Entre las altas montañas de la provincia de Lima, a 80 km de la capital peruana, una milenaria red de canales de piedra surca las laderas de los cerros para transportar agua de lluvia, ríos y quebradas e infiltrarla en la tierra hacia los acuíferos subterráneos. Este sistema de ingeniería de origen prehispánico se conoce como amunas, una voz de raíz quechua que significa “retener el agua”.

En la comunidad campesina San Pedro de Casta, en la provincia limeña de Huarochirí, también le llaman la “siembra del agua” porque les permite disponer todo el año del recurso natural. Las amunas captan agua durante la temporada de lluvias. El líquido que recolectan en los canales permea y se infiltra y almacena naturalmente en el subsuelo.

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Luego, durante la temporada de sequía, los pobladores pueden recuperar el agua a través de los “ojos de agua”, donde brota desde los acuíferos subterráneos, y que puede derivarse a sistemas de riego o para uso en ganadería. Las amunas han sido halladas únicamente en la región de la capital peruana, cuya geografía de pendiente de alta montaña que desciende hasta el nivel del mar ayuda al flujo del agua.

Y por ello no solo son clave para las poblaciones locales. También contribuyen a la subcuenca del río Santa Eulalia, uno de los principales afluentes del río Rímac, que nace en el nevado Paca de los Andes peruanos a 5.508 metros sobre el nivel del mar, y que con 204 kilómetros de longitud provee 80% del agua de Lima, donde viven 10 millones de personas.

“Cada gota cuenta”

Las amunas tienen 1.400 años de historia y los habitantes de San Pedro de Casta las están recuperando bajo la organización de la ONG Aquafondo y empresas privadas. Roosevelt Calistro López, de 43 años, es uno de los comuneros de la zona. “Somos ganaderos y agricultores, y para nosotros cada gota de agua que se infiltra nos sirve para la sobrevivencia”, cuenta a la AFP.

En San Pedro de Casta, donde habitan poco más de 900 personas, valoran la importancia y legado de estas estructuras ancestrales. “Las amunas no son nuevas para nosotros, pero ahora las estamos mejorando. Hay lugares donde se habían secado y ya se han vuelto a infiltrar con el agua”, dice Calistro en el punto donde inicia la amuna Punabamca-Cacala, de 917 metros de longitud, recuperada en 2020 y a la que se accede a pie tras un recorrido de siete kilómetros desde el pueblo a través de arbustos y árboles de la montaña, a 3.200 metros de altura.

En la zona ya se han recuperado 17 kilómetros de amunas que recolectan agua suficiente “para unas 82.000 personas durante un año”, explica a la AFP la directora ejecutiva de Aquafondo, Mariella Sánchez Guerra. Este proyecto, iniciado en 2017, tiene como meta sumar ocho kilómetros de canales operativos para 2021, y completar 67 kilómetros de amunas para 2025.

El COVID-19, otra dificultad

Los mismos habitantes de San Pedro de Casta proveen la mano de obra para la recuperación de las amunas. La labor no es sencilla. Trabajar en estos canales serpenteantes en los bordes de las laderas tiene el riesgo de sufrir caídas. Además, la estructura está hecha con pesadas piedras que se transportan a pulso, sin maquinaria.

Las obras de recuperación deben hacerse entre octubre y diciembre, previo a la temporada de lluvias. Aquafondo contrata rotativamente a unas 120 personas de la comunidad. Pero 2020 fue un año especialmente difícil para los vecinos de San Pedro de Casta. La irrupción del COVID-19 y la cuarentena derivada cerraron el turismo y tumbaron los precios de los productos agrícolas de la zona, afirma a la AFP Deudonio Rojas de la Cruz, de 63 años y vicepresidente de la comunidad.

“La pandemia pegó fuerte, muchos productos agrícolas bajaron de precio” hasta 80% en algunos rubros, un golpe para quienes viven de la cosecha, dice. La llegada del coronavirus significó “días de mucho pensar si interveníamos o no en las amunas, para no poner en riesgo a nadie de la comunidad o de Aquafondo”, dice Sánchez. “Pero teníamos una gran preocupación por los ingresos que se generan en la comunidad con la mano de obra”.

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El cambio climático

Lima, motor económico de Perú y responsable de 44% del PIB nacional, está asentada en un desierto que la deja con gran riesgo hídrico, pues cuenta con solo 2% de los recursos de agua del país sudamericano. “Sembrar el agua es importante porque atravesamos una crisis hídrica, y en Lima tenemos solo tres ríos (Rímac, Lurín y Chillón), que además se encuentran bastante degradados”, expresa Sánchez.

Cada kilómetro de amuna aporta unos 178.000 metros cúbicos de agua al año, y se espera que en los años próximos el 80% del agua que recogen estos sistemas ancestrales llegue hasta Lima para su consumo. Roosevelt Calistro asegura “que el fruto de esto viene más adelante”.

“Cuando era niño escuchaba a mis padres decir que había que sembrar el agua en la parte alta, y hoy en día lo voy entendiendo. Esto lo llevamos en nuestra sangre y venas, y lo hacemos con orgullo y voluntad”.

Fuente: AFP.

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