• Por Felipe Goroso S.

El 16 de diciembre de 1989, miles de per­sonas salieron a las calles de Timisoara, en Rumania, para protes­tar contra la dictadura de Nicholai Ceausescu. Unos días después de la masacre de Timisoara, Ceausescu pronunció un discurso en Bucarest ante cien mil personas, que acallaron al excéntrico tirano con gritos de “¡Timisoara!” y “¡Abajo los asesinos!” Ceausescu intentó escapar del país con mil millones de dóla­res, pero fue capturado y ejecutado.

Con la partida de Ceausescu, los periodistas occidentales estaban invitados a ver los horrores de su régimen. Ya el día del derrocamiento de Ceausescu, los habitantes de Timisoara estaban des­enterrando fosas comunes. Hubo sesenta y cinco muertos y cerca de trescientos heridos el primer día de manifestacio­nes, el 17 de diciembre. El 22 de diciembre de 1989, se mos­traron diecinueve cadáveres encontrados en una tumba poco profunda como víctimas de la dictadura. La agencia de noticias yugoslava Tanjug citó un número de muertos de 4.630, cifra recogida más tarde por otras agencias de noticias europeas, varias de ellas con cierto presti­gio. Robert Maass tomó una infame fotografía de un hom­bre no identificado llorando sobre los cuerpos de una madre y un bebé. Aunque en aquel momento se suponía lo contrario, más tarde se supo que el hombre que lloraba y la mujer muerta no eran los padres del bebé muerto. Un mes después, resultó que los cadáveres eran de personas que murieron antes de que se produjera la protesta: la madre murió de cirrosis y el bebé de síndrome de muerte súbita del lactante.

Se había montado el espan­toso escenario principal­mente para los medios de comunicación. Las cadenas de noticias de todo el mundo repitieron imágenes sin edi­tar (y obviamente, sin verifi­car ni corroborar) provenien­tes de la televisión rumana, lo que aumentó la desinforma­ción. Para entonces, los perio­distas de la AFP constataban en privado que la cifra de 70.000 muertos registrada en toda Rumanía era probable­mente muy exagerada. Menos de un año después, se cuestio­naba las imágenes transmi­tidas por los canales de todo el mundo. Al poco tiempo, se confirmó que los muertos mostrados habían sido desen­terrados en un “cementerio de pobres” para darle vero­similitud a la “noticia”. Algu­nos huesos eran de animales y los cadáveres maquillados y puestos sobre el suelo para que los corresponsales los fotografiaran.

Siguió la controversia y Timi­soara se convirtió en sinó­nimo de manipulación y sen­sacionalismo de los medios. Es una noticia falsa que ilus­tra claramente y obliga a algu­nas preguntas, muy oportu­nas, por cierto: ¿Pueden los periodistas escapar de los intentos de manipularlos? ¿Puede el público entregar su confianza a los intereses cor­porativos, comerciales de las líneas editoriales de grupos mediáticos que abiertamente asumen posiciones políticas repletas de saña y animad­versión?

Hay mentiras tan gruesas que parecen ser verdad, sobre todo si van acompañadas de “documentos”. Las espeluz­nantes fotos de la carnicería de Timisoara recorrieron el mundo, en una época en la que no había redes socia­les, ni preocupación por la “posverdad”, ni verificado­res de hechos. Entonces todo entraba, y alguno diría que esa escuela del periodismo tiene sus adoradores en Para­guay hasta hoy y goza de muy buena salud.

En fin, en aquella época estaba muy claro dónde estaba la fuente de las mentiras, quién inventaba las “noticias” sin ninguna clase de escrúpulos. Una “noticia” así tapa otras realidades, como la corrup­ción del gobierno de Mario Abdo Benítez sobre la cual se sigue manteniendo un silencio tan cómplice como criminal.

Tras el descubrimiento del fraude de Timisoara, se la consideró como “el primer triunfo mundial de la socie­dad del espectáculo”. Ignacio Ramonet habló de “medios necrófilos”, ávidos de críme­nes, matanzas y toda clase de desgracias. “La falsa fosa común de Timisoara es pro­bablemente el mayor engaño desde la invención de la tele­visión”, escribió el periodista. Ahora ya estamos acostum­brados a que nos engañen, pero entonces fue una sor­presa, sobre todo para los menos avispados en este tipo de montajes.

La mentira es una industria que genera beneficios, tantos más cuanto más gruesa es y más se adorna con términos apocalípticos, como “dicta­dura”, “atropello”, “copa­miento” y otros. Por el con­trario, la verdad ni se compra ni se vende.

La frenética obsesión por obtener y difundir informa­ciones no verificadas o direc­tamente falsas se conoce como el síndrome de Timi­soara. El permanente ánimo de espectacularización, dra­matismo y morbo de la puesta en escena de la información pueden poner en entredicho el sacrosanto deber de proveer al público información veraz y fidedigna. Es en este punto que sobreviene la cuestión deontológica de los límites de la información: ¿es posi­ble, en nombre del legítimo derecho a informar, decirlo todo y, lo que se dice, decirlo magnificándolo y sobre todo sin haberlo chequeado por­que el ánimo de ensuciar es más fuerte que la obligación de publicar la verdad?

Tras el descubrimiento del fraude de Timisoara, se la consideró como “el primer triunfo mundial de la sociedad del espectáculo”.


La frenética obsesión por obtener y difundir informaciones no verificadas o directamente falsas se conoce como el síndrome de Timisoara.

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