Nuestro país, incluyendo gran parte de la región, se conmocionó aquel 10 de mayo de 2022 cuando, en un repudiable atentado, pierde la vida en manos de sicarios el fiscal paraguayo contra el crimen organizado Marcelo Pecci, en la Isla de Barú, Colombia. Pero, tras el estupor inicial, algunos sectores rápidamente apelaron al miserable recurso de manipular el vituperable hecho con propósitos electorales, sin consideración alguna hacia el dolor de familiares y amigos y la comprensible consternación de todo un pueblo.
El primero de ellos fue el eterno candidato a la Presidencia de la República –puede que aún lo sea para el 2028, pues nunca renunció públicamente a sus pretensiones– Efraín Alegre, quien, incluso, aventuró nombres de sus enemigos políticos como posibles responsables intelectuales del abominable crimen.
En ese mismo tono también se sumaron algunos referentes del oficialismo de aquel entonces, liderado por Mario Abdo Benítez, cuyo candidato, Hugo Velázquez, todavía vicepresidente en ejercicio, iba a enfrentar en las internas del Partido Colorado al postulante de la disidencia, Santiago Peña, quien, finalmente, pasó todos los cedazos comiciales para llegar al Palacio de López el 15 de agosto de 2023.
Desde sus aliados medios de comunicación quisieron construir una matriz narrativa que fuera la madre de todas las verdades, las de ellos, obviamente, cuando que, en realidad, nunca superaron la categoría de opiniones sin carácter de seriedad ni fundamentos racionales, que solo aspiraban a formular un escenario a su antojo, con tal de destruir al oponente. Alejarlo de las arenas electorales, acorralarlo mediante un relato armado desde la infamia, el ultraje y la afrenta para generar el escarnio y el rechazo público. Pero fracasaron estrepitosamente. Una y otra vez les tronó en el rostro el estruendo de la derrota. Ni la agenda de la alternancia, que tenían como misión algunas embajadas extranjeras, funcionó.
El pueblo se declaró soberano no solo de injerencias en nuestros asuntos internos, sino también para defender su derecho a elegir a sus propias autoridades, tanto en el Poder Ejecutivo como en el Congreso de la Nación. De igual manera actuaron los afiliados de la Asociación Nacional Republicana a la hora de definir quién sería el próximo presidente de su Junta de Gobierno. Ambas victorias fueron por márgenes contundentes. El cuento no pasó de ser tal y la ficción sucumbió ante la contundencia de los hechos.
En nuestro país, desde hace un tiempo, se fue normalizando –sobre todo en el lenguaje político– la execrable costumbre de suplantar las pruebas por la irresponsabilidad. Hablar sin más fundamentos que el odio, el rencor y las frustraciones no asimiladas se volvió un deporte nacional. Y para participar de este torneo solo basta con abrir la boca para lanzar sandeces y disparates. No importa el contenido, sino hacer ruido, para que sus tambores de resonancia mediáticos amplifiquen los rebuznos más desopilantes de estos ejemplares de la más reluciente barbarie cultural.
La muerte en una celda de la cárcel colombiana de La Picota de Francisco Luis Correa Galeano, considerado el cerebro, articulador y testigo clave en el asesinato del fiscal Marcelo Pecci, fue nuevamente el argumento de una novela de intrigas armada a los apurones por los cultores de los desvaríos más absurdos, sin ningún sustento racional ni real. “Fue una riña”, declaró su asesino. Los protagonistas del vedetismo –políticos y abogados– se atropellaban mutuamente con la intención de acaparar micrófonos y cámaras en una maratón de estulticias y desvaríos que rozan el delirio.
La más entusiasta, como siempre, fue la exsenadora por el Partido Encuentro Nacional Kattya González, quien, sin más razones que su afiebrada imaginación y sus antojadizas suposiciones, nuevamente buscó responsables dentro de nuestro actual gobierno. Otros adelantados pretendientes del sillón de López tampoco se quedaron atrás. El único que demostró alguna cordura en el momento de su análisis sobre lo acontecido con Correa Galeano fue el experto en Criminología Juan Martens, quien se preguntó por qué Correa fue trasladado de “un búnker de la Fiscalía de Colombia” a una prisión que consideran es de máxima seguridad, pero que también tiene fama de máxima peligrosidad.
El mismo abogado de la familia Pecci en Colombia, Francisco Bernate, calificó de “error” dicho traslado. Los interrogantes a responder deberían partir de ese punto. Claro, si se hicieran análisis serios, nuestros iracundos “expertos” no tendrían nada que decir. El humo, como en anteriores ocasiones, no tardará en disiparse. Sin embargo, hay que tener memoria para enrostrarles sus cíclicos y alucinantes devaneos.