En seis meses de pandemia de COVID-19 los regímenes autoritarios o dirigidos por hombres fuertes han reforzado su control sobre la población, pero su gestión de la crisis, a menudo caótica, ha socavado su imagen y reputación de eficiencia.

De China a Rusia, pasando por Pakistán o Egipto, Amnistía Internacional (AI) denunció en un informe publicado en julio numerosos casos de “restricciones e instrucciones para impedir que el personal de salud (...) exprese su preocupación” por la pandemia en unos treinta países.

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AI mencionó, como ejemplo, el caso del oftalmólogo chino Li Wenliang que lanzó la alerta en diciembre 2019 y que fue convocado por la policía y sancionado por “difundir rumores”. Li falleció en febrero de COVID-19.

Otro ejemplo, es la de una manifestación de médicos contra sus condiciones de trabajo y falta de recursos en Pakistán que fue dispersada con golpes de palos el 6 de abril en Quetta. Medio centenar de empleados de salud permanecieron detenidos durante 24 horas.

En China, Turquía, Rusia o en Asia central, “los regímenes autoritarios que quieren proyectar la imagen de sistemas fuertes, más capaces que las democracias a gestionar este tipo de problemas, han tomado diferentes medidas para aumentar su control y asegurarse de que no haya ninguna información u opinión alternativa”, explica Benno Zogg, investigador en política internacional del Centro para estudios de seguridad (CSS), con sede en Suiza, en una entrevista con la AFP.

‘Esclavitud moderna’

Salvo Bielorrusia, en donde la gestión caótica de la epidemia, que fue minimizada, y las acusaciones de fraude en la reelección del presidente Alexander Lukashenko desencadenaron una protesta inédita, los expertos no dan cuenta de grandes olas de arrestos ni de represión.

Lo que más se ha registrado son prohibiciones de reunirse, limitaciones a la libertad de movimiento y a la circulación de información en los medios y en las redes sociales, subrayan. AI denuncia que en Egipto “las autoridades utilizaron cargos amplios e imprecisos como ‘difusión de noticias falsas’ o ‘terrorismo’ para detener arbitrariamente” a médicos y farmacéuticos (al menos 9 detenciones entre marzo y junio).

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Los mismos cargos fueron presentados contra el periodista Mohamed Mounir, de 65 años, colaborador del canal de televisión Al Jazeera, que murió en la cárcel por el COVID-19 a mediados de julio. En Filipinas, se acusa al presidente Rodrigo Duterte de haber ordenado el cierre en julio del principal canal de televisión ABS-CBN, que criticaba la brutalidad de su política antidrogas.

Asimismo, tomando el pretexto de “luchar contra la desinformación”, Rusia y varias exrepúblicas soviéticas del Cáucaso adoptaron leyes que prohíben propagar ciertas noticias sobre la pandemia. En Rusia y Asia central se constataron otros abusos como el caso de estudiantes de medicina a los que se les obligó a trabajar, sin recibir sueldo y sin protección suficiente. “Un tipo de esclavitud moderna”, lamenta Zogg.

Los regímenes autoritarios aceleraron también sus inversiones en tecnología - geolocalización GPS, cámaras de vigilancia, reconocimiento facial, controles de identidad - para, según ellos, frenar la epidemia.

Mostrar ‘su verdadera naturaleza’

Pero “una vez que instalan las herramientas de vigilancia, supuestamente para controlar el tráfico o el crimen, estas pueden ser usadas de forma permanente y podrán ser utilizadas en la próxima crisis”, señala Zogg. Todos estos regímenes “han mostrado su verdadera naturaleza, es decir que se preocupan más por la economía que por la salud, que prefieren parecer fuertes y mantener el orden a curar a la gente”, agrega.

Algunos mandatarios rivalizaron con soluciones milagrosas, como una decocción de hierbas en Turkmenistán o la hidrocloroquina en Estados Unidos y Brasil. Para Uma Kambhampati, de la Universidad de Reading (Reino Unido), “su forma de liderar es similar, es un liderazgo de machos”, que consiste en apostar “por la necesidad de la gente de tener respuestas y soluciones fáciles”.

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La experta, de origen indio, citó el ejemplo de Narendra Modi en India, quien, al igual que el ruso Vladimir Putin, estuvo inicialmente muy involucrado en la gestión de la epidemia, con un sinnúmero de anuncios en las redes sociales, antes de disociarse gradualmente de ella y desaparecer de los focos de atención.

“Al principio podían acusar a otros, decir que el virus vino del extranjero, pero después de seis meses no pueden acusar a nadie más, tienen que asumir la responsabilidad y no les resulta nada cómodo”.

“No creo que ninguno de estos hombres saliera con una mejor imagen, trataron de lidiar con ello de la manera más dura, impidiendo que salieran las cifras reales”. En India, por ejemplo, casos de COVID se han presentado como ataques cardíacos. “Y en el caso de India, claramente, esto ha socavado la confianza del pueblo en el líder”, afirma Kambhampati.

Fuente: AFP.

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