “Tacatacataca”, sigue, imitando el ruido de una ráfaga de disparos. “Nunca había visto esto aquí y eso que me crié aquí”.
La mujer vive con su familia en un “rancho”, como en Venezuela se llama a las casas pobres, generalmente de ladrillo expuesto, tablones y techo de zinc. “Las balas atraviesan el rancho. Nos metimos en una casa de bloques, éramos unos 50: niños, mujeres y algunos hombres. Esperamos toda la noche hasta que esta mañana se calmó y salimos”, añade.
“Los policías nos hablaban feo esta mañana: ‘Ayer estaban alzadas...’”, recuerda. “Le explicamos que solo queríamos salir a comprar comida para nuestros hijos”. “Es la primera vez en la historia de la Cota que entra la policía”, dice entre carcajadas mientras los agentes incautan autos, motos y gasolina en una casa cercana ocupada por la banda, cuyos líderes lograron huir.
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La ausencia de los cuerpos policiales en los grandes cinturones de pobreza es antigua. En 2013 se crearon las llamadas “zonas de paz”, lugares en los que la policía se comprometía a no entrar a cambio del compromiso de la banda de cesar su actividad delictiva. Fue una “idea romántica”, pero un grave error que permitió a los criminales prosperar, estima Mármol.
Las bandas comenzaron a imponer su ley en aquellas zonas, añade el experto. “Ellos instauraron las normas, la hora límite de fiestas, las horas de visitas para gente externa al barrio, resolvieron los problemas del vecindario”. Si bien han prosperado en medio de la peor crisis de Venezuela en su historia contemporánea, estas estructuras criminales surgieron en la época de la mayor bonanza petrolera, “pues la institucionalidad en el país se desmoronó”, observa Mármol.
Muchos de los reclutados son jóvenes muy pobres a quienes los seducen con dinero y armas. “A un niño de trece o catorce años cualquier cosa lo puede impresionar…”, comenta un activista social a la AFP.
“Sapos” y “vacunas”
Al igual que un Pablo Escobar que pagó educación, alimentación y atención médica a familias en la vecina Colombia, Ronna Rísquez, miembro de la ONG Monitor de Víctimas, recuerda que los grupos criminales comenzaron a “ayudar a las comunidades, a ofrecerles cosas que el Estado no les da más... eso hace que exista una cierta simpatía”.
Mientras las bandas ejercen un control férreo, ejecutando a los “sapos” (informantes), castigando a los que no pagan la “vacuna” (impuesto de protección) o a quienes se interponen en su camino, tienden a no acosar en general a las personas de su barrio.
“La verdad es que ellos no se meten contigo si no te metes con ellos”, responde. “Nos dejan tranquilos”. Mármol cita cifras impresionantes: Venezuela figura entre los 20 primeros con mayor tráfico de droga y entre los 15 más corruptos, mientras la impunidad sobrepasa el 90%.
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“Estimamos que en Venezuela al menos hay 18.000 estructuras de crimen”, de las cuales 6.000 se dedican a delitos no violentos (fraudes, hurtos, estafas, corrupción) y 12.000 a las actividades violentas, indica Mármol, que subraya que existen, por ejemplo, más robos violentos de carros que hurtos.
Unos días antes de la operación en la Cota 905, la policía había intentado en vano desarticular una banda de Tejerías, una pequeña localidad situada a 50 km al suroeste de Caracas. La respuesta de la banda de El Conejo fue la misma que en la Cota. “Los ‘malandros’ tenían una mejor vista (posición). Estuvieron disparando durante horas”, dijo Salvador Milde, un trabajador de una panadería de 18 años. “¡Lo que da miedo ahora es el silencio!”.
“Círculo vicioso”
Es difícil calcular cuánto dinero mueve en general la industria del crimen organizado, pero se estiman que son “decenas de millones de dólares”, dice un policía. “Con este dinero, compran armas y vehículos de lujo, y equipan sus casas”, a veces con jacuzzis o discotecas.
La delincuencia además afecta la economía, espantando inversionistas y turistas, que se niegan a viajar al país pese a las playas y otras zonas naturales, destaca Mármol. Por ahora, las autoridades se dan por satisfechas con haber ocupado la Cota, e incluso acusan a la oposición, sin pruebas, de estar aliada con los mafiosos.
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Mármol cree que un foco netamente policial lleva a un “círculo vicioso” que no terminará hasta que el Estado esté presente realmente, con servicios públicos hoy ausentes. Si no, “cuando la policía se retira, otra estructura criminal hace relevo”, advierte. Mientras, los habitantes de la Cota se cuidan la espalda con cada tormenta de balas.
“Hay tiros dos veces por semana”, dice Jesús Rey, un técnico de refrigeración de 40 años. “Un apartamento en otro sitio es difícil y muy caro. No me gusta mucho vivir aquí, pero ya me acostumbré. Es donde me tocó”.
Fuente: AFP.