En el actual Japón, ultratecnológico, socialmente avanzado y férreamente apegado a sus costumbres y tradiciones, las heridas producidas quince minutos luego de las 8:00 de la mañana del 6 de agosto de 1945 siguen abiertas. Pero no son heridas que claman venganza, muy por el contrario, parecieran irradiar perdón y paz, aunque sigan doliendo.
Exactamente 75 años después y con medio millón de seres humanos que hasta el día de hoy siguen sumándose a la lista de fallecidos de manera indirecta, por acción de la radiación causada por el “Little boy”, nombre con el que fuera bautizada la primera de las bombas atómicas que, por orden del presidente norteamericano Harry S. Truman, fue lanzada sobre una población civil.
El nombre de Hiroshima se convirtió desde ese momento en una palabra asociada al terror nuclear y la silueta del hongo atómico elevándose al cielo, su representación gráfica.
Aunque no lo justifica, se estima que hasta los propios norteamericanos que participaron del Proyecto Manhattan quedaron sorprendidos por los daños y el dolor causados por su creación. No era lo mismo probar el poder nuclear en el desierto que sobre seres humanos.
Los números oficiales de víctimas distan mucho de la realidad, pues con una explosión que generó 3.000 °C y que acabó con 66.000 personas en solo un instante, ese número es solo algo aproximado y es posible que miles más hayan perecido desintegrados por el calor.
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Alrededor de 69.000 habitantes de Hiroshima quedaron heridos, pero fueron muriendo posteriormente a consecuencia de la lluvia radioactiva que comenzó a caer horas después de la explosión, hecho que afectó a corto, mediano y largo plazo a quienes llegaron de otros lugares para prestar su ayuda.
Cuatro meses después, a finales de 1945, cerca de 135.000 personas habían muerto a consecuencia de las heridas causadas por la explosión, pero sobre todo por la lluvia radioactiva posterior y quienes no murieron, quedaron con secuelas físicas y sicológicas de por vida.
El 70% de Hiroshima fue destruido por la bomba arrojada sobre el centro de la ciudad japonesa, que contaba en ese entonces con 255.000 habitantes, según datos proveídos por el Proyecto Manhattan, la organización estadounidense creada para el desarrollo de armas nucleares durante la Segunda Guerra Mundial.
Objetivo seleccionado
Hiroshima no fue elegida al azar, pues en ese entonces era el corazón industrial de una nación que seguía luchando casi de manera absurda una guerra que ya estaba perdida. Días antes, el emperador Hirohito había puesto condiciones para rendirse ante los aliados y eso, además de la amenaza soviética, fueron suficientes para que Truman decidiera poner en marcha la alternativa nuclear para aniquilar a Japón.
Estiman que el promedio de edad de los sobrevivientes a los ataques nucleares de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, y de Nagasaki, tres días después, es de 82 años y muchos de ellos siguen falleciendo como consecuencia de los efectos que lentamente fueron afectando sus cuerpos.
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“Muchachito”, grotesco nombre con el que había sido denominada la bomba que destrozó a Hiroshima, fue lanzada desde el “Enola Gay”, un bombardero B-29 de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, bautizado así en honor a la madre del piloto Paul Tibbets. Contenía una carga de uranio-235, pesaba 4,5 toneladas y tenía una potencia explosiva similar a 1.600 toneladas de dinamita, medía tres metros de longitud y al explotar exactamente a las 8:15 de la mañana y a 600 metros antes de tocar suelo japonés, cambiaría para siempre “el arte” de la guerra.
Tres días después le tocaría el turno a Nagasaki, con menor población y rodeada de elevaciones, que de alguna manera ayudó a que la tragedia sea algo menor a Hiroshima, pero no por eso menos importante. Nagasaki hizo que el emperador Hirohito tomara la decisión inmediata de rendirse de manera incondicional, algo a lo que se había negado días antes, acabando de esa manera con casi seis años de una guerra que envolvió al mundo entero.
Si Hiroshima fue la primera, Nagasaki fue la última, y todo en un lapso de tres días.
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