La palabra ha sido extraviada a propósito de su sentido original. Ya no se la utiliza como vehículo para la comunicación, sino como instrumento de confusión adrede. No es la libertad de expresión un impulso instigador de acercamiento a la verdad. De una verdad que, a pesar del denodado intento por disfrazarla con la particular visión de quienes la proclaman, siempre logra imponerse por el brillo de su propia energía interior. Nadie podrá manipularla durante todo el tiempo, pues son las mentiras las que se desmoronan por su inconsistencia intestina.
Aunque tarde años, la historia así lo testifica, las patrañas suelen derrumbarse de manera estrepitosa, dejando al desnudo a sus protagonistas: aquellos que pretendieron enmascarar la realidad a su antojo, por conveniencias inmediatas y efímeras. Y que se creen con atributos de encantador flautista, para arrastrar a la multitud hacia sus oscuras cuan mezquinas aspiraciones.
Consecuente con las afirmaciones precedentes, la cuestión no es otra, sino obtener provecho en el menor tiempo posible, sin importar las consecuencias futuras, porque están convencidos de que sus discursos engañosos continuarán provocando indecisiones en el público en el momento de asumir posiciones. Mientras la certeza se aproxime a los hechos, los responsables de deformarlos ya habrán conseguido su cuota de impunidad. La opinión, entonces, no representa más que el deseo y las ambiciones de los sectores que han propalado mensajes adulterados que, a sabiendas de su inmoralidad ominosa, procuran instalarlos en la conciencia ciudadana como una afirmación absoluta, sin posibilidades de dudas. Por ello, apelan al conocido truco del “miente, miente que algo queda”.
Una vez contaminada la ciudadanía con la incertidumbre y las suspicacias de quienes aborrecen la verdad martillando mentiras, la vacilación se anida en el espíritu de la gente. El bombardeo de informaciones falseadas deliberadamente provoca ese natural estado de indefinición en una población indefensa ante estos ataques vituperables. Es en la política y en los medios de comunicación donde con mayor énfasis se emplea esta estrategia de inquietar las aguas para pescar en río turbulento.
La peor versión de esta semántica corrompida para provecho espurio es cuando los medios de comunicación, en sus diferentes expresiones, se convierten en aliados de políticos que disparan hacia el mismo objetivo. Son los amplificadores de sus discursos de odios, de revanchismos y de falsificación de la realidad. No figura entre sus fines la construcción de una sociedad que conviva en la diversidad plural y democrática.
Es decir, manejar las diferencias con criterios de racionalidad y tolerancia, sin caer en los maniqueísmos de los buenos y los malos, los impolutos (supuestos) y los irredentos, los íntegros y los inmorales, mediante una campaña infestada de cinismo e hipocresía. Quienes más apuntan con el índice acusador son los que más fantasmas y difuntos tienen en sus placares.
La crítica es saludable toda vez que contribuya a corregir errores y enmendar desaciertos, pero cuando es reemplazada por el panfleto y su afán de aniquilación del adversario convertido en enemigo, entonces, empieza a socavar los cimientos del Estado de derecho para incursionar peligrosamente en un territorio de anarquía y caos, con la intención de deslegitimar una autoridad surgida de la voluntad del pueblo soberano. Se formulan mentiras con apariencias de verdad, para que desde esos impostados tronos de dueños de la razón puedan perpetrar sus deleznables cometidos.
Para enfrentar a estos declarados impostores de la democracia existe un solo camino que la prudencia recomienda: mantener la serenidad, el equilibrio emocional y el discurso centrado en una lógica irrefutable que la ciudadanía pueda interpretar con claridad.
Obviamente, los enceguecidos por el fanatismo no abrirán sus mentes ni con los martillazos de una irrebatible realidad, pero terminarán acorralados en el reducido círculo de los que no tienen más ambiciones que obtener réditos y privilegios para ellos mismos y su entorno. Es, por tanto, un imperativo impostergable contrarrestar la demagogia y la mala fe que se destilan desde la convergencia de los intereses creados, que son radicalmente opuestos a los intereses populares, mediante un lenguaje mesurado, cargado de reflexión y de experiencias demostrables, que ayude a devolverle a la palabra su valor intrínseco y social, de manera de sostener la imprescindible cohesión de los que quieren lo mejor para la nación y sus habitantes, sin exclusiones ni favoritismos.