Diego es un hombre de 38 años privado de libertad en la Granja Penitenciaria Ko’ê Pyahu, donde tiene montado un taller mecánico, con el cual gana dinero, que luego utiliza para pagar los estudios universitarios de su hija, que pronto se convertirá en estudiante de veterinaria. Hace 9 años que guarda reclusión a la espera obtener su ansiada libertad dentro de otros 9 años.
“Hace 28 años comencé esta profesión, pero trunqué mi carrera, lo que no cambió es mi pasión de mecánico. Voy a volver a salir adelante y abrir mi espacio, se va a llamar taller ‘De los amigos’, como le prometí a papá antes de morir. Yo estoy viudo, pero doy todo por mi hija que quiere ser veterinaria; le estoy pagando sus gastos, ella tiene que llegar alto”, comentó.
En el lugar lo califican como un mecánico capaz y de confianza por funcionarios penitenciarios y clientes externos que le acercan sus vehículos para reparación.
Después de años de esfuerzos y de dinero prestado pudo levantar un galpón chico de taller y comprar lo imprescindible en herramientas como enrollador mecánico, guinche pluma, combo compresor-soldadora y piedra esmeril para iniciar sus labores a las 7:00 de cada mañana.
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A los 18 años se graduó como flamante mecánico automotriz con especialidad en vehículos nafteros y diésel, a través del Servicio Nacional de Promoción Profesional (SNPP); el título le valió de aval para acceder como pasante público haciendo de mecánico de vehículos y maquinarias de porte. Todos veían potencial en el joven y un prometedor futuro hasta que eligió un mal camino que acabó costándole 18 años de condena y tuvo que empezar de cero tras las rejas. En eso piensa mientras tres autos aguardan el turno para alguna reparación de tren delantero o mantenimiento.
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Ahora puede volver a poner los autos a punto y hasta está capacitando a un camarada con los secretos de mecánica de su experiencia. Diego cobra todo a mitad del precio de lo que se ve afuera, y eso puede extender su horario de trabajo hasta las 21:00 de cada noche.
Su padre es un camionero repartidor de carbón y su madre una costurera de barrio. Diego empezó limpiando piezas mecánicas a los 10 años en el taller mecánico del señor Ortiz, ubicado en el antiguo vecindario de Kokuere, en San Lorenzo, donde creció. Allí le hicieron sentir como uno más de la familia y hasta pudo ganarse una platita que llevaba a la casa.
“Desde muy pequeño papá decía que tenía la vocación de mecánico, y así fue. Bastaba mirar mi habitación convertida en un desarmadero de mis autitos de juguetes, que era lo que me gustaba porque siempre me costó leer y apuntar en clase; yo llegué hasta la primaria”, relató Diego.