Una alarma irrumpe entre pitidos de máquinas y el soplido de respiradores. Con dos parches de gasa sobre los ojos, el hombre que yace inconsciente bajo la ventana ni siquiera escucha ese ruido ensordecedor que en cualquier momento podría declarar su muerte.
“Baja presión de oxígeno”, anuncian unas letras rojas. El doctor Daniel Quispia señala la pantalla llena de numeritos. “Donde dice 25, debería decir 75” para que el oxígeno sea suficiente. Con 36 años, es el único intensivista de turno a cargo de los pacientes en el Hospital del Sur de Cochabamba.
Con cerca de dos millones de habitantes, esta ciudad enclavada a 2.600 metros de altitud en el centro de Bolivia sufre lo peor de la tercera ola de la pandemia de COVID-19 desde finales de marzo.
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El miércoles se reportaron en todo el país 3.839 casos nuevos, el número más alto registrado. Cochabamba ha promediado en los últimos meses unos 850 casos diarios, lo que casi triplica las cifras del primer embate, el año pasado.
Quispia presiona los botones del ventilador mecánico de manera casi automática, esperando una solución que solo en parte depende de él. Al cabo de unos minutos, la alarma se apaga y el doctor respira junto con el paciente. Tiene otros dos, también con COVID. Podría haber seis si de camas dependiera, pero el oxígeno no alcanza para tantos.
“Esto está descontrolado”, asevera el doctor, que levanta la voz para imponerse al ruido del generador de oxígeno que llega desde afuera, que ayuda, pero no alcanza. En la ciudad, el consumo diario de oxígeno medicinal pasó de una tonelada antes del último rebrote a entre tres y cuatro, según fuentes oficiales.
En Bolivia hay poca información sobre las variantes circulantes del virus. Existen registros de la variante Gamma, detectada primero en Brasil, pero no sobre la presencia de la cepa C.37, también llamada “andina”, que representa alrededor del 80% de casos en Perú y 30% en Chile.
Nicolasa Rojas, auxiliar de enfermería, sale exhausta de la terapia intensiva. Antes pasó por el ritual de desechar una a una las prendas de bioseguridad y lavar su máscara de astronauta. “Esta ola sí que nos está castigando fatal”, dice.
Esperar días para respirar horas
Se escuchan sirenas. La policía de Arbieto, una localidad cercana a Cochabamba, llega para dispersar una aglomeración. Un tumulto rodea a un hombre de casco blanco que anota los datos de varios a su alrededor. Es un trabajador de la planta de oxígeno de Valle Alto. “Seguro estás por negocio”, le grita una mujer a un hombre, aludiendo a quienes compran o recargan tanques para reventa ilegal. La oferta pasa por las redes sociales, donde la desesperación paga.
“Es una emergencia”, se excusa la mujer que intenta saltarse la fila. “Estamos todos por lo mismo”, contesta alguien entre la multitud. Son familiares de enfermos de COVID-19 rechazados de hospitales saturados o que, incluso internados, deben recargar ellos mismos los cilindros de oxígeno.
Muchos esperan en fila desde la madrugada para que se les asigne una cita, probablemente en cuatro días. No son pocos los que se van con las manos vacías, a buscar a otra parte. “Hay que tener corazón de piedra”, dice el encargado de la planta, el ingeniero Amílcar Huanca Mamani.
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Algunos acampan en la puerta, en vehículos o en carpas. Pedro Huaichu y su hija María armaron su tienda junto al enrejado. “Me toca a las 15”, dice este jubilado que busca oxígeno para su esposa. Es mediodía y los citados a las 10H30 aún esperan.
Julio César Padilla llegó hace tres días. Lo delatan las ojeras de cansancio y de llanto. “Decidí vivir acá para llevarle oxígeno a mi madre y a mi padre”, cuenta, preocupado porque el cilindro apenas le dura unas siete horas.
Sus padres llevan una semana infectados en su casa. Cochabamba tiene solo 18 camas de cuidados intensivos de salud pública para toda su población, y todas se encuentran en la capital del departamento. Las clínicas privadas son “carísimas”, dice Padilla. “Cobran entre 10.000 y 14.000 bolivianos ¡por día!”, cuando el salario mínimo no llega a 2.200.
“Alerta roja”
El teléfono del doctor Aníbal Cruz, secretario de Salud de Cochabamba, no para de sonar. El que fuera ministro de Salud del gobierno interino de Jeanine Áñez reacciona con serenidad a una frase que ya escuchó varias veces hoy: “Doctor, es una emergencia. ¡No tenemos más oxígeno!”.
Mientras conduce por las calles vaciadas por el toque de queda que rige entre las 18:00 y las 5:00 desde hace tres semanas, se pregunta si habría que volver a declarar alerta roja. En un hospital, eso implica que el personal debe ventilar a los pacientes oxígeno dependientes de forma mecánica, con una especie de fuelle, para intentar mantenerlos vivos hasta que llegue el oxígeno. Así se han evitado decenas de muertes.
Cruz llega a destino: el Hospital del Norte, a unos veinte minutos de la Plaza de Armas, que marca el centro de la ciudad. Allí, en plena noche y a pasos de la sala de emergencias, trabajadores somnolientos mueven botellones de un lado a otro del depósito. Una ambulancia se estaciona y de ella salen cuatro enmascarados vestidos de blanco. Una escena de ciencia ficción que se hizo costumbre.
“Se ha perdido el respeto a la enfermedad”, dice Cruz. Cree que luego de la primera ola, cuando se implementó una cuarentena rígida en el país, “el desconfinamiento no fue el adecuado” porque los bolivianos, en su mayoría trabajadores informales, retomaron sus actividades como si nada. Hoy, el jerarca vuelve a proponer un confinamiento de 14 días, a contramano de muchos, incluido el gobierno nacional.
“La curva sigue en ascenso”, subraya, y sueña con alcanzar la “inmunidad de rebaño”. Sin embargo, la vacunación va lento. Entre largas filas, aglomeraciones y certificados médicos falsos, menos del 15% de 11,8 millones de bolivianos recibió alguna dosis de Sinopharm, Sputnik V, Pfizer o AstraZeneca. Otros tantos no creen en las vacunas.
“Colección de difuntos”
“Aquí acaba la prisión que fue la vida...”, reza un cartel en la puerta del Cementerio General de Cochabamba, a pasos de la imponente chimenea del crematorio. La cremación es obligatoria si hay al menos sospechas de que la persona pudo haber muerto de COVID-19, excepto para los dueños de criptas y mausoleos privados. “A ellos les recomendamos que el nicho no se abra nunca más”, explica la administradora del cementerio, Lilián Scott, que dice tener una “colección de difuntos” para incinerar.
Recientemente, los dos crematorios del cementerio se saturaron y hubo hasta cuatro días de espera. Otro de los problemas que aquejan a hospitales y cementerios es el de los muertos en la calle: nadie se hacía responsable y no había dónde almacenarlos, por lo que terminaban en depósitos, elevando el riesgo sanitario.
A nivel nacional, entre el 1 de enero y el 8 de junio forenses realizaron el “levantamiento y reconocimiento de 2.094 cadáveres de fallecidos en vía pública y en domicilio”, según el Instituto de Investigaciones Forenses (IDIF) de Bolivia. La cifra fue de 5.098 entre abril y diciembre de 2020.
Fuente: AFP.