Es como el pavo real. Exhibe presumido su plumaje en las ceremonias públicas de habilitación de obras. Ufano y orondo. Pasea su estampa por la tarima para recibir la ovación de sus cortesanos. Cortesanos que fueron oradores previos y que elogiaron las inimitables virtudes de su majestad. Digno heredero del único líder. De quien su padre sacó impúdicas riquezas para que sus hijos vivieran sin trabajar. Pero ante cualquier sonido extraño a su natural hábitat de oportunistas, arruga. Y arruga por completo, que se convierte en la envidia y admiración de los mejores magos y prestidigitadores. Pues tiene la habilidad de desaparecer en pleno escenario ante la mirada estupefacta del público. El viejo Pedro B. Palacios, desde el más allá, disfruta de sus versos certeros: “Ten el tesón del clavo enmohecido/ que ya viejo y ruin, vuelve a ser clavo;/ no la cobarde intrepidez del pavo/ que amaina su plumaje al primer ruido”. Nuestro ejemplo por la vía de la comparación se refugió en el ominoso silencio en tiempo de pandemia. Metió violín en bolsa y se marchó derecho y a la izquierda.
Con la epidemia del sicariato, nuestro protagonista de opereta repitió la dosis de Laxosan. En momentos críticos se olvidó de la palabra –de la que tanto abusa para pavonearse– y se acordó de que boca cerrada no mete la pata. Es guapo a la hora de las bravuconadas y para desafiar a sus enemigos políticos dentro de su propio partido, el Colorado, –los trata como enemigos y no como adversarios–, pero se encoge cuando tiene que enfrentar los verdaderos desafíos que demandan el oficio de gobernar. No tiene uñas de guitarrero. Y cuando canta, desafina. Espera un prudente tiempo para volver a sus andanzas. Pasado el peligro vuelve a inflar pecho, pensando que el pueblo se va a olvidar de los momentos en que se le exigía presencia y resultados y él no tuvo mejor idea que meter la cabeza bajo la tierra. El estigma de blandengue y medroso tiene el registro autoral de su nombre.
El hombre que se animó a llamarlo por su nombre, sin escatimar acentos, fue el gobernador del departamento de Amambay, Ronald Acevedo, del Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA): “La mafia está carcomiendo nuestro país. La semana pasada fue el fiscal (Marcelo) Pecci, hoy es mi hermano y mañana puede ser cualquiera de ustedes. Déjese de joder, Marito, no tenés huevos”. Estas declaraciones, cargadas de indignación, fueron formuladas minutos después de que su hermano (del gobernador), el intendente de Pedro Juan Caballero, José Carlos Acevedo, sufriera un atentado que lo tuvo en agonía durante varios días, hasta que, finalmente, falleció el sábado 21 de mayo.
El gobernador Ronald Acevedo tampoco se olvidó de lo que le pasó a su hija, Haylee Carolina Acevedo Yunis, quien fue asesinada por sicarios junto con otras tres personas. Repetimos sus expresiones de dolor, porque reflejan la indefensión en que nos encontramos todos los ciudadanos. “¿Qué hicieron por mi hija? ¿Están aprehendidos los que mataron a mi hija? (…) Que se vaya a la mierda este gobierno”. Un sentimiento casi unánime de todo el pueblo paraguayo. Decimos “casi” porque los chupópteros de todos los gobiernos, acomodados con los gobiernos de turno, siguen alentando al presidente de la República, Mario Abdo Benítez, de que está en el camino “correcto”. Para los trepadores consuetudinarios, sin esperanzas de redención, es más importante facturar que la seguridad ciudadana. Se enriquecen con el sufrimiento de la población hambreada –sobre este tema volveremos con estadísticas– por un régimen insensible al que solo le obsesiona, como ya dijimos en uno de nuestros editoriales, robar hasta lo último guaraní que se pueda antes de que termine este mandato presidencial.
Los lenguaraces del círculo de los inescrupulosos y espinazos de caucho también se tragaron la lengua. Sus mentes tienen fijación en aquello de “A rey muerto, rey puesto”. No tendrán ningún inconveniente en subirse al carro del ganador después de las internas del 18 de diciembre de este año. Y saben que el precandidato oficialista no tiene chances, aunque le den diez metros de luz en términos burreros, deporte que le fascina al vicepresidente Hugo Velázquez. Tragar los recursos del Tesoro Público tiene una compensación: tragarse las lenguas para no opinar. Una ecuación perfecta para los sinvergüenzas que nunca aprendieron a trabajar. Eso sí, medraron con la política y rapiñaron el Estado. Impunemente, al menos hasta hoy. La justicia tarda, pero siempre llega. Aunque sea como repudio ciudadano.
Cuando su hermano estaba ya con muerte cerebral declarada, el gobernador Acevedo dijo lo que el Paraguay piensa –siempre con la excepción de los miserables obsecuentes–, refiriéndose al mandatario: “No hay palabras. Gracias Marito por ser un reverendo inútil. Toda la población del Amambay está sufriendo una inseguridad”. Nosotros añadimos: “Todo el país”. El jefe departamental siguió metiendo el dedo en la supurante llaga: “Gracias por todo, por acordarte de Amambay. Podés sacar nomás a los policías de acá, ya no necesitamos. Este es el Paraguay de la gente. Tu gente está muriendo en Amambay. Gracias, Marito”. Si el sarcasmo golpea con crudeza, el señor Acevedo acribilla. Mientras, nuestro pavo real cobarde, como dijo el poeta, continúa escondiendo su plumaje ante el primer ruido.
Para los trepadores consuetudinarios, sin esperanzas de redención, es más importante facturar que la seguridad ciudadana.
Los lenguaraces del círculo de los inescrupulosos y espinazos de caucho también se tragaron la lengua. Sus mentes tienen fijación en aquello de “A rey muerto, rey puesto”.