Saltarse las comidas, vivir con deudas, regresar a la casa de los padres. La precariedad se ha vuelto cotidiana. Luego de la primera ola de la epidemia de COVID-19, trabajadores de sectores como el turismo o la hostelería, que se vieron privados súbitamente de empleo, mostraron su impotencia. La AFP los ha vuelto a entrevistar.
Con la crisis que ha generado el coronavirus, en 2021 habrá 150 millones de personas en la extrema pobreza, según el Banco Mundial. Ocho de cada diez nuevos pobres estarán en países con ingresos medios. Son los nuevos pobres “más urbanitas y mejor educados”, precisa.
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En la primavera, de París a México, de Kiev a Madrid, los periodistas de la AFP hablaron con trabajadores de los sectores más afectados (turismo, aéreo, hostelería, distribución, digital). Les contaron cómo era la pérdida brutal de salario, el estrés de ser despedido, los sacrificios.
Cinco meses más tarde, la mayoría están instalados en “modo supervivencia”, han perdido su independencia o han caído en la pobreza. Algunos han evitado lo peor, pero todos siguen viviendo en la angustia. He aquí algunos testimonios.
Sonia Herrera, asistenta hondureña de 52 años, no logra conciliar el sueño: “Durante el confinamiento, pudimos aguantar con pequeños ahorros pero ahora no tenemos nada, todo se ha evaporado”. En primavera, esta madre soltera, que vive con sus dos hijos y un nieto de dos años, perdió el trabajo no declarado de asistenta doméstica y tuvo que recurrir al banco de alimentos.
Desde entonces, ha recuperado algunas horas de limpieza, al igual que su hija Alejandra, de 33 años, que perdió su empleo de cocinera. Algunos centenares de euros que, junto con el paro, les permiten no depender de esta ayuda que les daba “un poco de vergüenza”. En total, en casa entran algo más de 1.000 euros al mes para los cuatro. Tienen que mirar cada euro que gastan.
Todos los viernes por la mañana, Herrera va a un barrio rico de Madrid para hacer dos horas de limpieza por 20 euros. A ello hay que descontarle tres euros de transporte. En vez de volver a su casa al mediodía, espera en la ciudad hasta la tarde donde trabaja otras horas, para ahorrarse los billetes del autobús.
Con la reapertura de los colegios en septiembre, su nieto Izan come en la guardería, lo que le permite un pequeño ahorro. Los pequeños placeres de antes, como los “dulces” o la “peluquería” son cosa del pasado. Su situación irregular impide a su familia aspirar al nuevo ingreso mínimo vital que el gobierno español aprobó en mayo para amortiguar el impacto de las medidas antiCOVID-19. “Tengo mucho miedo de que nos reconfinen porque recuperar un poco (de dinero) y perderlo de nuevo, es pavoroso”, dice.
Los turistas que guiaban en el Templo Mayor azteca de la Ciudad de México eran como su casa, su salud, sus esperanzas: Jesús Yépez, guía turístico mexicano de 60 años, lo ha perdido todo.
Cuando los sitios arqueológicos cerraron en la primavera y fue expulsado de la vivienda que alquilaba en el barrio histórico de México, se encontró en un albergue para indigentes. Hoy es sólo la sombra de lo que fue: ha adelgazado y no logra dormir. Los médicos le han diagnosticado depresión y neuropatía.
Cada noche, reza para morirse pronto. “Dios mío, ven ya por mí, ya no soporto esto. Mi alma está débil. Es un calvario diario ¿cuándo se va a terminar?”, dice con voz quebrada. Sus pocos ahorros se han evaporado hace tiempo y el gobierno “sólo me dio 3.000 pesos (142 dólares) en estos más de 100 días que no sirven para retomar la vida”, dice resignado.
Sus primos, sus únicos familiares, siguen sin prestarle ayuda. Y sus colegas hicieron una colecta que sirvió sólo para unas cuantas comidas fuera del albergue.
Algunos museos y sitios arqueológicos han reabierto en las últimas semanas, y ha intentado volver a trabajar, sin éxito. Cuando los pocos turistas ven sus pies sucios que calzan sandalias de plástico desgastadas y su ropa percutida y vieja, rechazan sus servicios de guía. “Estoy atrapado en este infierno de miseria”, dice.
“Estoy en modo supervivencia, una comida al día para la familia, es todo”. Antes, Xavier Chergui, francés de 44 años, trabajaba como “extra” en la restauración. Podía ganar hasta 4.000 euros. El primer confinamiento, que ha supuesto el fin de sus contratos, le hundió en la precariedad.
Esperaba volver a trabajar al final del verano, pero con excepción de “algunos días de trabajo”, el reconfinamiento del otoño en Francia le ha quitado cualquier “perspectiva de futuro próximo”. Este padre de dos hijos cuya esposa no trabaja, acumula las deudas. “Estoy atrasado con el alquiler, con la luz. (...) Hay que pagar también el crédito del coche”...
Subsiste gracias a las ayudas del Estado, el Ingreso de Solidaridad Activa (RSA, por sus siglas en francés), que garantiza en Francia un ingreso mínimo a las personas sin recursos, y que asciende a 1.400 euros al mes.
La mayor parte de los recursos están destinados a “llenar la heladera”. Su hijo, que quería ir a una escuela de grafismo o multimedia, ha tenido que orientarse hacia estudios de historia en la universidad, ya que son “escuelas que cuestan caras”.
“Ya no tenía trabajo para pagar más el arriendo”. A los 26 años, el colombiano Roger Ordóñez ha tenido que volver a casa de sus padres en Bucaramanga (noreste de Colombia). Desde que en julio perdió su trabajo de asistente de vuelo en la compañía aérea Avianca, ha intentado buscar un empleo.
Ha intentado buscar en su sector, uno de los más golpeados por la crisis, en vano. Aunque Colombia reanudó los vuelos el 1 de septiembre, no ha encontrado vacantes en las aerolíneas nacionales y no ha podido aplicar a dos puestos que encontró en Perú y Chile porque no es residente de estos países.
La misma suerte en los centros de llamadas de Bogotá. “No sé si mi hoja de vida (curriculum) esté sobrevalorada. Por el sueldo que tenía la gente piensa que uno se va a ir apenas consiga otro trabajo”, dice. En Avianca, ganaba en torno a los 1.000 dólares, pero luego de casi cinco meses desempleado ha reducido su expectativa salarial: “Incluso un salario mínimo (250 dólares) me serviría (...) pero nada”, dice.
Se acabaron los viajes y sus estudios para convertirse en piloto. “La calidad de vida bajó mucho”. “Uno se acostumbró a vivir solo, a tener su independencia, a comprar sus cosas (...) ya me toca vivir con mi familia en el espacio de ellos. Estamos apretados”.
La francesa Marie Cédile, de 54 años y 30 años como vendedora en una zapatería de la firma André, hubiera podido perder su empleo como la mitad del personal de esta cadena que estaba en suspensión de pagos. Respiró aliviada cuando el comprador de la marca hizo pública la lista de 55 tiendas y los 220 trabajadores con los que se quedaría.
“Formo parte de las tiendas con las que se quedó y por el momento está todo ok para mí”, dice. Su marido, que en primavera estaba desempleado, encontró trabajo en el alquiler de autos. “Esperemos que todo vaya en la buena dirección. De todas formas, tenemos miedo”, dice esta mujer que estaba dispuesta a hacer limpieza de casas en caso necesario.
Con el reconfinamiento del otoño en Francia, las tiendas André volvieron a cerrar (hasta el pasado viernes) y Cédile estaba en desempleo parcial, un dispositivo establecido por el gobierno para hacer frente a la crisis que le asegura el 84% de su salario neto, con lo que recibe unos 1.000 euros al mes.
“Es mejor que nada, hay países como Portugal, donde no tienen nada”, dice Marie Cédile, de origen portugués. “Tenemos esta suerte, de vivir en Francia y de recibir una ayuda del Estado”.
Actualmente, Natalia Murashko, informática ucraniana de 40 años, gana más que antes. “¡Mi jornada laboral es mucho más corta y puedo trabajar de cualquier lugar!”. En abril, cuando esperaba quedarse, la echaron de un día para otro de la agencia de viajes estadounidense donde trabajaba desde hacía cuatro años.
“Un golpe”, cuando se forma parte de esta casta de informáticos que en Ucrania pueden ganar varios miles de dólares mientras que el salario medio apenas supera los 300 euros (360 dólares). Murashko, que tiene a su cargo dos adolescentes y una madre de 72 años, perdió su nivel de vida y parecía que se le habían cerrado las puertas.
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Pero ahora, en el trabajo a medio tiempo para una empresa estadounidense de desarrollo de aplicaciones móviles que ha encontrado, gana 10% más que antes. El volumen de trabajo ha aumentado pero “he negociado un salario más interesante”, dice.
Finalmente, este año ha podido ir de vacaciones a Bulgaria. Y ahorrar para hacerse un “colchón de seguridad más sólido”. Pero todavía quedan secuelas de estos meses de desempleo, como los problemas para dormir y el dolor de espalda. “Esto me hace retroceder, muchas cosas se han quebrado”. Aunque en general, “el COVID ha cambiado todo para bien”.
Fuente: AFP.