Para Adi Levy-Slama, el tiempo se detuvo el 7 de octubre. Ese día, milicianos de Hamás mataron a tiros a cinco de sus familiares en Kfar Aza, un kibutz en el sur de Israel, cerca de la frontera con la Franja de Gaza. “Los encontramos abrazados, a los cinco, pero no sabemos qué ocurrió”, cuenta con la voz temblorosa esta mujer de 37 años.
Los asesinados fueron su hermana Livnat Kutz, de 49 años, y toda su familia: su marido Aviv de 53 años, su hija de 18 años Rotem, y sus hijos Yonatan e Yftah, de 16 y 14. Adi y su familia visitaron este mes el kibutz arrasado, parando antes en el cementerio de Gan Yavne, a unos 30 kilómetros de Kfar Aza, para un memorial que marca el fin del periodo de luto judío. “Tristeza, culpa, frustración, dolor... Todas estas emociones viven en mí, día y noche, desde el 7 de octubre”, afirma Asher Levy, el hermano de Adi, frente a las tumbas de sus familiares.
“Símbolo de paz”
El ataque de Hamás se saldó con la muerte de 1.205 personas, la mayoría civiles, según un balance de la AFP basado en datos oficiales de Israel que incluye los rehenes muertos en cautividad. Esa acción sin precedentes en la historia del Estado de Israel desencadenó una campaña militar de represalia contra la Franja de Gaza, que ha matado a 41.431 palestinos, según el balance del Ministerio de Salud de este territorio gobernado por Hamás y que Naciones Unidas considera fiable.
En Kfar Aza, un kibutz de 800 habitantes situado a dos kilómetros de la Franja de Gaza, 64 vecinos fueron asesinados y 18 secuestrados por los milicianos de Hamás. La familia Kutz no tuvo tiempo de avisar a sus parientes de lo que estaba ocurriendo. Las puertas traseras rotas de su casa ofrecen una idea de cómo los combatientes palestinos accedieron a lo que, según Adi, antes era una “isla de felicidad”.
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Mientras enseña el hogar a la AFP, la mujer recuerda los pícnics en el patio, con sus sobrinos riendo y jugando al básquetbol. Su sobrina, explica, sirvió como soldado. Adi también recuerda a su hermana, que lo era “todo” para ella, y a su cuñado, que cada año organizaba un festival de cometas en el kibutz.
Justo en la víspera del ataque, Aviv Kutz estaba ultimando los preparativos para la 15ª edición del festival, programada para el día siguiente. Según Adi, su cuñado entendía estas cometas como “un símbolo de paz” y un gesto conciliador hacia los milicianos al otro lado de la frontera que regularmente lanzan cohetes hacia Israel.
“Ya no hay vida”
En una larga conversación, interrumpida por silencios y llantos, Adi evoca la creatividad de su hermana, señalando las alas de ángel que confeccionaba con juguetes usados y que decoran el comedor. “Estas alas son un símbolo de que todo es posible, de que cada uno puede volar por su cuenta y llegar muy lejos”, dice.
Livnat Kutz tenía que celebrar su 50º cumpleaños el 25 de octubre. Dijo a sus familiares y amigos que no quería regalos y les pidió que hicieran un acto de caridad para celebrar ese día. Frente a la casa de los Kutz, en el denso silencio en el que se sumió el kibutz tras el 7 de octubre, Adi recuerda que visitó el lugar apenas una semana después del ataque.
“La casa estaba intacta. Las ollas en los fogones y el pan del sabbat en la mesa enseñan que había vida. Ahora, ya no hay vida”, dice sin poder contener las lágrimas. “Mi corazón está roto”. Benny Kutz, el padre de Aviv, también vivía en ese kibutz, pero consiguió sobrevivir y se mudó temporalmente con su mujer a Tel Aviv.
Por ahora, no tiene idea de volver al lugar donde residió durante casi seis décadas. “El tiempo no ayuda y no he olvidado nada. Pienso en ello todo el tiempo”, dice este jubilado de 80 años. “Nunca seré el mismo (...) He perdido a mi familia y mi casa, pérdidas inmensas”.
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El fin de un clan
El padre de Benny se instaló en esa zona hace casi un siglo, en la época del mandato británico, tras huir de los pogromos en su Polonia natal. Rodeado por las fotos de su único hijo y su familia, Benny lamenta también que el apellido de su padre no va a persistir. “El clan Kutz ha llegado a su fin”.
En ese barrio de Kfar Aza, donde vivían principalmente parejas jóvenes, todas las casas quedaron dañadas por el fuego. Frente a cada una de ellas hay colgadas pancartas con los nombres de los fallecidos y secuestrados el 7 de octubre. Una de las viviendas, la de Sivan Elkabetz, de 23 años, y su pareja Naor Hasidim, está abierta para los visitantes. Sus paredes están perforadas por balas y en el suelo hay tirados un colchón o varias prendas de vestir. Caminando por las calles vacías del kibutz, Adi no se hace todavía a la idea de que quienes vivieron allí “no van a volver”.
Fuente: AFP.