Minnie González, una profesional médica, dio a conocer su impactante crónica del día a día en un hospital público en el momento más crítico de la pandemia del COVID-19 en nuestro país.
A través de su cuenta oficial en Twitter, la trabajadora de blanco comentó que a las 6:50 de la mañana arranca su turno, donde ya registra a más de 10 pacientes anotados con coronavirus positivo.
Sin poder desayunar, comienza automáticamente a atender a los enfermos, cuyos niveles de saturación de oxígeno se encuentran muy bajos.
Para las 8:00 ya había atendido a 15 personas. Minnie relata que en otra sala recibe solicitud de ayuda, por lo que debe salir de su consultorio para ir a auxiliar a otros pacientes.
De esta manera pasa la mañana y la médica ni siquiera pudo parar aún para tomar un café que le preparó una de las enfermeras, entre tanto caos y avalancha de pacientes.
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Muerta de hambre y sin haber consumido un solo alimento en todo el día, llega el mediodía, donde le avisan que le habían preparado un rico almuerzo en la cocina del hospital.
No obstante, debido a la alta demanda de atención, nuevamente Minnie no puede parar un par de minutos para ingerir su almuerzo. Siguiendo el hilo de la publicación de Twitter, la trabajadora de blanco comenta que le llegan sin parar los pacientes.
El familiar de uno de ellos le reclama con gritos que le atienda a su pariente, quien fue contagiado en un partido de piquivóley. Toda esta situación, además de generar rabia e impotencia en Minnie, le causa angustia con niveles de estrés incalculables.
Llega la tarde y al fin de su turno contabilizó un total de 65 pacientes atendidos por COVID-19 en un solo día. La parte feliz, por llamarlo así, comenta González, es cuando debe dar de alta a abuelitos de su tratamiento pos-COVID.
Después de esto debe bañarse y desinfectarse completamente para luego salir a lidiar con el infernal tráfico con la intención de llegar a su casa sana y salva para estar con sus seres queridos.
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Es aquí cuando lamenta tanta inconsciencia e irresponsabilidad de la ciudadanía, aseverando que no es justo que ella deba estar aguantando a tantos pacientes con un miserable sueldo de solo G. 4.000.000.
Llega a su casa y se vuelve a bañar. Observa a sus padres y a su pequeña hija, a quienes anhela abrazar.
No obstante, el miedo a contagiarles es mayor. Solo le queda romper en llanto y descansar unas breves horas para buscar energías a fin de arrancar nuevamente otra batalla el día siguiente.