“Somos un país divino”, repetía uno de los esperpénticos personajes de nuestro crudo realismo cotidiano, mientras los policías agitaban palitos para abollar ideas (permiso, Mafalda) hasta que se les acalambraran los brazos en su noble misión de dispersar manifestantes más molestos que mberu hovy. Años después de aquellos días ingratos en que algunos eran muy felices –ya sin la presencia del líder número uno en todo–, otro protagonista del teatro vernáculo repite la dosis. Con pequeñas alteraciones en los apuntes: Lo “divino” cedió el paso a “de maravillas”. Al día siguiente, cuando el malón periodístico se le fue encima, porque la sociedad sufría el acoso de la inseguridad, sin parpadear, respondió: “¿Y ustedes no ven la violencia en las calles de San Pablo y México?”. Más latosa que tábano sobre anca de algún rocín, una colega insiste: “Usted no hizo esa comparación el día de ayer”. Con un ademán da por concluida la entrevista colectiva, no sin antes farfullar una recomendación: “Vayan y lean de nuevo sus grabaciones”. Así somos. Entre trágicos y divertidos.
Nuestro Paraguay es hermoso. Lamentablemente anda de concubinato con el infortunio. Un país rico con gente pobre. Otros más puntillosos dirán que exportamos alimentos, mientras hay familias que padecen hambre Y eso nos ubica en el límite de lo paradójico. O nos convierte en una gran paradoja. Somos el país de la sopa dura, de un invierno con temperaturas asignadas al más ardiente verano, con duetos vocales que son cuartetos, con actos que no estaban prohibidos, pero que nadie tenía permiso para entrar; donde al feo le dicen “porãto”, al atolondrado, “juicio” y al desagradable, “simpático”. Y como la política es una manifestación artística al aire libre, el pueblo presencia gratuitamente los dramas entre risas y llantos. Con actores tan sorprendentes como aquellos de rostros adustos que denotan enojo constante, irritados, pero que tienen Alegre de apelativo. Una contradicción predecible en nuestro país.
Nuestro Alegre nunca demuestra alegría. Todo el día anda cabreado. A su favor podemos alegar que es tan persistente como la gota que horada la roca. Aguanta a pie firme el viento norte. Nadie le quitará el honroso lugar del vitaliciado presidencialista. En las elecciones del 2008 encabezó la lista a senadores por el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA). Perdió ante Nicanor Duarte Frutos, aunque a este último nunca le dejaron asumir. En el 2013 fue candidato a presidente de la República y fue derrotado por Horacio Cartes. En el 2018 le ganó Mario Abdo Benítez (mediante el apoyo incondicional del movimiento Honor Colorado). Al otro día de su último fracaso electoral ya estaba de nuevo en campaña. No pensaba cederle su lugar a ninguno. Salvo a Efraín. La concertación tiene la obligación moral de ungirlo candidato. De eso está convencido. Nadie tiene tanta experiencia como él. Ni siquiera Nadia. “La tercera es la vencida”, se justificó en un adagio popular. Tirios y troyanos, montescos y capuletos se pusieron de acuerdo para apuntar la artillería hacia el presidente del PLRA. Aquí cabe aquella frase tan común, pero igualmente descriptiva: logró la unidad de sus adversarios, pero en su contra. Suele suceder.
Efraín no quiere saber nada de consensos. Reclama ir a elecciones dentro de la Concertación. La Concertación de la cual él forma parte. Está la otra, la de Fernando Lugo. Confiado en que el conglomerado electoral del radicalismo auténtico le responderá ciegamente desafía a sus adversarios a someterse al veredicto de las urnas. Ni siquiera quiere sentarse a conversar en la mesa de precandidatos. El Partido del Movimiento al Socialismo (P-MAS) rechaza de entrada a Efraín. Blas Llano, senador por el PLRA, sentencia que Alegre es el “único que no quiere buscar el consenso”. Un decepcionado senador liberal, Abel González, va a los extremos: que no voten a los presidenciables liberales.
En las memorias no escritas de Alegre, Efraín dice que “nunca leerás que me di por vencido”. Es ahí cuando nos acosa el recuerdo del inimitable Roberto Fontanarrosa, quien alguna vez deberá ser rescatado del olvido al que fue recluido. Su relato de “Edmundo Cachín Medina” es de antología. Revive la velada boxística entre nuestro héroe y “Varicela” Donald Dinsmore en “La Brea Stadium Center” de Los Ángeles. En el primer asalto, de un morterazo, “Varicela” le arrancó la cabeza, literalmente, a “Cachín”. Aun así, nuestro boxeador siguió de pie. Desde algún lugar una voz le alentaba: ¡Vaaamos, Cachín! Con ese apoyo llenando sus pulmones de energía llegó al decimoquinto asalto. Y quedó parado. Mortalmente herido, pero parado. Perdió por puntos: 43 para ser exactos. Al otro día, uno de los encargados de la limpieza del estadio, entre las cosas que los espectadores desecharon, encontró la cabeza de “Cachín” Medina, quien con voz enronquecida seguía gritando: “Vaaamos, Cachín”.
Obviando el realismo sarcástico de “El negro” Fontanarrosa, la tenacidad de “Cachín” es comparable con la indoblegable voluntad de Alegre de no dejarse amedrentar por las derrotas. Mucho menos por quienes ni siquiera sufrieron una. Por eso, estamos convencidos que, después de su sexto o sétimo intento, su espíritu ya desprendido de su cuerpo seguirá vociferando: “¡Vamos, Efraín, todavía!”. Es la pura verdad.
Efraín no quiere saber nada de consensos. Reclama ir a elecciones dentro de la Concertación. La Concertación de la cual él forma parte. Está la otra, la de Fernando Lugo.
Nuestro Alegre nunca demuestra alegría. Todo el día anda cabreado. A su favor podemos alegar que es tan persistente como la gota que horada la roca. Aguanta a pie firme el viento norte.