Lita Pérez Cáceres, escritora - periodista
“En las primeras décadas de siglo XX hubo un músico paraguayo que fue tan famoso como Michael Jackson en sus años de éxito: Herminio Giménez”, dice la autora de esta “memoria” que publicamos con mucho agradecimiento. Inspirada en la nota publicada en el Gran Domingo sobre el Jardín Botánico de Asunción, Lita recordó una anécdota que le relatara el propio Herminio sobre su vida para un libro autobiográfico. La anécdota tiene como protagonista a un joven músico y a un famoso médico también músico, Juan Max Boettner.
Este músico de origen humilde había nacido en el pueblo de Caballero en febrero de 1905. Cuando tenía apenas 6 meses, su madre y su abuela murieron el mismo día. Ambas mujeres fueron víctimas de un rayo que las golpeó durante una terrible tormenta tropical. Pero ni Herminio ni su tío Remberto, de 7 años entonces, quedaron desamparados, ya que las mujeres de la familia (tías) los criaron con mucho amor.
Al ir creciendo, Herminio comprobó que su amor por la música era excluyente e ingresó a la famosa Banda de la Policía, nombrado como profesor de Teoría y Solfeo, a los 16 años. Él había recibido enseñanzas en esa área de un músico húngaro que dirigía la Banda Militar de Paraguarí, hasta donde había llegado Herminio a los 9 años, acompañando a un tío bohemio.
No pasaba mucho de los 20 años cuando recibió una invitación para cenar en casa del Dr. Juan Max Boettner, un cultor de la música clásica, muy admirado, que a su vez admiraba a Herminio Giménez por sus composiciones que demostraban dedicación y talento. Ya en esos años mozos dirigía una orquesta, preferida por el público asunceno.
En medio del agasajo, Herminio Giménez tuvo un acceso de tos. Como el doctor Boettner era tisiólogo, le llamó la atención esa tos. Al finalizar la cena invitó a Herminio a pasar a su consultorio y una vez allí lo auscultó. El diagnóstico fue una tuberculosis que ya había infectado ambos pulmones. En ese tiempo aún no existían los antibióticos y la enfermedad barría la vida de jóvenes inteligentes y promisorios. La cura dependía de la responsabilidad del paciente. El Dr. Boettner prescribió a su paciente: reposo, vida sana, dieta saludable y prohibió las trasnochadas y las mujeres. Pero, muy inteligentemente, ofreció al paciente un alojamiento gratuito y tranquilo, donde debería permanecer por 3 meses, al cabo de los cuales estaría curado: el lugar era el Jardín Botánico.
Hasta allí fue llevado por el propio Boettner en una mañana luminosa. Llegaron y el médico le mostró la que sería su habitación en la Casa Alta, con una gran ventana por donde seguiría conectado con la música y la poesía de la vida.
-Cada quince días tenés que ir a verme a mi consultorio de Asunción. Yo debo comprobar la evolución del tratamiento, pero si obedecés mis reglas, enseguida vas a curarte.
TRANQUILIDAD Y SOLEDAD
Las reglas impuestas por el médico parecían fáciles de seguir, para un jubilado de la tercera edad, pero para un joven triunfador, admirado por chicas y por muchachos, acostumbrado a las trasnochadas y a la alegre vida bohemia, era similar a un infierno, a una cárcel.
Sin embargo, al comenzar cada día su jornada solitaria, Herminio recibía la visita de un picaflor que revoloteaba a su alrededor como invitándolo a vivir, a salir al aire libre, a recorrer los senderos colmados de flores y de mariposas que también celebraban la vida.
Y así fueron pasando los días, las horas y los minutos, hasta que se cumplieron tres meses y una mañana en que Herminio se preparaba para visitar a Boettner en su consultorio, entró el picaflor por la ventana, que alborozado se puso a volar alrededor del joven como queriendo llamar su atención. Herminio prestó atención a los movimientos del picaflor y concluyó: -¡Estoy curado! ¡Estoy curado!, él me viene a avisar.
Cuando llegó el taxi, que en aquel tiempo era llamado chapa blanca, para llevarlo del Botánico hasta el centro de Asunción, Herminio subió muy sonriente, anticipando la alegría que recibiría cuando Boettner le diera el alta. Y así fue, su amigo el picaflor le había avisado, llevándole las buenas nuevas con su vuelo victorioso.
Herminio Giménez vivió muchos años más gozando de los cuidados que le prodigaba su esposa, doña Victoria Miño de Giménez.