• Por Augusto dos Santos
  • Asesor político y comunicacional, escritor
  • Fotos: Archivo

En “La desaparición de la santa”, de Jorge Amado, la imagen de madera de santa Bárbara, la del trueno, huye de su inmi­nente misión sagrada al ama­rrarse el barco que la conduce hasta el puerto de Salvador de Bahía y, de un salto, corre y se sumerge en el caserío de marineros, bares y borra­chos, prostíbulos y plazas bohemias buscando res­pirar el aire de la humani­dad. No pude sino recordar esta maravillosa novela, tan bahiana y sincrética cuando trataba de configurar qué era lo más importante que nos deja Koki Ruiz a su muerte.

En más de 30 años de cono­cerlo y cultivar su amistad, creo que eso más importante es que Koki supo derrotar a los caballeros templarios del elitismo cultural y llevar a su pueblo campesino no solo la llama del arte, que ya hubiera sido suficiente, sino la crea­ción del arte.

El legado más importante de Koki ha sido la fundación de una comunidad de hace­dores de arte. Fui testigo, en los albores de los 90, de la “huida hacia el interior” de Koki cuando ya era un artista plástico célebre, que bien podría haberse quedado en la capital a cosechar el susurro lisonjero del vernis­

sage semanal y las charlitas de arte con personas que no dejan de mencionar Europa. Pero a Koki no le interesaban los cenáculos culturosos, abo­rrecía el elitismo y las élites, ante lo cual, en vez de gozar del éxito de su obra pictórica en la centralidad de la todopoderosa Asunción, decidió dejar el mundanal fluido de autoelogios para refugiarse en el campo, rodeado de un pueblito de personas asen­tadas sobre una misma calle polvorienta, que en tales 90 terminaría llamándose Yvága Rape (Camino al Cielo).

EL “SONSERERO” DE MISIONES

En su propio pueblo, San Igna­cio, Roque Ruiz Pérez, o Koki, pudo haberse sumergido en la siesta placentera de un “ilus­tre hijo del pueblo” mediante su apellido de linaje local pre­ponderante mientras seguía cosechando éxitos de venta con sus pinturas generosamente escénicas y descriptivas, pero su espíritu inquieto no se detenía en el continente del lienzo que lo convocaba diariamente, sino necesitaba –y luego intentaría– producir intervenciones cada vez más rotundas en las comunidades del entorno, con razones muy simples y a veces con arreba­tos, como su etapa de busca­dor de huellas prehistóricas, su concurso de árboles gigan­tes, la búsqueda de vestigios de un pasado cerámico, de lo cual también he sido testigo porque este episodio produjo uno de los diálogos más joco­sos de Koki con un campesino de Santa María, Misiones.

Este señor, tras llevarlo a localizar el entierro de una vasija de barro de solo pocas décadas de entierro, se puso muy feliz con la recompensa de Koki y ante ello, en tono de valoración, le regaló esta cali­ficación con la que le haría­mos chanzas toda la vida: “Don Koki –le dijo–, usted es el gran sonserero de Misio­nes”. El “sonserero”, en el fondo, lo que estaba haciendo era reclutar campesinos y vecinos en general a la pre­disposición de colaborar con el todo cultural, deseli­tizando, también, desde tal perspectiva.

KOKI RUIZ Y TAÑARANDY FIRMAN SU AMISTAD ETERNA

Koki resignifica Tañarandy en lo que supone otra de sus obras cruciales, cuya resul­tante en dinámicas sociales merece un estudio socioló­gico y académico que quizás aún se demora o quizás ya exista y no lo conocemos. Pero no fue fácil el inicio y no estuvo exento de incidentes.

El artista produjo en la comunidad del entorno de su “Barraca” el escozor por la organización en torno al asunto estético. Primero mediante la generación de sentidos, reflotando un mito sobre un supuesto pasado de rebeldía del pueblo adyacente a San Ignacio, enfrentando a una historia indígena colabo­racionista con los jesuitas con otra insurrecta. Acto seguido, organizó a los pobladores en relación con una consigna singular: que cada uno haga del frente de su casa una ima­gen de su pensamiento, oficio, sueño o temores.

Así aparecieron ventanas con escenas de cultivo en el ran­cho agricultor, de martillo y cuero en lo del talabartero, pero también de un plato volador y vecinos mirando para arriba a la misión extra­terrestre en aquella familia que aseguró que la principal historia de ese hogar fue el avistamiento de un ovni. Hoy, fines de 2024, todas estas imágenes siguen allí, gene­rosas, como fotografía de un corpus comunitario que deci­dió expresarse mediante la cultura. Ya no hablaremos de la pléyade de artistas plásti­cos que surgieron de a borbotones tanto desde Tañarandy como desde San Ignacio siguiendo a este flautista que no conducía a la muerte como en Hamelin, sino una nueva vida, a una vida en la que las personas podían reconocerse como artistas y retratistas de su propia vida y la multiplicación de ella en la relación social.

Koki Ruiz, el artista que dejó un legado en Paraguay.

LA SEMANA SANTA EN TAÑARANDY

Koki Ruiz provenía de una familia con raíces profunda­mente insertas dentro de la fe cristiana y el culto católico. De hecho, San Ignacio, condi­ción de punto de partida de la cruzada jesuítica hacia los 30 pueblos a partir de 1609, es una comunidad en la que tal sentimiento religioso está muy presente.

El establecimiento de la Semana Santa en Taña­randy, con la recuperación de los ritos tradicionales de los estacioneros, sus canciones dolorosas, la procesión igual­mente lacerante y el montaje artístico de los cuadros vivos, más la poderosa escenifica­ción del fuego de las candelas en todo el recorrido, desper­taron en sus años iniciales cierta inquietud en la Iglesia local, que fruto de la explo­sión del cambio político de 1989 vivía un instante pro­gresista elocuente, siendo una de sus expresiones el cuestionamiento a las for­mas tradicionales.

Sin embargo, este breve “roce” no sirvió sino para proyectar la iniciativa de Ruiz a un estamento aun superior desde que la voca­ción popular por tomar parte del evento fue una reacción aún más determinante que cierto desdén eclesiástico.

Probablemente fueron los tiempos cuando se produjo el momento cúlmine de la apropiación de San Ignacio y, obviamente, Tañarandy sobre la celebración. Las noti­cias y reportajes que durante todas estas décadas compi­ten con la calidad de las fotos y los videos hacen innecesa­ria la descripción de tal arte de combinar pasión popular con calidad.

EL ESCENÓGRAFO PRODIGIOSO Y LOS ACTORES SOCIALES

Varias veces le bromeábamos a Koki sobre la pertinencia de que se dedicara a la cine­matografía. Su calidad para mover multitudes, colocar un ojo en el sitio donde se desa­rrollarán los cuadros, escalar su visualidad en la distancia y trabajar con los persona­jes eran de un arte teatral y cinematográfico. El día y

la hora señalada todo debía suceder en un tiempo acotado y sin errores, desde la proce­sión de la Dolorosa por Yvága Rape hasta los cuadros escé­nicos en la Barraca. Este era el primer conjunto de per­sonas cumpliendo un rol, la actuación desde un lugar que combinaba fe, voluntarismo, aventura y, con el tiempo, naciente tradición. Otra actoría se hacía presente y a borbotones: los visitantes es­pectadores. Estos debían vol­ver, decía Koki, convencidos de que todo lo que vieron se hizo en homenaje a ellos. Arte efímero, en dos horas todos volvían de Tañarandy con la sensación de haber visto dos horas conmovedoras, no importa si fuera la primera o la decimosexta vez que estu­vieran viniendo. Lejos quedó aquella primera experiencia en la que un pequeño grupo de amigos y parientes de Koki observábamos el nacimiento de esta obra y todavía alcan­zaban los termos de cocido y el oportuno mbeju para todos los concurrentes. Hoy tal logística constituye la ter­cera actoría e incluye hotele­ría, restaurante, transportes, agencias de turismo que ocupan miles de agentes empren­dedores y empresarios, veci­nos y voluntarios cuando la Semana Santa convierte a San Ignacio en ese sitio que visitar.

Una vez más, como cotidia­namente, debía estar Koki charlando con su inseparable amigo Carlucho, cuando el celular sonó, a fines de 2014, y era la voz del Gobierno de Paraguay pidiendo una mano muy especial: “Queremos pedirte que te encargues de un altar para la visita del papa Francisco”. Y ese altar se hizo para julio de 2015. Pero, nuevamente, pudo haber sido una tarea solitaria de Koki y sus colaboradores y ya sería una obra histórica e inolvi­dable, pero el artista decidió que eso no era suficiente. Que la dimensión de este altar no estaría constituida por su alto y ancho, sino por la cola­boración de miles de para­guayos, decenas de miles de paraguayos que colaboraron en su hechura. “Qué inmenso trabajo”, le dijo el papa argen­tino y Koki en ese instante pensó en su madre, Rosa, aquella que en una tarde de su niñez le pidió que pusiera arte sobre una torta de cum­pleaños que acababa de con­cluir y, consumado el deco­rado, había dicho lo mismo: “Qué inmenso trabajo”.

Otro día de 2017 lo volvieron a llamar como viejo general afincado en el campo al que llaman para dirigir las más grandes batallas. Ahora se trataba de la canonización de Chiquitunga, María Feli­cia de Jesús Sacramentado, que se produciría en junio de 2018. Y Koki no solo lo hizo, sino lo consumó con ternura y belleza, con una misión comunitaria gigantesca cola­borando y de nuevo “con un inmenso trabajo”.

Fue, probablemente tras el abrazo del papa, el mejor regalo de su vida: las 40.000 personas en la Olla coreando a ritmo de estribillo futbolero su nombre artístico: “Koki, Kokiii”. No es fácil despedir a Koki porque, hablando en paraguayo, “sabes bien que no se va a ir” de la memoria del pueblo.

El artista plástico Koki Ruiz y Augusto dos Santos


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