Por Leah Soibel
El presidente de Paraguay, Santiago Peña, tomó posesión de su cargo el martes 15 de agosto y entre los invitados estuvo el ministro de Relaciones Exteriores de Israel, Eli Cohen, celebrando su elección y el compromiso de Peña de reubicar la embajada de su país en Jerusalén.
Paraguay ya había trasladado su embajada a la capital israelí en mayo de 2018, al final del mandato del presidente Horacio Cartes, y se convirtió en el tercer país en hacerlo, después de Estados Unidos y Honduras. Fue un acto valiente, aunque también natural y lógico, que Cartes subrayó al decir en aquel momento “no soy amigo de posiciones tibias o ambiguas”, y, así, apoyó al país que considera que su capital eterna, desde hace siglos, es Jerusalén.
Cuatro meses después, el sucesor de Cartes, Mario Abdo Benítez, lamentablemente trasladó la legación paraguaya a Tel Aviv nuevamente e Israel respondió a Paraguay cerrando a su vez su embajada en Asunción, que permanece clausurada hasta hoy en día.
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Sin embargo, soplan aires nuevos. Santiago Peña ha dicho que ha llegado el momento de que “Paraguay reconozca a la capital del pueblo judío donde ustedes lo identifican, no donde nosotros queremos, por eso tomé la decisión de que la embajada vuelva al lugar donde siempre tuvo que estar”.
En Israel nadie tiene duda de que Jerusalén es de facto su capital. No es un asunto político, es un hecho, y esto no quiere decir que se ignoren las circunstancias, que no siempre son fáciles, de una ciudad en la que conviven israelíes con árabes israelíes. Trabajando en los mismos hospitales, en la misma red de transportes, en la municipalidad, en los restaurantes, y usando esos mismos servicios, las más de las veces en armonía. Es decir, es una ciudad mixta y en convivencia. Y, con todo y con eso, Jerusalén es la capital de los israelíes.
Y cada vez que en el exterior se suscita el debate sobre la capitalidad de Israel, sobre la ciudadanía sobrevuela la pregunta de por qué otras naciones se arrogan el derecho de juzgar y hasta tratar de determinar qué ciudad debería ostentar la centralidad administrativa y política de este país. Esto no sucede con ninguna otra nación, si bien hay muchas otras naciones con conflictos no menos complejos que el israelo-palestino. Por eso la frase del recién electo presidente paraguayo que dice reconocer la capital donde los judíos la identifican, “no donde nosotros queremos” muestra un talante respetuoso y de no injerencia ni condescendencia.
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Paraguay fue una de las 33 naciones que votaron a favor del Plan de Partición de Palestina en las Naciones Unidas, allanando el camino hacia la creación del Estado de Israel, y ambos países inauguraron sus relaciones diplomáticas en 1949.
A lo largo de los años, Israel ha estado presente en la vida de Paraguay en forma de ayuda humanitaria, por ejemplo, en 2016, envió ayuda durante las fuertes inundaciones que desplazaron a unas 100.000 personas, también compartió sistemas avanzados de riego por goteo para combatir la sequía en ese mismo año. Sus relaciones comerciales fructíferas se basan en exportaciones de electrónica y minerales de Israel y de carne congela y soja de Paraguay, además, tienen un acuerdo aduanero y cooperan en agricultura.
“Nuestros países tienen vínculos históricos que vamos a fortalecer aún más durante los próximos años para el beneficio de nuestras naciones”, dijo Peña, recientemente, recordando los comienzos de esta amistad de la que, probablemente, florezca la nueva embajada de Asunción en Jerusalén y la nueva embajada de Jerusalén en Asunción.