¿Cómo se infectó? ¿Por imprudencia? ¿Hicimos lo correcto? Entre las secuelas del COVID-19, una menos visible mortifica a enfermos y familiares: la culpa, que se ha hecho más patente en México con el repunte dramático de las muertes. El país está pagando una cuenta letal alimentada, entre otras causas, por una docena de celebraciones de fin y comienzo de año.

Enero fue el mes más mortífero en casi un año de pandemia, con 32.729 fallecidos. Las autoridades aseguran que 60% de los contagios ocurrieron en reuniones caseras. México, de 126 millones de habitantes, acumula casi 174.000 decesos, una espiral que sigue creciendo en febrero con cerca de 15.000 víctimas.

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Aunque dolorida por la muerte de su hermana, una maestra jubilada intenta que la familia olvide los resentimientos. Creen que fue contagiada por una persona que se arriesgó a ir a una fiesta de Año Nuevo mientras esperaba los resultados de una prueba.

“Eran pocos, pero una (de las invitadas) era caso sospechoso, se hizo la prueba y esperaba los resultados para enero. Pero por no quedarse sola, no dijo nada. Contagió a todos”, relató la mujer a la AFP bajo anonimato. “Yo le digo a mi sobrina (adolescente) que olvide rencores, que nada le devolverá a su madre, que mire hacia adelante”, añade.

Caso Manzanero

En su consulta, Francesca Caregnato, psicoterapeuta y tanatóloga, ha encontrado que la culpa a veces se convierte en una agobiante carga. Con el contagio o la muerte se abre un abanico de cuestionamientos, reproches y búsqueda de responsables. ¿Quién trajo el virus? ¿Era necesario que saliera? “Cuando hay una pérdida es complicado para la familia no señalar o señalarse. Es una culpa muy pesada, pero señalar no ayuda en el proceso de duelo”, asegura.

El pasado 28 de diciembre, el afamado bolerista mexicano Armando Manzanero murió tras contagiarse en su fiesta de cumpleaños. Su edad, 86 años, y la diabetes agravaron la enfermedad. “Veo la foto con 30 personas, sin cubrebocas y digo: ¡'Qué cosa tan irresponsable’! (...) A todos ahí les dio COVID”, contó Juan Pablo Manzanero, hijo del artista, al diario Reforma. Caregnato sugiere no perder la perspectiva en casos donde el virus solo es un “detonante” de muertes por avanzada edad o males crónicos.

Desahogo

El remordimiento también acosa fuera del ámbito familiar. “Me voy muy triste porque siento que tuve la culpa”, dice la nota que dejó en la madrugada una empleada doméstica, tras enterarse que los cinco miembros de la familia para la que trabajaba se habían contagiado. Ella se había infectado tras visitar en Año Nuevo a su padre, enfermo por el virus.

“Sé que no fue intencional, que a veces no sabes ni cómo te contagias, pero sí, me dio coraje, esto del COVID lo hablé mucho con ella”, dice Penélope Gutiérrez, abogada de 36 años para la que trabajaba esa empleada doméstica. “Le pagaba extra para que no usara transporte público, le dije que si ella o alguien de su familia se sentían mal, no viniera, que le seguía pagando”, recuerda Gutiérrez, quien pasó una semana hospitalizada con su mamá.

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Otra familia, que perdió al abuelo y a una mujer, y en la que resultaron contagiadas cinco personas más, aún se pregunta si fue correcto llevarla a ella a un hospital público, desbordado de pacientes. El anciano falleció un día después de presentar síntomas. “No sufrió”, dice un hijo.

Pero la mujer pasó un mes intubada hasta que el corazón no resistió. “Se agravó por una infección intrahospitalaria. Mi hermano (viudo) se pregunta: ‘¿Y si hubiera ido con su doctor de siempre?’”, añade.

Hablar de la pérdida ayuda a sanar la culpa, bien con personas cercanas o en una terapia, explica Caregnato. “Es un desahogo, permite conectar con las emociones y las acciones que se han tomado. Y en terapia, a través de las preguntas que hago, la idea es que el otro pueda encontrar respuestas”, señala.

Fuente: AFP.

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