• Por Josías Enciso Romero

Se llamaba Pinky, pero le decían Foca. Saltaba y aplau­día extasiado cada pelo­tudez que decía o hacía su jefe Marito. Similar a una pelota para exhibir con el hocico sus dotes de mala­barista. Como alma que lleva el diablo huía preci­pitadamente de cualquier aproximación o semejanza a ese órgano que definimos como cerebro. Nada causa tanto miedo como lo desco­nocido. En sus momentos de mayor lucidez balbuceaba algunas paparruchadas de difícil traducción en buen romance. Repetía el libreto que le escribían los menos lerdos y, para colmo de males, repetía mal. Y tam­poco era gran cosa en ese zoológico de irredentos solípedos. Era de los que se aplazaban hasta en “recreo”, porque salía al patio cuando todo el mundo ya estaba de regreso al aula. No usaba la goma para borrar sus erro­res, sino para destrozar la hoja del cuaderno. Cada vez que copiaba algo del pizarrón rompía la punta del lápiz. Así de incomprendido ya se pre­sagiaba el muchacho. Des­pués, siguió rompiendo.

Para el diario que nació con fe en la plata, y con la bendición del sangriento dictador Alfredo Stroess­ner, cualquier bodoque que hable mal del cartismo puede convertirse en estre­lla. Para ese medio, obvia­mente. Fantaseando con ser una mezcla de Brad Pitt y Noam Chomsky, se pavonea ante las cámaras de la versión TV de la cadena zuccolilliana. Después del nuevo intelectual republicano –que hizo pali­decer de envidia a Blas Garay, Natalicio González y Epifa­nio Méndez Fleitas–, Gerardo Soria, ya viene Pinky en can­tidad de metraje, minutos y horas ocupados en la citada corporación mediática. Hace días estuvo en Paraguay el escritor y siquiatra español Enrique Rojas, autor del clá­sico “El hombre light”, pero no le dieron piola. El diputado Mauricio Espínola monopoli­zaba el escenario. ¿Qué tras­cendencia puede tener un intelectual de talla universal ante las bri­llantes elucubraciones del legislador marioabdista, quien nunca abandonó las calles de Moguer? Lo que Pla­tero tenía de suave, él lo tiene de bruto.

Hay que admitir que tiene una cualidad espe­cial. Muy particular. De suyo. Arremete con­tra cualquier tema con espeluznante osadía. No respeta ni cerco de alam­bres de púa de cinco hilos. Desde la física cuántica hasta el mosto helado que se exprime con trapiche de palo, pasando por el agujero negro, la capa de ozono, las frases célebres de don Mario, las siete cabrillas y el ojeo. Y, últimamente, hasta ya opina de política. Se enoja por lo que él cree que está mal y también porque se corrige, lo que, según él, estaba mal. Un típico caso de bipolaridad. En vez de alegrarse por lo que podría haber sido la victoria de su causa, se ofusca, escupe bilis, despotrica y hasta quiere ser irónico. Quiere, porque, finalmente, el producto es una suerte de mbeju con ajo, limón y ajenjo. Mi abuelita diría: “Ni caramelo”.

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La decisión del pre­sidente Santiago Peña de desvincular a todos los empleados de Itaipú que ingresaron a la entidad bina­cional por medio de un cues­tionado proceso de selec­ción externa era correcta. El asunto olía a podrido. Conta­minado por funcionarios de alta jerarquía para beneficiar a hijos, hermanas y amantes. Sin embargo, ante la even­tualidad de que “los justos puedan pagar por los pecado­res”, decidió revisar su posi­ción inicial. Un enorme gesto de humanidad. Pero para Pinky fue una feroz recu­lada. Repitiendo la cantinela de su diario amigo. Para él, lo torcido está bien, y lo que está bien debe ser torcido. Es que así funciona el hueco que tiene en su cabeza en vez de masa encefálica. Porque de tal manera se acostum­bró durante el gobierno de Mario Abdo Benítez de quien era ministro asesor político adjunto, donde lo ilegal era la norma. Y la norma legal era lo que menos importaba. Y así sigue la función al com­pás de la galopa, al menos para Mauri, quien sigue encerrado en su termo de pitufo con ojos desorbitados. Cuando se agote el morbo, el diario de la calle Yegros lo reemplazará por otra estre­lla de primera magnitud. Tal como pasó con Soria. Hasta entonces.

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