La película “Casa en llamas”, producción hispano-italiana estrenada el año pasado y ganadora del Premio Goya al mejor guion original, es una historia cargada de tensiones familiares comunes y afines a la sociedad actual que deja al descubierto una extraña metamorfosis que, obligadamente, convertirá al secreto en redención. Surge aquí una pregunta: ¿cuál es el agente que hará posible este proceso de cambio?

  • Por Julio de Torres*
  • Fotos Gentileza

“—¿Qué se quema?

—¡La casa!”

“Esperando la carroza” (1985)

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Dirigida por Dani de la Orden y escrita por Eduard Sola, la pelí­cula combina el drama psicoló­gico con una narrativa visual potente y ácida.

El drama familiar en tono de comedia ya lo había abordado la película argentina “Esperando la carroza” (1985), de Alejandro Doria y guion de Jacobo Langs­ner, autor de la obra teatral ori­ginal. No es para menos el epí­grafe de este artículo que evoca el diálogo entre Elvira (China Zorrilla) y Sergio (Juan Manuel Tenuta) luego de que los ravio­les hayan salido durísimos y el tuco se haya quemado. Metá­fora simple, quizás, de cómo, eficientemente, desatender una familia.

Algunos elementos que con­forman el diálogo intertex­tual entre ambas películas son insoslayables. Mientras “Espe­rando la carroza” retrata, con rasgos costumbristas y come­dia, la bomba de tiempo que implica conocer un secreto y cargar con el peso de guardarlo hasta que llegue el momento oportuno que, vamos, siem­pre llegará, “Casa en llamas” resemantiza un conflicto fami­liar parecido, pero llevándolo a un terreno más visceral y más oscuro. Es entonces cuando los vínculos se tensarán hasta romperse y la catarsis revelará que las heridas se heredan y que esas heridas queman.

VISIBILIZACIÓN

Partamos del hecho de que los problemas familiares, espe­cialmente las relaciones entre padres e hijos, dejaron de ser exclusivos de historias que se cuentan en el teatro, el cine y la literatura, y pasaron a ser un problema de urgente aten­ción cuando casos de los que no escapa ninguno de nosotros se han venido visibilizando siste­máticamente en videos cortos que se difunden en redes socia­les. No obstante, esta exposi­ción de casos se consolidará con mayor fuerza en películas que narran dramas familiares y desnudan realidades que la coti­dianidad obliga a ocultar. Sobre todo, nos enfrenta a la necesidad de tomar una decisión ante el inminente desenlace.

La ficción quedará relegada y el espacio interpelador cobrará otro matiz. Aquí, la historia, que en otras películas suele contarse al margen del com­promiso social, adquiere una dimensión más potente, fun­cionando como un espejo que no refleja solo realidades indi­viduales, sino verdades. La ver­dad, esa “tierra sin caminos”, diría Krishnamurti, se impone sobre la ilusión del relato y obliga a mirarnos sin filtros. Es entonces que el espejo, al tras­cender la subjetividad de la per­cepción, deja de ser mentiroso.

QUÉ PROBLEMAS

En “Esperando la carroza” no sabían con quién dejar a la abuela, que para los persona­jes es una carga. En “Casa en llamas” no solo es una carga, sino también una oportuni­dad de capitalizar esa “carga” jaqueando el sistema de ayu­das, aunque ello implique callar una gran verdad. Si el conflicto expuesto en la película no evi­denciara lo suficiente las con­secuencias del narcisismo, ya sea en padres o en hijos, difícil­mente el egoísmo podría consi­derarse como concepto o como eje vertebrador de los propósi­tos de los personajes en la trama.

Aquí el egoísmo no solo se manifiesta en ceños fruncidos o dientes apretados, sino que erosiona la noción de comuni­dad con la que la moral pretende guiar a las familias, reducién­dola a una ilusión que, lejos de unir, encubre lo irreparable.

Como este problema hay otros que la película retrata con maestría y que justificarán el concatenado de tensiones fami­liares, malestares silenciados y estrategias de supervivencia dentro del hogar.

“Ya os hemos visto discutir más veces. De trauma estamos ser­vidos” es la línea de diálogo que abre un debate que involucra a las familias disfuncionales, poniendo sobre la mesa hasta qué punto normalizamos el conflicto y qué precio estamos dispuestos a pagar por mante­ner las apariencias.

EFECTO DOMINÓ

La historia, entonces, desen­cadenará un efecto dominó en el que la culpa actuará como verdugo y su sentencia no solo será reforzada en el discurso, sino que impondrá una atmós­fera de intimidación cada vez más asfixiante. Sin embargo, en ese mismo recorrido parece allanarse el camino hacia una solución que, lejos de susten­tarse en el perdón, redefinirá irrevocablemente las relacio­nes entre los personajes. El perdón que no se pide deviene, con el tiempo, en culpa. Ese pro­ceso es inevitable, corrosivo y pronto se convierte en un marti­rio que “Casa en llamas” expone con una crudeza implacable, atenuada quizás por destellos de humor que intentan contras­tar con la fragilidad de los miem­bros de la casta.

Intentan contrastar, digo, por­que el humor es una estrategia que muchos hemos utilizado para disimular nuestras fragi­lidades y sostener, como sea, la ilusión de estabilidad tanto dentro como fuera del hogar.

Pero no. No será el perdón la solución, ni el agente que posi­bilite el cambio en busca de una consolación. Tampoco bastará con disculparse para sanar una herida cuyas marcas persisten más allá del arrepentimiento. Porque aquí el conflicto no se resuelve con absoluciones, sino con el reconocimiento de que hay fracturas que, una vez abier­tas, no podrán cerrarse. Nunca.

LA COMPASIÓN

Perdonar es asumir que hubo culpa. En cambio, traspo­lando la perspectiva política de Hannah Arendt sobre la responsabilidad, el “hacerse cargo del mundo”, la compa­sión disuelve la necesidad de buscar culpables.

En este punto resulta clave reconocer la presencia de figuras externas que, con la anuencia del padre y el hijo, han influido en sus decisiones y, en consecuencia, en el rumbo de una historia dominguera de una familia común.

Fragmentada la soberanía familiar y permitida la inci­dencia referida del agente externo provocador, es opor­tuno pensar, quizás, que la autoridad dentro del núcleo familiar deja de ser absoluta –de hecho, ambos padres están separados–, dando paso a una dinámica en la que las decisio­nes ya no responden única­mente a la tradición o a jerar­quías establecidas, sino a una red de influencias que nos plantea un aspecto sustantivo: el sentido de responsabilidad compartida. Pensar la familia como una comunidad más allá del parentesco es una salida posible del laberinto de culpa y castigo. Pero sin pensarnos individuos y sin considerar las historias de cada uno, de que somos producto de nuestros propios universos, la compa­sión seguirá aguardando en los confines de nuestros egoísmos. * Actor, escritor e investiga­dor en artes y humanidades.

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