La deforestación de miles de hectáreas que sufren cada año las reservas y parques nacionales del Bosque Atlántico del Alto Paraná (BAAPA), no solamente representa un daño ambiental grave, sino que también un amplio problema social. Miles de familias campesinas e indígenas no tienen otra alternativa que vivir de los bosques o alquilar sus tierras para plantaciones ilegales en las áreas protegidas.
Por Aldo Benítez / aldo.benitez@gruponacion.com.py
Fotos: Pánfilo Leguizamón
Claro Morel Domínguez vive en San José Cristal. Uno de los puntos por donde se ingresa al Parque Caazapá, en el departamento del mismo nombre. Don Morel, de 64 años, recuerda que para los años setenta toda la región era un bosque casi impenetrable y que, con el paso del tiempo, al igual como ocurrió con el bosque, la región fue perdiendo pobladores.
Don Morel sabe que muchos dejaron estas tierras y que los pocos que aún siguen allí, no tienen otra alternativa que alquilar sus terrenos a terratenientes sojeros brasileños. “Para qué te voy a mentir, tengo 16 hectáreas que están pegadas al parque y las alquilo como hacen todos. Nos pagan G. 15 000 000 de guaraníes (USD 2321) por cada cosecha, cuando nosotros con cualquier otro producto que sembremos apenas podemos llegar a G. 1 500 000 (USD 232)”, dice en un guaraní bien cerrado don Morel.
Sus hijos, todos mayores de edad, también se fueron. “A buscar mejores oportunidades”, cuenta. Pero don Morel sueña con que algún día vuelvan a su tierra.
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Su historia es un común denominador en las zonas del interior de Paraguay. Los datos de la Dirección General de Encuestas, Estadísticas y Censos (DGEEC) dan cuenta de que la migración interna, desde el campo a la ciudad, en las últimas décadas ha marcado a la región. Hasta 1972 el país tenía un 56% de población rural. Sin embargo, de acuerdo con la Encuesta de Hogares de 2002, la población rural bajó al 43,3% y la urbana subió a más del 50%. El Centro de Documentación y Estudios (CDE) sostiene en un informe que este fenómeno obedece a la gran extensión agroindustrial en los últimos 30 años y al abandono estatal que sufren los pequeños productores de la zona rural.
Don Claro llegó a San José Cristal en 1974. Había dejado San Pedro del Paraná, Departamento de Itapúa, porque no conseguía trabajo. En ese tiempo, el territorio donde está el Parque todavía no había sido declarado área protegida por el Estado. “Compré estas hectáreas por G. 30 mil (USD 4,6)”, relata don Morel, un monto hoy en día equivalente a una hamburguesa en algún restaurante de Asunción.
Asegura que actualmente lo único rentable en esta parte de Paraguay es la plantación de soja o la marihuana. En ambos casos, quienes compran el producto tienen las maquinarias y camiones para poder sacar la producción. En cambio, “nosotros [los pequeños agricultores] no tenemos forma de salir de acá con nuestros productos”, dice don Morel. Es que “el camino es un desastre y cuando llueve es imposible”, se queja. “No hay ayuda de nadie. Tenemos que tener capital para movernos [para comprar un camión, por ejemplo], pero es imposible acceder a créditos si sos pequeño productor”, continúa. Con las hectáreas que tiene don Morel, los bancos le ofrecen G. 5 000 000 (USD 773), pero ¿qué se supone que puedo hacer con esa suma?”, se pregunta.
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Recuerda el caso de un vecino suyo que consiguió, a duras penas, llevar 20 bolsas de Mandioca hasta Abai, un distrito con mayor población ubicado a 35 Kilómetros de San José Cristal, pero el pago que recibió por ellas apenas cubrió los gastos del viaje de ida y de vuelta. “Después de eso, dejó esa idea. Acá ya no rinde nada, salvo la soja mecanizada”, asegura el agricultor y, desde hace unos 10 años, también la marihuana se ha convertido en un segundo producto rentable.
El problema es que con el inicio de esta actividad agrícola a gran escala en la década de los ochenta, se empezó a deforestar masivamente en la región Oriental del país. Según un estudio de la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de Asunción (UNA), en 1984, de las 5 650 000 hectáreas de bosques que tenía la región Oriental en 1984, hoy quedan solamente cerca de 2 700 000.
Desde 2015 hasta este año, agentes de la Secretaría Nacional Antidrogas (SENAD) han destruido 834 hectáreas de marihuana y 81 982 kilos de la hierba en las áreas protegidas de Caaguazú, Canindeyú, Caazapá e Itapúa.
Caazapá aparece en el segundo lugar entre los departamentos con mayor índice de pobreza en el país, según datos de la DGEEC de 2015. A su vez, el Centro de Análisis y Difusión de la Economía Paraguaya (CADEP), en un informe de 2018, ubica a Caazapá en los estándares más bajos en los tópicos de desarrollo departamental.
El reporte indica que el 90% de la mano de obra de ese departamento está en la informalidad. Es decir, no tiene seguro médico ni social. Además, el Ministerio de Salud Pública, en un informe de 2017, menciona que el 22% de los niños menores de dos años en Caazapá está con riesgo de desnutrición, mientras que el 6,8% está en desnutrición grave. Son los números más altos del país.
Es por eso que cuando don Morel piensa en las personas de su comunidad que destruyen el bosque para hacer carbón, vender la madera o plantar marihuana, dice: “qué le vas a culpar a las familias que no tienen hectáreas como yo para alquilar a brasileños, qué le podés decir, si ves cómo viven”.
Cirilo González, un campesino de 62 años, vive desde que tiene memoria en la pequeña comunidad de Arroyo Moroti [Arroyo Blanco, en guaraní] y que alberga a unas 27 familias en el perímetro del parque Caazapá. A don Cirilo le preocupan las quemazones que se hacen para plantar marihuana y soja. “Lastimosamente se está cultivando en nuestro Parque, pero es algo que no podemos evitar”, dice.
Tiene seis hijos a los que mantiene gracias a su pequeño kokue, que en guaraní quiere decir chacra. Son 10 hectáreas en las que siembra maíz, algo de mandioca, y en las que destina un sector para los animales: cerdos y gallinas que andan por el lugar con total libertad. “Todo es para autoconsumo, con esto vivimos”, asegura.
Don Cirilo coincide con los reclamos de Morel. “Por lo menos necesitamos camino, es lo básico”, dice. Caazapá tiene el 90% de su red vial de tierra, según un informe del Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC). De 3506 kilómetros de camino que tiene el departamento, 3167 son de tierra y cuando hay lluvia, todo se convierte en barro. “Nosotros nos ayudamos en lo que podemos. Somos pobres, pero estamos trabajando puño a puño”, dice don Cirilo.
“La planta vai (fea) es peligrosa”
“Es tierra de nadie. Trabajamos con comunidades y muchas familias están abandonando la zona porque tienen miedo. Lo que pasa es que todo se ha puesto muy violento desde que entró el tema de la planta vai (hierba fea)”, dice uno de los dirigentes de la Asociación de Comunidades Indígenas de Itapúa (ACIDI), que prefiere no dar su nombre por temor a cualquier represalia. “Yo tengo familia, tengo mi gente que cuidar”, dice.
El miedo del dirigente tiene fundamentos. En octubre de 2012, desconocidos incendiaron el local de la organización Guyrá Paraguay, ONG que opera en plena Reserva San Rafael con proyectos de desarrollo comunitarios. El ataque se registró días después de que la organización realizara denuncias públicas sobre la deforestación.
Cuando habla de la planta vai, el líder indígena se refiere a la marihuana. Un cultivo que empezó a ganar terreno a principio del 2000 y que hoy se extiende en decenas de parcelas situadas en medio de áreas protegida y en pleno territorio indígena.
En la Reserva San Rafael, unas 12 000 hectáreas pertenecen al pueblo indígena Mby’a Guaraní. Ellos conocen a esta área protegida como el Tekoha guasú, que quiere decir “la tierra grande en donde somos lo que somos”. El líder indígena explica este significado diciendo que “para nosotros es la tierra de nuestros ancestros, de los animales que cazamos para comer, de la planta que usamos para nuestros remedios caseros”.
En los alrededores o zona de influencia del Bosque Atlántico se calcula que hay 1500 familias indígenas de diferentes comunidades, según datos del Instituto Nacional del Indígena (INDI). El denominador común es la extrema pobreza, la falta de atención médica y sus tierras alquiladas para los grandes cultivos, principalmente de soja, pero también marihuana.
En los últimos años, la población campesina e indígena de la zona rural de Paraguay han presentado procesos similares. Pobreza, abandono por parte de las autoridades y falta de oportunidades, señala Rodrigo Zárate, de Guyrá Paraguay. Esa combinación de factores ha provocado que muchas familias, que habitan en el Bosque Atlántico, vean como opción única la de vivir, por ejemplo, de la venta de rollos de madera, del carbón hecho con árboles talados de las reservas y de las plantaciones de marihuana.
Para el doctor en criminología e investigador por la Universidad de Pilar, Juan Martens, lo que ocurre con la deforestación, la marihuana y las comunidades campesinas e indígenas es que el cultivo de esta hierba pasó a convertirse casi en el único sustento económico para muchas familias que no son, finalmente, las beneficiarias de las grandes sumas de dinero que genera el tráfico, sino que solo ganan por trabajar la tierra y cuidar las plantaciones.
El Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (INDERT) tiene 1018 colonias campesinas registradas en todo el país. En las zonas de influencia de las reservas San Rafael, Morombí, Mbaracayú y el Parque Caazapá conviven al menos 110 de estos asentamientos. Según la DGEEC, Paraguay tiene unas 335 mil personas viviendo en extrema pobreza y cerca de 1,6 millones de habitantes en la pobreza. De esta cantidad, el mayor porcentaje se concentra en la zona rural del país, en ambos niveles.
“Cómo le voy a venir a hablar a esta gente que vive en la zona del Bosque Atlántico de la importancia de la biosfera, de cuidar los recursos, de los pajaritos, cuando que no tienen ni para comer ese día”, explica Zárate.
“Lo categórico es que hay un déficit histórico con las poblaciones locales que están en la zona de amortiguamiento”, agrega a su vez. Para Óscar Rodas, directivo de la organización internacional WWF Paraguay, y que viene trabajando en varios proyectos con comunidades indígenas y campesinas que residen en las inmediaciones del Bosque Atlántico, es urgente que el Estado se haga presente en esta empobrecida zona del país. Ayudar a quienes viven a allí a construir una mejor calidad de vida, a tener acceso a oportunidades laborales, de salud y educativas también es contribuir con los bosques.
En setiembre de 2019, el gobierno firmó un convenio de cooperación con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) para ejecutar el proyecto Pobreza, Reforestación, Energía y Cambio Climático (Proeza). La idea de esta iniciativa es mejorar la vida de unas 17 000 familias que viven en zonas que son vulnerables al Cambio Climático, entre ellas las que están en el Bosque Atlántico.
Rafael González, Coordinador Nacional del Proyecto “Proeza”, señala que se trata de un plan emblemático para el país ya que las familias seleccionadas recibirán asistencia técnica para tener un modelo forestal en sus propios terrenos, para cuidar el bosque o reforestar aquellas áreas donde se han hecho desmontes. “Se les va a dar un incentivo monetario por cuidar y mantener esos árboles”, dice González.
Asegura que ya hicieron los trabajos de campo preliminares y que ya tienen identificadas a las familias beneficiarias que viven en 66 distritos de los departamentos de Concepción, San Pedro, Canindeyú, Caaguazú, Guairá, Caazapá, Itapúa, Alto Paraná, todos ubicados en la zona de influencia del Bosque Atlántico, en la Región Oriental.
El funcionario agrega que asegura que el proyecto aún no se ha podido ejecutar por el tema de la pandemia, pero sostiene que “se reactivará cuando esto termine”.
Este artículo forma parte del especial “La Maldición del Bosque Atlántico”, que La Nación y Mongabay Latam desarrollaron sobre el crecimiento de los cultivos de marihuana en áreas protegidas.