El 8 de enero de 2023, mi padre falleció, a los casi 83 años de vida, luego de una larga y penosa enfermedad.
Emilio Daniel Agüero de la Sierra fue el menor de nueve hermanos y nació el 7 de mayo del año 1940. Su padre, don Antonio, falleció el segundo semestre del año 1939, tenía solo 51 años de edad. Casi tres meses después de haber quedado viuda, su esposa, mi abuela Obdulia, se dio cuenta de que estaba embarazada de mi padre. Ella dijo, cuando se enteró de su embarazo: “Mi marido me dejó un tesoro enterrado en mi vientre”. Es por eso que el apodo de mi padre fue Tesoro. Mi madre siempre lo llamó así, y recuerdo una anécdota cuando una mujer me dijo, sorprendida: “¡Cómo le ama tu mamá a tu papá!”. Yo le pregunté por qué decía eso tan admirada, y ella me respondió: “Es que le escuché a tu mamá y papá discutir acaloradamente y aun así tu mamá le decía tesoro a tu a tu papá!”. El chiste es que ella no sabía que ese era el apodo de mi padre y, lejos de llamarlo así de cariño, era su forma de llamarlo normalmente.
Mis padres no fueron perfectos. Soy testigo de sus muchas luchas individuales y como pareja, pero eran personas que se amaban y mi madre cumplió cabalmente su pacto, hecho casi cincuenta años atrás cuando le dijo: “Estaré contigo en la salud y la enfermedad”, cuidándolo con amor y paciencia sus últimos años de vida.
Papá no fue perfecto como padre, pero fue un papá que se destacó por tres grandes virtudes: era un padre amoroso, presente y proveedor. Mis seis hermanos coincidimos en ello. No dudaba nunca en expresar su amor con besos, abrazos, cariños, servicio y palabras. Me sorprendía, en cierta manera, porque él nunca tuvo un padre, ya había muerto cuando él nació. Él podía (sé que no todos pueden hacerlo) buscarnos de la escuela siempre, cantarnos antes de dormir (aún recuerdo la canción que le cantaba a todos sus hijos: “Una estrellita lejana”), darnos un beso siempre, pero siempre (también tengo grabado de por vida esos ruidosos besos que me daba de niño hasta poco tiempo antes de morir), el decir: “Te amo, mi hijo” era algo normal para él y siempre destacaba alguna virtud de cada uno de sus seis hijos.
Era también un padre presente. Estaba en casa no solo físicamente, sino emocionalmente. Nos instruyó en la moral y nos alentó a tener una fe sólida y lo hacía con el ejemplo. Se fue durante años todos los días a la iglesia y en otras épocas los sábados (él solo) y los domingos en familia.
Fue un papá proveedor, junto a mi madre Cafi (una laburadora de alma y vida, una máquina de trabajar) y nunca nos hicieron faltar nada. Empezaron desde abajo, allá por el año 1970, sobre la calle Pettirossi, con una pequeña tienda de ropa. Crecieron y fueron prósperos y nos dieron todo, nos criaron detrás de un mostrador y vivíamos los primeros años al fondo del salón comercial.
Estas son tres cosas que aprendí de papá y Dios me ha otorgado la bendición de tomar su ejemplo (aunque admito que no lo alcanzo): ser un padre amoroso (expresar mi amor con palabras y cariño es importante), presente (trato de estar en todas las actividades que pueda y saber lo máximo posible qué están haciendo y con quiénes están mis hijos) y proveedor (estar siempre para suplir sus necesidades).
Repito, no fue perfecto, pero su amor, como dice la Biblia, “cubrió multitud de errores”.
Mi consejo es que, si cada padre, dentro de sus sinceras posibilidades, puede darles a sus hijos estas tres cosas: amor, presencia y provisión, no importa los errores que pueda cometer como persona o esposo o incluso como padre, sus hijos sabrán pasar por alto esos errores ya que verán a un padre que está dispuesto a todo por ellos.
¡Feliz Día del Padre!