DESDE LA FE
Por Mariano Mercado
Es de público conocimiento la gran admiración y afecto que tiene su santidad el papa Francisco a nuestro país, por nuestra diversidad cultural, por la Virgen de Caacupé y, sobre todo, por la mujer paraguaya, “la más gloriosa de América”, como le gusta referirse. Especialmente cuando resalta la labor de la mujer en la reconstrucción del Paraguay, luego de la Guerra Grande.
Fue una grata sorpresa y una gran bendición que un Sumo Pontífice incluya al Paraguay en su gira pastoral, pero aún más, que haya sido el papa Francisco quien nos visitara. Es sudamericano, conoce a los paraguayos, a través de los centenares de celebraciones y encuentros que compartió con la comunidad paraguaya, siendo cardenal en Buenos Aires. Con su presencia nos convertirnos en foco de atención internacional, el mundo nos miraba y nos reconocía: “Paraguay, el corazón de Latinoamérica”, presente, fuerte, latente.
Fueron solo cuatro meses de trabajo previos para la consecución de tres jornadas memorables, intensas, de emociones indescriptibles y cargadas de profunda fe. Donde se pudo observar calles colmadas de gente, maratónicas actividades y emotivos encuentros, rebosantes de fieles, incluso no creyentes, que participaban vibrantes, con la ilusión de ver, escuchar y compartir con el Santo Padre.
Desde su discurso en Palacio de López, su visita a los niños del Hospital de Acosta Ñú, pasando por las celebraciones eucarísticas en Caacupé y Ñu Guasu, hasta el encuentro con los jóvenes en la Costanera de Asunción, el Santo Padre demostró su inmenso afecto al Paraguay, su gran humanidad, humildad y vocación de servicio, así como su especial conexión con el pueblo de Dios y la atención hacia los más necesitados.
La trascendencia que tuvo esta visita va más allá de la fe, de la emoción, del entusiasmo, de toda la alegría y devoción, y muy por encima, de todo el esfuerzo que supuso tal desafío. Un evento que, por su impacto directo en la vida de cada uno y, por supuesto, en la espiritualidad de todo un país, en general, merece ser recordado y celebrado.
¿Qué aprendimos? ¿Qué mensajes nos dejó? ¿Sigue latente en la memoria colectiva su mensaje? ¿O ya nos olvidamos del compromiso que asumimos no solo como creyentes, sino como ciudadanos? Su mensaje es muy claro y además universal, no va dirigido a la comunidad católica en exclusiva, es un mensaje para todos los que habitamos este planeta, un mensaje de amor y compromiso.
Fue contundente su mensaje a los jóvenes: “No queremos jóvenes debiluchos. Jóvenes que están ahí nomás, ni sí ni no. No queremos jóvenes que se cansen rápido y que vivan cansados, con cara de aburridos. Queremos jóvenes fuertes, con esperanza y con fortaleza”.
En un llamado a la trascendencia espiritual, a la renovación de la fe, a crecer, a ser influenciadores y hacedores de una sociedad más justa, más solidaria y pacífica, pero ante todo un mensaje a la libertad, a ser libres, libres de corazón; ser auténticos corazones revolucionarios, revolucionarios de la fe cristiana.
La visita del mensajero de la alegría y de la paz ha generado la unidad de distintos sectores. Nunca se vio tanto entusiasmo y solidaridad. Ha dejado sus huellas, que deben permitirnos transitar firmes en la lucha contra la corrupción, la búsqueda de la igualdad, el bien común y oportunidad para todos en nuestro querido Paraguay.
¡Hagan lío! Pero organícenlo bien.