En medio del silencio solemne que envolvía la Basílica de San Pedro, una figura discreta rompió el protocolo y caminó sola, con paso sereno, hacia el féretro del Papa Francisco. No era una cardenal, ni una autoridad eclesiástica. Era sor Geneviève Jeanningros, una monja de 81 años, vestida con sencillez, pero con una historia tan profunda como el vínculo que la unía al pontífice fallecido.
Se detuvo frente al ataúd. Juntó las manos, cerró los ojos, y oró. Luego, con el rostro surcado por lágrimas, se quedó en silencio. Su presencia, humilde y valiente, conmovió a todos. No había necesidad de palabras.
Sor Geneviève es argentina de nacimiento, pero ha vivido en Italia por más de cincuenta años. Pertenece a la orden de las Hermanitas de Jesús, y desde una modesta caravana en Ostia, a las afueras de Roma, dedicó su vida a acompañar a quienes muchas veces fueron marginados por la sociedad: prostitutas, personas transgénero, feriantes, migrantes.
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Fue precisamente ese compromiso con los olvidados lo que la unió a Jorge Mario Bergoglio. Se conocieron hace años, y desde entonces se vieron todos los miércoles durante las audiencias papales. Francisco también la visitaba. Compartían algo más que fe: compartían el dolor.
Ella no solo acompañó al Papa en vida. También fue puente entre él y los que viven al margen. En 2024, gracias a su insistencia, Francisco visitó un parque de atracciones en Ostia para encontrarse con las comunidades que ella pastoreaba con amor y sin prejuicios. Ese gesto fue una de las últimas salidas públicas del Papa y, según quienes lo conocían, una de las más significativas.
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Su despedida, solitaria pero poderosa, quedó registrada en video y se viralizó rápidamente. Pero más allá de lo que se ve, hay algo que no puede captarse del todo: la profundidad de un vínculo tejido con años de humanidad compartida.
Sor Geneviève no pidió permiso para despedirse. No lo necesitaba. Los mismos guardias suizos facilitaron su entrada porque la conocían. Sabían de la cercanía que tenía con el pontífice y que él hubiera querido eso, que ella esté ahí. Porque el amor y la gratitud no entienden de protocolos.
Porque cuando un alma sencilla se despide de un amigo verdadero, lo hace con todo el corazón. Y ese corazón —roto, pero lleno de fe— se quedó por unos minutos al pie de un féretro, en silencio, hablándole a Dios y diciendo ¡Adiós! a es amigo, con el que de seguro espera encontrarse en el futuro en el paraíso, donde nuevamente volverán a compartir, a romper esquemas, a salirse de los protocolos y porqué no, trabajar desde arriba por un mundo mejor, por un mundo más inclusivo, más justo, más equitativo y con menos dolor.
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