Una buena parte de mi vida ha transcurrido –y transcurre– en algún bar o en un café. Alcoholes, lágrimas, tabacos, risotadas, besos robados como víctima o victimario, besos soñados y algunos otros dados solo por besar.

  • Por Ricardo Rivas
  • Periodista X: @RtrivasRivas
  • Fotos: Gentileza

“Camino siem­pre camino. La distancia es lo que impone. Hay un sueño que me sueña entre un prelu­dio de sones”, escribe y canta Mario Dobry (83) para que muchos sepamos que allí por donde camina lo va llevando la vida en busca de un nuevo día. En mis oídos suena su canción. Esa con cuyos sones envolvió a su poesía. La escucho mientras busco de llegar hasta el bar de aquella esquina. Falta un poco. Cansado y con agobio sobre­llevo el estío inclemente mien­tras subo las Barrancas de Bel­grano por la vereda despareja de la vieja calle Echeverría adoquinada a la marchanta.

Mis pasos se detienen. Una leve brisa que apenas refresca me invita para permanecer allí. Justo donde aquella se encuentra con 11 de Setiem­bre. La histórica glorieta está desierta. Pero hermosa, ele­gante y bella. Seguramente, más tarde, el tango reinará bajo su techo. Sonrío sin saber por qué.

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Don Ricardo y doña Erlinda –nuestros amados papá y mamá– 77 años atrás tuvieron aquí mismo su primera cita. Misteriosos y encantadores recuerdos ancestrales. “¿Por qué aquí, mamá?”, pregunté tantas veces. Nunca respon­dió. Hablaba de otras cosas. Pienso que, tal vez, porque esta es una hermosa esquina. Casi como aquellas que solo son posibles de ver en aquel viejo cine Mignón que ya no existe.

Respiro profundo. Vuelvo a la canción de Mario. Los auricu­lares inalámbricos me traen la melodía desde el celu. Releo su mensaje. “Te envío esta can­ción que acabamos de gra­bar cuya letra y música me pertenecen con arreglos de Julián Dobry y la voz de Car­los Muñoz. Fue inscripta en SADAIC (Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música) con el nombre de ‘Un caminito en el río’. Un abrazo. Espero que te guste”.

“Un caminito en el río”, la más reciente creación del poeta y músico Mario Dobry, disparó la tertulia en la Zurich

EL SON DE UN PIANO

Soy feliz cuando algún artista me obsequia una de sus obras. Siento y sé que me entregan y se entregan. El piano suena fresco y pleno. “Un caminito en el río. / Un ancho cordón de plata. / La luna besando el agua / por el barrio de Las latas”. Muy lejos de aquí, de mi Belgrano. De mi pueblo natal, pienso. Ya falta menos para lle­gar a donde voy.

“El escenario es el mismo, / un balcón y una mirada, / el agua fraguando al tiempo / y una vida que se apaga. / Un viejo puñal de cobre. / Una tirita de lana. / Un vellocino dorado. / Una gaviota planeando / sobre la mar encrespada / y el grave profundo hedor que nos trae la resaca”. Llegué. ¡Gracias, Mario Dobry!

Ordeno un café para sobre­llevar la que estoy cierto será una momentánea soledad. Es tiempo de esperar con espe­ranza. Una buena parte de mi vida ha transcurrido –y trans­curre– en algún bar o en un café. La lista sería extensa si quisiera consignarlos. Incluso, algunos ya no existen más que en la memoria, pero bueno es recordarlo, todo lo que allí se atesora permanece. Encuen­tros con valiosos diletantes. Largas horas estudiando o debatiendo la importancia de la nada para aprender a valorar lo poco cuando poco es todo.

Interminables pequeñas his­torias de seducciones como seductor o seducido. Alcoholes, lágrimas, tabacos, risotadas, besos robados como víctima o victimario, besos soñados y algunos otros dados solo por besar… ¡Qué lo parió! El poci­llo ya está sobre la mesa. El enorme ventanal me regala una impecable panorámica 3D de una crepuscular plaza Belgrano que comienza a poblarse. El campanario de La Redonda llama a Misa.

“¡Vengo enseguida… no cie­rres la cuenta, por favor!”. Me alejo por un rato de la Zürich. La esquina de Cuba y Echeve­rría queda atrás. Me detengo frente a un banco. Bajo la recova, en el espacio que ocupa el cajero automático, una fami­lia moreteada por la crisis aco­moda cartones, mantas raídas y tristezas para echarse a des­cansar. Absurdo y cruel. Las sensaciones vuelan. Debo con­fesar que desde púber me ate­morizo cuando camino por aquí. Mucho más cuando cae la noche.

HISTORIA ATERRADORA

Una y otra vez vuelve y me envuelve aquella historia ate­rradora de Fernando Vidal Olmos que, poco antes de morir, reveló espantado que allí –justamente allí, donde está el banco que ahora mismo veo– Celestino Iglesias abrió una puerta que atravesó para ingresar en el mundo de las tinieblas.

El “Informe sobre ciegos” del querido maestro Ernesto Sábato me pegó duro. Tenía apenas 13 años cuando por primera vez leí “Sobre héroes y tumbas”. Me aterrorizó. Cuando estaban por finalizar los años 70, en otro bar, el Petit Colón –Lavalle y Libertad– le confesé a don Ernesto de mis miedos con aquellas lectu­ras. Rió con ganas aquel viejo venerable que no disfrutaba reír en público. “¡Tuve pánico cuando lo escribí!”, confesó don Ernesto. Inolvidable.

Volví sobre mis pasos a la Zürich. A la misma mesa. Un par de buenos amigos ya esta­ban en ella. No están todos ni son todos los amigos-herma­nos con los que, desde algu­nas décadas, compartimos sentires, decires, pensares, alegrías, tristezas y broncas, por decirlo de alguna manera que se da tal vez de patadas con la gramática de la lengua española, pero resulta com­prensible a la hora de produ­cir sentidos.

Estos encuentros –aquí, allá y acullá– tan agradables como interminables nos los plan­teamos como bravas tertulias para, sin apuro alguno, discurrir entre nuestras muy varia­das certezas bien inciertas sobre “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser” que es como coincidimos en supo­ner que se encuentra desde lar­guísimo tiempo nuestro estra­gado mundo claramente en “Cuesta abajo”.

Tal vez con pena, pero pese a ello, nos divierte parafrasear desde siempre el presente con aquel tangazo inmortal que desde 1934 le regalaron a la cultura popular don Car­los Gardel y el poeta (también periodista) brasileño Alfredo Le Pera, nacido en Sao Paulo, el 7 de junio de 1900. Año parti­cular el 34 del siglo XX. El pue­blo alemán, entre la desespe­ranza y el quiebre económico muy poco tiempo antes, en el 33, confió su destino en Adolf Hitler, un delirante cabo aus­tríaco (genocida mayor), para recuperar la economía y que Alemania “vuelva a ser lo que fue”, como explicaba Herr Wagner, un calvo docente que padecí en la escuela primaria.

PANTALLA

Memoria. Desde una tele enorme y en silencio, los zóca­los que publica un canal de noticias nos dicen lo de siem­pre. Calles inseguras. Las infi­delidades de las y los infieles que transitan los arrabales del ecosistema de la nada. Los millonarios números del fút­bol en un país empobrecido. ¿De qué cosa hablaremos hoy? ¿Del hoy… del pasado… de lo que vendrá?

No son escasas las oportu­nidades en que nuestras ter­tulias se ensombrecen con el recuerdo de la historia que una buena parte de nosotros per­sonalmente transitamos en la centuria de las más enormes crueldades. Reina la noche del que es el primero de los días de este febrero asfixiante unos 1.300 kilómetros al sur de mi querida Asunción. La primera vuelta de cerveza ganó espacio entre nosotros.

Naume, camarógrafo de exce­lencia de la televisión inter­nacional, comienza con sus historias. Imparable. Regresó de Río un par de días atrás. Con un colega periodista de una cadena norteamericana corretearon con buenos viá­ticos detrás de un tal Arisztid Tlodsij, un extraño personaje que al parecer –solo arropado con una capa muy luminosa incluso en las noches más oscuras– deambula por los arrabales y solitarias playas de Buzios.

“Não conseguimos encon­trá-lo. Cerca de trinta som­brerudos aterrorizados de uma pequena cidade situada nas montanhas nos acompan­haram, mas... nada. Arisztid é um mistério”. Comentó. “Dizem que ele se parece com Jair, um velho capitão do exér­cito machista do século 19 com vocação para ser tirano”. Escu­chamos con atención.

La histórica glorieta está desierta, pero hermosa, elegante y bella

ARENGA

Roberto B. lo interrumpió sin miramientos y con sobreac­tuada molestia. “¡Sigan con esas estupideces...! Noventa y dos años atrás (el 1 de febrero de 1933), en Alemania, Hit­ler arengó a los alemanes…”. Nos ganó el silencio. “¿Quie­ren saber qué dijo?”. No esperó respuestas ni acuerdos.

“La discordia y el odio hicieron su entrada. Millones y millo­nes de alemanes pertenecien­tes a todas las clases sociales, hombres y mujeres, lo mejor de nuestro pueblo, ven con deso­lación profunda cómo la uni­dad de la nación se debilita y se disuelve en el tumulto de las opiniones políticas egoístas, de los intereses económicos y de los conflictos doctrina­rios (…). La igualdad y la fra­ternidad prometidas no lle­garon nunca, pero en cambio perdimos la libertad. A la pér­dida de unidad espiritual, de la voluntad colectiva de nuestro pueblo, siguió la pérdida de su posición política en el mundo”.

Roberto nos miró con serie­dad. Leía la pantalla de su teléfono inteligente. Lo mirá­bamos. Nuestro amigo nos recordó además que el geno­cida más terrible de la historia fue duro contra el comunismo, los economistas, el Tratado de Versalles con el que se puso fin a la Primera Guerra Mundial (1914-1918), contra los judíos y siguió...

“Si esta decadencia llega a apo­derarse también por completo de la clase campesina, la magni­tud de la catástrofe será incal­culable. No se tratará enton­ces únicamente de la ruina de un Estado, sino de la pérdida de un conjunto de los más altos bienes de la cultura y la civiliza­ción, acumulados en el curso de dos milenios (...) En política exterior, entenderá el gobierno nacional que su principal misión consiste en la defensa de los derechos vitales de nuestro pueblo, unida a la reconquista de su libertad (para) incor­porar en la comunidad de las naciones” a Alemania.

Enmudecimos. Tanto Naume como Roberto B. nos induje­ron a buscar coincidencias con cada una de aquellas palabras en estos tiempos de cambios, distorsiones y situaciones tan incomprensibles como inima­ginables. “¡Algo de eso escu­ché hace pocos días!”, dijo Leo, el mesero. Migrantes, longe­vidades, violencias, expan­siones, pestilencias variadas cayeron sobre la mesa.

DISCUSIONES CRUZADAS

Algunos parroquianos cer­canos –ajenos a nuestro grupo– seguían con parti­cular atención las discusio­nes cruzadas que protagoni­zábamos. Naume y Roberto B. no cedían en sus posturas. Desde la barra una mujer se acercó a nosotros. “¡No es que no haya líderes, como escuché recién que alguno de ustedes dijo! Los hay, son diferentes de los muchos que consigna la historia universal y, justa­mente por eso, lideran en esta nueva etapa en la que emer­gen y se consolidan mega­rricos ‘techies’ que patológi­camente individualistas no quieren ningún poder que los controle ni acote”.

¡Joder! Dijo llamarse Delia G. y ser desde muchos años aca­démica en tres universidades. Aseguró ser escritora de “cinco libros de historia social” cuyos títulos y textos desconocemos, pero confiamos en su palabra y buena fe. Ninguno de noso­tros supo, quiso o pudo respon­derle. Lo inesperado suele ser paralizante.

De pie a espaldas de Hugo P. –sociólogo, docente universi­tario y peronista primario o, para ser más justo, de aquella “primera hora” de su impre­ciso reloj multiepocal– perma­necía en vigilia. “Es verdad, no sabemos con exactitud quié­nes son estos tipos”. Expresé. “Claro… pero el hombre es lo que hace… y no es bueno lo que hacen”, agregó Hugo P.

“¡La paz, en ningún lugar, puede comenzar con una deportación masiva…!”, apuntó Naume, quien recorrió una buena parte del mundo como corresponsal de guerra. “Acuerdo con que el hombre es lo que hace, como dijo el señor, pero respetuosamente agrego que también es cómo hace lo que hace y es en ese punto donde aparece la cultura del hacedor”, añadió Delia G. con tono académico.

DESALOJO

Luego de unos segundos de silencio hubo algunas sonri­sas. Hugo recogió el guante. “¿Usted quiere decir, profe­sora, que si un agente inmo­biliario poderoso, para ter­minar una grave, trágica y violenta disputa territorial con componentes racistas, propone desalojar a todos por la fuerza para construir un barrio privado es adecuado, de buena fe y debemos com­prenderlo?”.

El interrogante lanzado sonó irónico. Sonó a chicana de bajo precio. “De ninguna manera dije ni pensé en esa hipótesis que usted livianamente lanza como supuesto. No. Simple­mente digo que hay nuevos líderes que en poco tiempo tendrán que decidir entre las demandas de los millones que tenemos poco y los muy pocos que tienen casi todo y sin disi­mulo se proponen ir por más”.

Silencio contundente. Los meseros comenzaron a apa­gar algunas luces. Solo nues­tra mesa estaba activa. Me largué a caminar de regreso. Ahora, por la avenida Jura­mento hacia el Bajo Belgrano, mi pueblo natal. Fantástica medianoche en ciernes.

“Un horizonte dormido. / Un niño jugando solo. / Alguien que piensa y olvida / a su forma y a sus modos / Un almana­que roto. / Un demudado frío. / Un aroma a malvones. / Un invierno en la costa / y una ilu­sión que se angosta / sobre un pupitre vacío”.

La creación que me regaló Mario Dobry –desde los buds bluetooth– vuelve a mí. Me envuelve con recuerdos y dile­mas que no supe, que no sé o no quiero resolver.

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