Pepa Kostianovsky
Tras tantos años de otear el horizonte, no solo el nuestro, el paraguayo digo, sino en general el de América Latina, no queda sino reconocer que somos sociedades demediadas por la riqueza de unos y la pobreza de otros.
El problema de estos pagos es que cuando más se abre la brecha, más pobre y desprovisto queda el espacio en donde se alojan, cada vez más numerosos y raídos, los despojados.
Del lado cómodo, pareciera que a muchos solo les preocupan sus frivolidades y su seguridad. La mayoría no atina a considerar que los peligros que acechan a su paz cotidiana no se solucionan con rejas, guardaespaldas, ni alarmas y chips hasta en las mascotas.
Y no precisamente porque de ese caldo de necesidad y desvalorización que es la miseria surjan como hongos los delincuentes expontáneos, los motochorros, los ladronzuelos, los rateros. Sino porque en ese puchero sin carne, se mimetiza y recluta fuerzas el delito grande, el de los narcos, los traficantes de armas, los terroristas, los señores de la guerra.
El pibe que nace y crece en una tapera, en la calle, que come lo que encuentra en los basureros y duerme sobre cartones, no tiene ningún aprecio por su vida, o por su libertad. Le importa poco terminar tirado en un calabozo lleno de ratas, comiendo cuando le toca el inmundo rancho de las cárceles. Le da lo mismo.
Cuando le proponen engancharse en cualquier operativo, desde asaltar una despensa, a meterle dos chumbazos a un tipo que ni sabe quién es. No lo amedrenta el riesgo de ir a parar a un penal, o ser él quien pasa a “volar alto”. Le ofrecen un toco de dinero que ni imaginó jamás y al chistido nomás se enrola sin titubeos.
El pobre infeliz no lo hace de valiente, lo hace de temerario. De no tener en su panorama una vida, de no servirle para nada su libertad. Pueden comer cualquier carroña, de la mano de un jefe que al menor descuido o a la menor sospecha, los revienta. Ni siquiera saben lo que es la dignidad.
Y esas enormes miserias, esas legiones de personas que se amontonan, nacen, crecen, se multiplican, en las carencias más elementales, no se solucionan, ni se transforman con la varita mágica de planes de asistencia, pensiones, subsidios, comedores sociales. Ni mucho menos con polladas y rifas.
Esos humillados ovillos del tejido social solo tienen una punta por la cual irse descomprimiendo, aliviando, saneando. Y es el trabajo. Cuando la demanda de empleo emerge en el horizonte es como si rayos de luz se apoderaron de esa dolorosa oscuridad. La gente percibe la oportunidad diferente. Y empieza a valorar su propia vida. Su propia dignidad.
Definitivamente, la única respuesta es la oferta de puestos de trabajo, la demanda de mano de obra, la recuperación de los seres humanos que hoy viven humillados. Demás está enumerar los recursos con que se cuenta. Solo hace falta asumir como Política de Gobierno el aliento a la producción y al empleo. El que pretende ocuparse del país, debe tener bien clara esa consigna, y, en especial, saber cómo hacerla realidad.