San Pablo, Brasil | AFP. Por Paula RAMON

“Es uno atrás de otro. Esto no para”, afirma uno de los sepultureros de Vila Formosa, el mayor cementerio de Sao Paulo y América Latina, vestido con un mono blanco y una máscara de tela cubierta con otra de acetato transparente para protegerse de COVID-19.

El ruido de palas se mezcla con el de las excavadoras que desde hace semanas remueven tierra frenéticamente para abrir miles de nuevas fosas en este cementerio popular en el estado brasileño con mayor número de víctimas de la pandemia del nuevo coronavirus.

“Nuestro promedio era de 30-35 [entierros] diarios; un día fuerte, 45. Actualmente estamos enterrando a 60”, dice James Alan, supervisor de uno de los equipos de sepultureros de este camposanto de 750.000 m2, que alberga los restos de 1,5 millones de personas.

Una pared extensa que lo recorre de punta a punta colecciona nombres, fotos, fechas y recuerdos. Pero los sepultureros nunca vieron tanta mortandad, de un tipo además que los implica física y emocionalmente.

“Todo cuidado es poco, no podemos llevar la vida como si fuese normal”, dice Carlos Gomes, encargado del transporte de los cuerpos cuya acta de defunción fue sellada con “D3”, código usado para identificar a los sospechosos o confirmados con COVID-19.

Gomes tiene 22 años y, aunque dice estar sano, se siente preocupado: “Este virus no tiene edad, aquí lo vemos, agarra y se lleva a cualquiera”, afirma mientras se coloca un segundo par de guantes.

Para atender la demanda, el cementerio recibió un refuerzo de empleados. Todos los que tienen contacto directo con los ataúdes deben llevar los monos blancos que contrastan con la tierra rojiza.

Lágrimas, gritos, cantos, oraciones y silencio. Los que fueron etiquetados como D3 no serán velados por sus familiares, que solo pueden asistir rápidamente al entierro, de menos de cinco minutos de duración.

“No tienen derecho ni a ropa. Los envuelven en tres sacos en el hospital, la alcaldía trae el cuerpo, nos dan un horario y nos llaman, [trasladan a los difuntos] de cinco en cinco, no tienen derecho a nada”, dice Flavia Dias, que acompañó a una amiga cuyo padre falleció por COVID-19.

Pero algunos, ni compañía tienen. El señor Anízio fue enterrado en menos de dos minutos, sin que nadie apareciera para despedirse. “No ocurre con frecuencia, pero lo estamos empezando a ver”, dice uno de los sepultureros que, máscara al cuello, hace una pausa para fumar un cigarro.

“Esto es real”

Hay neblina en esta mañana de otoño en San Pablo. El estado, con 69.859 casos y 5.363 muertos, es el epicentro nacional del coronavirus. La pandemia ya dejó 18.859 muertos y contagió a 291.579 personas en este país de más de 210 millones de habitantes.

Las autoridades regionales y municipales anticiparon un feriado para este miércoles, buscando limitar la circulación de personas, que a pesar de la cuarentena parcial, aún ronda el 50%.

Esas medidas chocan con la prédica del presidente Jair Bolsonaro, que considera que las medidas de cuarentena y distanciamiento social pueden ser remedios peores que la enfermedad, por su impacto económico.

“Esto es real, es un virus, se propaga mientras las personas no tomen conciencia de esto, de la importancia de la cuarentena”, se desahoga Alina Da Silva, de 37 años, trabajadora en un laboratorio.

Su padre, de 69 años, con quien convivía, falleció luego de tres semanas internado y de ser sometido a varios tratamientos, incluyendo la cloroquina, cuyo uso en fases iniciales de la enfermedad fue autorizada por el gobierno el miércoles, pese a que sus virtudes no se han demostrado aún clínicamente.

“Lo más difícil es no haber podido abrazarlo (...) En mi cumpleaños, el 21 de abril, él haló en mi oreja, fue el último contacto [físico] de mi padre”, rompe en sollozos.

Tras enterrar a su cuñado Fuad Said, fallecido a los 61 años, Adriana Dos Santos lamenta: “Creía que era exageración de los periodistas, que era una pelea política, decía ‘eso no existe’, es contra Bolsonaro, pero lamentablemente uno sólo se da cuenta cuando [el virus] llega a casa”.

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