Por Ricardo Rivas, periodista
Luego de saber sobre los bebés robados de sus sepulcros en Miramar, Argentina, la intriga ganó espacio en los pensamientos del amigo y colega periodista Richard Moreira. La curiosidad, como un potrillo indómito, galopaba palo y palo con la racionalidad. “¡Es intrigante! ¡Qué misterio!”, escribió Moreira en un Whatsapp. Le expliqué que la historia en este país está preñada de necromanía. El escritor, periodista y poeta Claudio Negrete Williams sostiene que se trata de “una pasión argentina”.
SUEÑOS Y PESADILLAS ARGENTINAS
La muerte, más que la vida, sobrevuela e impregna el espacio etéreo de los sueños y las pesadillas argentinas. Tal vez no sea diferente en otras latitudes. Recuerdo las celebraciones para el Día de los Muertos en México, cuando algún 2 de noviembre me sorprendió en DF. O el culto de San La Muerte, en mi amado Paraguay y sus cercanías.
Hasta la rima poética y nostálgica del tango se vincula estrechamente con la muerte en un país que desde siempre se empeña en crear formalmente efemérides aquellos días en que fallecieron los padres fundadores de la Patria o toda mujer u hombre trascendentes.
La segunda mitad del siglo XX argento está marcado a sangre y fuego por el secuestro de dos cadáveres que fueron trocados como macabras ofrendas a la siempre enunciada pacificación nacional. Así fue con Evita, muerta de cáncer el 26 de junio de 1952 y, el dictador Pedro Eugenio Aramburu, general del ejército asesinado por un grupo de la guerrilla peronista Montoneros, el 1 de junio de 1970. El cuerpo de Evita fue secuestrado el 22 de noviembre de 1955. El de Aramburu, en algún momento de 1974. Sangre incomprensiblemente derramada por las razones irrazonables que expresaban los unos y los otros que se enfrentaban para imponer sus verdades. Muchos nunca supieron por qué murieron.
UN ACTO DE HEROISMO
Como Elvira Herrero de Arandía, que dio la vida por Evita. Nunca lo deseó ni lo imaginó. Tampoco se lo propuso como un acto de heroísmo político. Su hija María tenía un año. Estaba embarazada de dos meses. En el primero de los trimestres de 1956, en su domicilio –avenida General Paz 542- cayó herida de muerte sobre la alfombra con tres impactos en el corazón. Su marido, el mayor Eduardo Antonio Arandía, espantado, bajó su pistola calibre 9 mm aún humeante. Horas más tarde declaró ante un juez que lo interrogó: “Vi a un fantasma con el rostro de Eva Perón”. El atormentado militar sabía que un veterano oficial de informaciones peronista, Mateo Prudencio Mandrini, recorría incansablemente Buenos Aires y sus alrededores para encontrar y recuperar el cuerpo de la “abanderada de los humildes” de la “jefa espiritual de la Nación”, Evita Perón, que una noche fue robado del segundo piso de la Confederación General del Trabajo (CGT), por un comando que lideraba el teniente coronel Carlos Moori-Koenig.
ESA MUJER
Moori-Koenig -un psicópata cuyo apellido, según el historiador Felipe Pigna significa “rey de la ciénaga”- relata Negrete Williams “llevó los restos de Eva Perón a su propia oficina”, en la esquina de Callao y Tucumán. Lo escondió “en un armario rotulado con el letrero ‘Equipos de radio’, hasta 1957”. El necromaníaco “no dudaba en enseñar” el cuerpo a sus visitas. Espeluznante. El maestro Rodolfo Walsh, en un cuento antológico -“Esa mujer”- describe al sociópata con precisión y contundencia.
El cadáver de Evita fue devuelto a Perón en Madrid, donde residía, el 3 de septiembre de 1971. El viejo general, luego de 18 años de exilio, regresó al país sin sus restos. Elegido democráticamente presidente, murió el 1 de julio de 1974. Lo sucedió su esposa, Isabelita. Los Montoneros exigieron la repatriación de Evita. Secuestraron el cadáver de Aramburu, para presionarla, hasta el 17 de noviembre de 1974, después que la “abanderada de los humildes” descansaba en la patria.
Amigo Richard, nuestro colega, Negrete Williams, sostiene que “la historia argentina está construida de manipulaciones de cadáveres, robos de sus partes, ritos de adoración a la muerte y a sus principales protagonistas, los muertos”.