Un torbellino de motos y autos levanta una polvareda a unos 30 km al sur de Uagadugú, la capital de Burkina Faso, en un alboroto inusual para un domingo por la mañana. ¿La causa? Una curandera de 20 años con unos poderes supuestamente inmensos. Su apodo, Adja, se ha hecho famoso en todo el país, de sur a norte.

Al final del camino, una multitud de motos aparcadas hasta más allá de donde alcanza la vista; un bosque de tiendas enmarañadas y una marea de peregrinos vestidos de blanco formando verdaderos ríos de gente entre los arbustos. Hay de todo: hombres con los pies encadenados, lisiados, desgraciados y desposeídos. Todos los que la sociedad burkinesa ya no sabe qué hacer con ellos o cómo curarlos.

“Hemos probado tratamientos de todo tipo, pero en vano”, cuenta Awa Tiendrebeogo, familiar de un enfermo aquejado de “vértigo” recurrente. “Luego, un conocido nos habló de Adja y aquí hemos venido”, explica la mujer.

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Las curas de Adja son gratis, pero las ofrendas son bienvenidas. Por los alrededores han ido emergiendo varias obras financiadas por ricos donantes. Los comerciantes se olieron el filón y llenaron de puestos la carretera de acceso. Caminos y miradas convergen hacia la tienda de la curandera, que se yergue en medio de la multitud.

Por los altavoces se oyen varios encantamientos. “No hay más divinidad que Dios”, repiten a coro miles de fieles. Y entonces aparece Adja: una joven con trenzas vestida con un pareo y una vieja camiseta, caminando descalza y con un bastón de madera del que nunca se separa.

Heridas invisibles

Para empezar, Adja mira fijamente al sol, haciendo espasmos con la cara y luego examina a los asistentes. “Ese de ahí, con el suéter rosa, pronto tendrá un accidente”, dice. “Por allá hay un hombre que ha venido a investigar sobre mí”, suelta, sin aclarar de quién está hablando.

El aura de la joven, según ella, provocaría celos entre sus competidores. Entre la muchedumbre, muchos son los que le desean que le vayan mal las cosas, asegura. Por la noche, en el mundo de los espíritus. esos brujos se aliarían para atacarla con maleficios. Adja muestra unas heridas, invisibles, en brazos, piernas... por todo el cuerpo. Una tortura incesante, afirma.

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Y, sin embargo, la reputación de la joven no deja de aumentar. Y solo han pasado tres años desde su primera cura. La curandera combina varios métodos, desde oraciones musulmanas a productos farmacéuticos tradicionales, pasando por ceremonias de brujería, en un país mayoritariamente musulmán con un sistema sanitario precario y en el que las creencias tradicionales siguen muy arraigadas.

Oficialmente, solo el 9% de los burkineses se declaran “animistas” pero esa proporción está muy subestimada. De los pacientes que han acudido a verla hoy, mayoritariamente musulmanes, muchos no quieren ser filmados de cerca. “Lo que se suele decir por aquí es que, de día, la gente critica la tradición, pero, por la noche, la práctica”, comenta un ayudante de la curandera.

“Espíritus malignos”

Los casos más visibles son las víctimas de “espíritus malignos”, como Fatoumata, una joven que de repente perdió el uso de las piernas. Está tumbada en el suelo, inerte, y Adja la rocía con agua “bendita” y camina lentamente sobre ella, descalza. Las oraciones del público van ganando intensidad y se mezclan con los gritos de otros “poseídos” que esperan su turno. Pero no funciona. Fatoumata no se levanta. La paciente siguiente sí que recuperará la sensibilidad en las piernas. A Adja, la fama le viene de su “transparencia”. A los casos desesperados o que están fuera de su alcance, les dice sin rodeos que no puede hacer nada por ellos.

“La reputación de Adja se debe a su integridad”, explica Awa Tiendrebeogo. A su padre, el vértigo se le ha curado. El poder de la curandera, una especie de entidad “espiritual” que dirige su existencia y que no le autoriza libertad alguna, le prohíbe mentir, asegura. Rodeada de una legión de guardaespaldas, asistentes y biógrafos, Adja mantiene que ha renunciado a la posibilidad de tener una vida normal. Pero, cuando se aparta de la multitud, vuelve a ser Amsetou Nikiema, una joven espontánea y risueña que apenas ha dejado atrás una infancia traumática.

Atormentada por las visiones que ha tenido desde siempre, Amsetou cuenta que sus familiares, que la trataban de loca y la rechazaban, solían pegarle con una cadena. “Por eso me río todo el tiempo, para poder aliviar a la gente. Como la gente me odiaba durante mi infancia, yo quería que todo el mundo me amara”, explica. A quienes tanto mal le hicieron, les da las gracias: “Gracias a mi familia, gracias a los malos tratos, hoy soy alguien y sé cómo cuidar de los demás. Y si durante tu infancia no sufres, nunca lograrás tener éxito en la vida”.

Fuente: AFP.

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